Por: Christian Joanidis
La polarización de las cuestiones es algo natural. Comienzan a surgir en la sociedad las ideas y van decantando, lo que da como resultado que solo algunas de ellas se nos presenten como alternativas reales. Esto suele suceder prácticamente ante cualquier toma de decisión: se presenta un problema, van sugiriendo soluciones y de todas estas sugerencias se selecciona una cantidad limitada de alternativas, que son las que en definitiva se van a analizar y entre las que se va a decidir. Es una cuestión de limitación humana: me cuesta imaginar a un grupo de gente eligiendo entre más de tres o cuatro alternativas reales.
Este mismo proceso se da a nivel nacional e incluso mundial. Después de la Primera Guerra Mundial todo el mundo se había polarizado en torno a dos opciones: capitalismo o comunismo. La derecha y la izquierda. Eran extremos nítidos: con solo escuchar hablar a alguien era muy fácil saber de qué lado estaba. Como siempre, había un enorme colorido entre una opción y otra, pero era innegable que esas dos eran las madres de todas las alternativas.
A veces nos cuesta dimensionar cuánto nos marcan, a todos, los hechos de la historia mundial. Los conceptos de izquierda y derecha han calado tan hondo que hoy, casi treinta años después de la caída del muro y el desguace del comunismo, esta polarización sigue vigente en los discursos. Muchos votantes rechazan a Mauricio Macri porque es de derecha y tienen afinidad con el Gobierno porque lo consideran de izquierda. Ambas afirmaciones no son más que la mezcla de nombres actuales con conceptos perimidos.
La polarización entre izquierda y derecha tenía sentido cuando el mundo estaba dividido y no se sabía todavía cuál era la solución al problema de la administración de la riqueza. Era el fruto de una discusión que estaba vigente y que fue el eje de esos casi setenta años que transcurrieron entre el fin de la Primera Guerra Mundial y la caída del muro. Hubo tinta, sangre y se dilapidaron millones en la carrera armamentista, pero el problema se resolvió y hoy vivimos en un mundo capitalista. Izquierda y derecha son ya dos categorías obsoletas que corresponden a otro tiempo de la humanidad, cuando el problema a dirimir era otro.
Hoy vivimos en un mundo capitalista. Así dicho suena algo tremendo, porque llamarse a uno mismo “capitalista” es una afirmación algo contundente, pero lo cierto es que eso somos si nos referimos en los términos del conflicto de la Guerra Fría. Pero es una terminología arcaica la de “capitalismo” y “comunismo”, aunque absurdamente sigue subsistiendo la de izquierda y derecha: La inercia lleva casi treinta años.
Hoy ya no tenemos un problema político global, como lo hubo durante esos 70 años: Los problemas se han regionalizado. Europa debate si es necesaria más o menos integración. En Latinoamérica estamos debatiendo si queremos república o populismo. Ya hemos pasado la etapa en la que discutíamos si queríamos ser países democráticos. Hoy en América Latina, y en particular en Argentina, tenemos muy claro que queremos vivir en democracia.
Actualmente los problemas de la Argentina son otros. Un debate entre izquierda y derecha es negar lo que nos pasa, es mirarnos en el espejo y vernos con quince años menos. La Argentina no está eligiendo entre izquierda y derecha, la elección está hecha. Hoy somos una democracia capitalista. Pero no es la única decisión que se ha tomado en la Argentina. Ningún candidato podrá desmantelar los beneficios sociales que se han venido otorgando en estos doce años y tampoco nadie quiere hacerlo. No hay candidatos de lo público y de lo privado: Ni siquiera en la época de las privatizaciones se avanzó sobre lo público más allá de algunas empresas. Estas decisiones ya están tomadas, el resultado de las urnas no las van a cambiar. Lo que sí estamos decidiendo en estas elecciones es si queremos o no una verdadera república.
La Argentina tiene hoy una democracia que poco tiene de republicana: Gobernadores que funcionan como señores feudales, intendentes vitalicios, diputados eternos y mayorías automáticas son solo algunos de los síntomas. El próximo presidente no podrá hacer grandes cambios, pero podrá hacer su contribución, marcar el rumbo que otros seguirán trazando en el camino de la historia hasta que la Argentina sea una verdadera república.
Cometemos el error de darle a nuestros derechos políticos un papel secundario, creyendo que la democracia todo lo soluciona. Pero en democracia también es posible cometer atropellos, si no hay una república. Me atrevería a decir que está casi demostrado que en las sociedades más republicanas hay menos delito y un desarrollo económico a largo plazo que beneficia a toda la población. No es casualidad, es que la república es un sistema que obliga a los distintos poderes a hacer su trabajo, por su propia naturaleza, combate la corrupción endémica y proporciona un ambiente político más estable.
La república es el único entorno que permite garantizar los derechos de las personas, sobre todo de los más débiles. El ataque a la prensa es uno de los tantos atropellos que hoy comete el Gobierno. Pero no es el único, es el primero, porque si callan a los que hablan, entonces quedarán los que en silencio tolerarán la prepotencia. ¿Acaso no tenemos un fiscal cuya muerte no se puede aclarar? El error es creer que esas cosas no nos afectan a todos. Lo hacen: Cuando se vulneran los derechos de uno, luego se vulneran los de todos. Tenemos que tenerlo claro, todos estamos en la fila.
Estos últimos doce años han traído el feudo a la urbe y hoy tenemos un país feudal. El kirchnerismo se ha encargado de minar las instituciones, de derribarlas para que no puedan hacer su trabajo, para dejar impune los crímenes cometidos. Hoy la república está agonizando y es precisamente en estas elecciones donde vamos a decidir si le damos una nueva vida o le damos el golpe de gracia. Daniel Scioli, lo ha dejado claro en este último tiempo, es la continuidad del populismo y la muerte de la república. Del otro lado, sea el que sea, es una esperanza para una república que se apaga.