Todas quieren ser Evita, pero…

“Eva entró en mi vida como el destino. Fue un trágico terremoto que sacudió la provincia de San Juan, en la Cordillera, y destruyó casi enteramente la ciudad, el que me hizo encontrar a mi mujer”, escribió Juan Perón en el exilio, en un texto titulado Cómo conocí a Evita y me enamoré de ella.

La pareja política más emblemática de la Argentina –espejo en el que muchos candidatos pretenden mirarse- se formó practicando la solidaridad efectiva con los damnificados de una catástrofe natural.

María Eva Duarte conoció al entonces Ministro de Trabajo y Asistencia Social mientras éste organizaba, en sus palabras, “un verdadero ejército de voluntarios que llamasen a todas las puertas de la ciudad, a lo largo y a lo ancho, solicitando socorros y enviándolos luego a las zonas afectadas”.

Juan y Eva Perón con niño

Desde ese día, empezó su proceso de conversión en Evita, la mujer que no se tomaba un minuto de descanso hasta no haber resuelto, sin demoras ni excusas administrativas, las necesidades más urgentes de los argentinos.

Tras su muerte y transformación en mito, no hay mujer que haga política en la Argentina que no sea comparada con ella. Y que, más o menos confesadamente, no quiera parecerse a ella.

La militancia juvenil jura por Evita y la exaltación de su obra social es casi de rigor por parte de toda la dirigencia.

En el primer tramo de la campaña presidencial que concluyó con las PASO del domingo pasado, hubo un excesivo protagonismo de las mujeres de los candidatos; excesivo, porque, con alguna excepción, no se corresponde con la militancia de estas potenciales futuras primeras damas. Su rol fue estético, decorativo, expresión cabal de una campaña en la que abundó la imagen y faltó la idea.

Todas quieren ser Evita, pero olvidan que la Eva femenina, naturalmente elegante, incluso glamorosa –que el mundo también admira y que es ícono de argentinidad-, nunca fue en detrimento de la otra Eva –más bien fue al revés-, la de riguroso traje sastre y cabello recogido, trabajadora incansable que no se dedicó la menor pausa a sí misma y lo pagó con la vida.

Perón la recuerda así, en el texto citado: “Hablaba de manera vivaz, tenía ideas claras y precisas e insistía en que se le confiara un encargo. ‘Un encargo cualquiera’, decía. ‘Quiero hacer algo por esa gente que en este momento es más pobre que yo’. Eva estaba pálida, pero mientras hablaba su rostro se encendía”.

Todas quieren ser Evita, pero la soledad de los damnificados por las inundaciones en Buenos Aires y Santa Fe se vuelve hora tras hora más patente, y ninguna “Dama” da señales de vocación social. Ni siquiera por demagogia se calzan un par de botas, ni son capaces aunque más no sea de un simulacro de solidaridad.

Cristina Kirchner lo hizo una sola vez, en la pasada inundación de La Plata, pero para poner en evidencia la desidia de Daniel Scioli. No la movía el amor, sino el rencor.

Por las calles convertidas en ríos de Luján, Areco o Mercedes, no se ven las pecheras de La Cámpora, corriente juvenil “evitista”, sino sólo a los propios vecinos o a bomberos, boy scouts y otras asociaciones no partidarias llevando alguna asistencia a los inundados.

En el gobierno provincial hasta hay una funcionaria que no deja de usufructuar el parentesco con Eva Duarte –en realidad, con sus hermanas no militantes-, y sin embargo no la emula en lo más importante, en aquello que la convirtió en Evita.

Todas quieren ser Evita, pero no viven la urgencia de servir que a ella la consumía.

Todas quieren ser Evita, pero en el balcón, no en el barro. 

Excesos de género

Cada 8 de marzo me preparo resignada a escuchar una larga serie de lugares comunes y excesos verbales sobre la condición de la mujer. Y esta vez no fue excepción.

Es habitual, por ejemplo, que se califique a la Argentina como una sociedad “muy machista” o de “cultura marcadamente machista”. Una afirmación sorprendente en un país que tiene una presidente mujer, que ya tuvo una en los 70, que tiene en Eva Perón a un verdadero ícono del protagonismo político femenino –aquí y en el mundo- y en el que rige una de las leyes de cupo más avanzadas (en el Congreso argentino hay muchas más mujeres que en el de Francia, por citar un país que suele ser vanguardia en estas conquistas). Hay gente que debería darse una vuelta por países que no hace falta nombrar para palpar de cerca lo que es una cultura muy machista. Una en la cual no se le reconoce a la mujer capacidad para trabajar y ser protagonista codo a codo con el hombre. Como mínimo.

No se trata de negar que existan los prejuicios y el machismo, ni que haya una agenda pendiente. Pero lo que vivimos con frecuencia es una suerte de berretín feminista que lleva a todo tipo de excesos. Continuar leyendo

Sobreactuación feminista

Siempre sostuve que las feministas no la tienen fácil en este país, pero no porque se trate de una sociedad especialmente machista; al contrario, la Argentina es el país menos machista de toda América Latina y el que no lo crea que cruce la frontera y lo experimente.

No, el problema de las feministas vernáculas es que las principales conquistas femeninas del siglo XX en materia de participación política se deben a la iniciativa de dos hombres.

El voto femenino, que el folklore atribuye a Evita, no hubiera sido posible sin la decisión de Juan Perón. Más aún, es casi seguro que la idea vino de él, que fue el maestro de ella en política. Sin Perón, no hubiese existido una Evita.

Sin embargo, recientemente escuché a una numen del feminismo argentino decir, muy suelta de cuerpo, que Evita promovió el voto femenino “pese a tener un esposo machista”. Semejante nivel de negación sólo se explica por la imposibilidad de aceptar que haya sido de un hombre –militar para más datos- que las mujeres argentinas recibieron una de las leyes más emancipadoras de la historia.

No es algo fácil de tragar para un feminismo que sólo se concibe en oposición a los hombres y para el cual ser varón es sinónimo de ser machista.

La investigadora española Marysa Navarro, biógrafa de María Eva Duarte, dijo en una ocasión: “Eva descubrió a las mujeres a través de Perón; él fue el primer jefe de Estado argentino que puso el tema femenino en la mesa, antes de que Evita se metiera en política”. A Eva, su “machista” esposo le enseñó a construir poder político como mujer. Navarro dice que esto fue tan indigerible que, “aunque parezca triste, las feministas se opusieron [a la sanción de la ley]”.

Varios años más tarde, en 1991, la historia se repitió cuando nuevamente un hombre, el entonces presidente Carlos Menem, impulsó la Ley de Cupo Femenino, por la que un tercio de los puestos en las listas de diputados y senadores deben ser ocupados por mujeres. También en ese entonces, algunas militantes criticaron la medida.

Sin embargo, la socióloga feminista Dora Barrancos reconoció el papel de Menem en la iniciativa: “La nota peculiar en la materia la daba el propio presidente: dispuesto a ser irreductible y viendo que la aprobación de la norma no obtenía garantías suficientes, impuso al ministro del Interior acerca de la necesidad de convencer a los remisos del justicialismo; ése empeño fue decisivo”. Aunque atribuyó esta actitud al “cálculo político” y a “designios no encomiables”, reconoció que el cupo tuvo efecto en materia de “derechos para las mujeres”.

Estoy convencida de que existe en Argentina una sobreactuación feminista. No es fácil destacarse con una iniciativa por la “igualdad de género” en un país que ya tuvo dos mujeres presidentes –Cristina no fue la primera, mal que le pese-, cuyo Congreso es uno de los de mayor representación femenina porcentual del mundo, y que ocupa el 8º lugar en el ranking de presencia femenina en ámbitos públicos en general (según datos del International Institute for Democracy and Electoral Assistance, de Suecia).

Esto explica algunos proyectos delirantes como el de doble apellido obligatorio, apellido materno en primer lugar, supresión de la partícula “de”, lenguaje inclusivo forzoso, etcétera, con los que algunos buscan destacarse en un terreno en el que lo más decisivo ya está hecho.

Lo llamativo, además, es el tono con el cual fundamentan estas iniciativas: uno se creería en un país talibán. Por ejemplo, cuando el Senado debatía una ley para “Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres”, en el recinto se escuchaba: “El disvalor de la mujer es soporte fundamental de nuestra herencia cultural”; “La mujer es la gran discriminada en todos los aspectos sociales”; “Como mujeres nos sentimos a diario y en todo momento agredidas en nuestra dignidad”, etc. Y no faltó una senadora –“hermana de” para más datos- que, como muchas de sus pares, ocupaba una banca gracias a la ley de cupo-, que afirmó que “durante muchos años, en nuestro país, ésta ha sido una lucha sólo de las mujeres”.

Pero la sobreactuación feminista no es sólo femenina. También los varones caen en excesos. El escritor Ricardo Piglia por ejemplo dijo que “Cristina (Kirchner) es un personaje muy interesante, (…) porque es una mujer conduciendo el peronismo en un país muy machista”.

Salvo que esté devolviendo gentilezas por la invitación al Salón del Libro en París, sorprende este comentario en un país que tuvo una presidente mujer tan temprano como en la década del 70 y que tiene una de las leyes de cupo más avanzadas (en el congreso argentino hay más mujeres que en el francés).

La última sobreactuación en data también es de un hombre: el diputado nacional José Luis Riccardo (UCR, San Luis) quiere llevar el cupo femenino al 50 por ciento. El problema, nuevamente, además de la propuesta son los fundamentos. Entrevistado por Luis Novaresio para Infobae TV, y tras señalar que ya la mujer estaba discriminada en la democracia ateniense, sin miedo a la desmesura, dijo: “Veinticinco siglos y la mujer todavía aparece muy poco en la política”. ¿En qué país vive?

También intentó minimizar el valor de la Ley de cupo, diciendo que era “un mínimo” que muchas veces “ha actuado como un techo”. El periodista le señaló entonces que el radicalismo tenía muy pocas mujeres. Cosa que él quiso negar pero no pudo nombrar a ninguna, lo que no le impidió criticar al peronismo…

La hoy senadora Norma Morandini me dijo una vez lo siguiente: “Las feministas europeas  tenían una frase muy cínica, decían que la verdadera igualdad iba a llegar cuando las mediocres también fueran ministras”.

Y una precandidata a presidente, cuando le preguntaron si la mujer iba a traer más transparencia a la política, respondió indignada que era injusto exigirles más a “ellas” que a “ellos”. Traducción: las mujeres tenemos el mismo derecho a la corrupción que los hombres.

Bueno, les tengo una mala noticia: se ha alcanzado tal nivel de igualdad que ya quedó demostrado que en política las mujeres pueden ser tan mediocres, corruptas e ineficientes como los hombres. Por lo cual sería bueno que, dejando de lado la sobreactuación feminista, hombres y mujeres trabajasen codo a codo por volver a poner a la política al servicio de valores, para construir una Argentina más unida, justa y solidaria.