Por: Claudia Peiró
Cada 8 de marzo me preparo resignada a escuchar una larga serie de lugares comunes y excesos verbales sobre la condición de la mujer. Y esta vez no fue excepción.
Es habitual, por ejemplo, que se califique a la Argentina como una sociedad “muy machista” o de “cultura marcadamente machista”. Una afirmación sorprendente en un país que tiene una presidente mujer, que ya tuvo una en los 70, que tiene en Eva Perón a un verdadero ícono del protagonismo político femenino –aquí y en el mundo- y en el que rige una de las leyes de cupo más avanzadas (en el Congreso argentino hay muchas más mujeres que en el de Francia, por citar un país que suele ser vanguardia en estas conquistas). Hay gente que debería darse una vuelta por países que no hace falta nombrar para palpar de cerca lo que es una cultura muy machista. Una en la cual no se le reconoce a la mujer capacidad para trabajar y ser protagonista codo a codo con el hombre. Como mínimo.
No se trata de negar que existan los prejuicios y el machismo, ni que haya una agenda pendiente. Pero lo que vivimos con frecuencia es una suerte de berretín feminista que lleva a todo tipo de excesos.
Como dije otras veces, el motivo es entendible. El feminismo argentino tiene un karma. Los dos principales logros de la emancipación de la mujer y de su participación política fueron promovidos por hombres (el voto femenino por Perón y el cupo por Carlos Menem, quien personalmente llamó uno a uno a los legisladores renuentes a votar aquella ley). Mejor no reconocerlo. En el colmo de la negación, una numen del movimiento feminista vernáculo afirmó que Evita había promovido el voto femenino “pese a tener un esposo machista” (sic). No pueden aceptar que haya sido de un hombre –militar para colmo- que recibieron las mujeres argentinas una de las leyes más emancipadoras de la historia; ya que Eva no lo hizo contra Perón ni a pesar de él, sino inspirada e impulsada por su esposo “machista”.
¿Qué les queda? La sobreactuación. Que a veces hasta roza el ridículo. Como quejarse todos los años porque los Reyes Magos les traen muñecas a las niñas. Es infaltable.
Para muchos sectores, especialmente entre la izquierda y el progresismo, aunque es un tema bastante transversal, el único programa de lucha para la mujer es el aborto, para lo cual se tiran cifras incomprobables –medio millón de abortos por año- pero que todos repiten sin pensar –o malintencionadamente-, con tonos apocalípticos que asimilan el embarazo a una enfermedad y los nacimientos a una epidemia. Nadie sabe quién ni con qué mecanismo se calcula esa cifra, como lo prueba el hecho de que ni las autoridades sanitarias, ni las referentes feministas, ni las legisladoras que presentan proyectos de legalización –y repiten ese número hasta el cansancio- respondieron a la pregunta de Infobae al respecto.
Por otra parte, es llamativo ver cómo la izquierda, que en los 60 y 70 denunciaba al “Imperio” por sus políticas anti-natalidad, producto de un mundo egoísta que promovía activamente la planificación familiar en el Tercer Mundo como remedio a la pobreza, llegando en algunos casos a prácticas de esterilización forzosa –recordar el emblemático film Sangre de Cóndor, hoy ha hecho suya la agenda en la que antes veía una herramienta de dominación.
Por supuesto que eso se acompaña con la infaltable acusación contra la Iglesia, en especial la católica, responsable primaria de la “esclavitud” en la cual ven a la mujer argentina. Quienes así piensan deberían reflexionar sobre el hecho de que los países donde mayor es la igualdad entre los sexos son precisamente aquellos de cultura occidental y cristiana –o judeocristiana-, y que son también los países de mayor laicismo y respeto a la profesión de todos los credos.
Pero cuando la realidad no es conforme al relato, lo mejor es negarla.