Por: Claudia Peiró
“No hay que creérsela”… Fue la muy sensata frase del candidato presidencial de Cambiemos, pocas horas después del resultado electoral de la primera vuelta que mejoró notablemente sus chances de ganar.
Venimos de doce años de una gestión caracterizada por la soberbia y el sectarismo, acorde con la personalidad de sus dos presidentes, él y ella. Una gestión que no se cansó de descalificar, denostar, marginar y hasta perseguir a todo el que no se mostrara absolutamente disciplinado a sus dictados.
Los Kirchner ejercieron el mandato a contramano de lo que aconsejó Perón cuando escribió que “el sectarismo” es “una de las deformaciones de la conducción política”, y que “no hay cosa que sea más peligrosa para el político que la intransigencia” y el autoritarismo, “porque la política es el arte de convivir, y la convivencia no se hace en base de intransigencia”.
El famoso 54 por ciento de los votos obtenido por Cristina Kirchner en 2011, del que ella no se cansa de alardear, fue un agravante de las peores tendencias del estilo K.
La elevada opinión que la Presidente saliente tiene de sí misma se alimentó de la tendencia a creer que un resultado favorable convalida todo lo hecho con anterioridad y es fruto exclusivo de la voluntad del dirigente. La lectura es que se hizo todo bien y que todo el mérito es personal. Las circunstancias, el destino, los errores o falencias del adversario no cuentan.
Este resultadismo suele ser alentado por la adulación del entorno, tanto político, como social y mediático.
Por eso ningún “ganador” está libre de la tentación de la soberbia. Es entonces muy saludable la actitud que tuvo Mauricio Macri el martes siguiente a la primera vuelta, cuando dijo: “No hay que creérsela porque se ganó o cuando aún se va ganando. La gente me va a dar la oportunidad de servirlos. El 22 de noviembre sólo arranca un proceso que busca dar respuestas”.
Con esas expresiones parecía mostrarse consciente de los muchos factores que, más allá de su innegable vocación, determinación y trabajo, intervinieron para que esa primera votación lo colocara en situación favorable de cara al ballotage.
Pero el peligro de ensoberbecerse acecha. Al día siguiente de la elección, ya aparecieron analistas ex post facto para proclamar que “Durán Barba tenía razón” y, a juzgar por sus declaraciones recientes, el ecuatoriano está convencido de lo mismo, en disonancia con el espíritu humilde del líder de Cambiemos. “Lo que diga un Papa no cambia el voto ni de diez personas, aunque sea argentino o sueco”, dijo el consultor.
Sin embargo, repasando esta campaña, vale preguntarse en qué tuvo razón Durán Barba.
Su estrategia electoral porteña puso al PRO al borde de perder la Ciudad de Buenos Aires, para colmo, a manos de un novel candidato, sin fuerza propia organizada.
Después, la negativa a aliarse con Sergio Massa, con quien después de la primera vuelta tuvieron que proclamar coincidencias y a cuyos votantes trataron de seducir, también los puso en riesgo, ya que el ex intendente de Tigre representó un desafío claro.
Por último, la euforia por haber ganado la provincia de Buenos Aires no debe hacerles perder de vista que en ese resultado incidieron mucho más las pésimas opciones del kirchnerismo que sus propias estrategias. Si el Frente para la Victoria hubiese presentado un candidato menos nefasto que Aníbal Fernández, hoy en el PRO se estarían autocriticando por no haber acordado con el massismo al menos en la provincia.
No es casual que sea el mismo Durán Barba de la soberbia el que ha sugerido y alentado todas las decisiones sectarias dentro del PRO. La conclusión es que hoy están en la situación favorable en la que están “a pesar de” y no “gracias” al ecuatoriano.
Si esta fuerza se impone en la segunda vuelta, además, será por atraer un voto opositor que no tiene más opción que Macri para castigar al oficialismo. Son las reglas del ballotage; para eso fue instituido. Pero más allá de lo legal, la faceta política de esta encrucijada debe ser tenida en cuenta.
Macri parece saludablemente consciente de ello cuando dice: “Quiero agradecer a los que me votaron pensando que yo no era su mejor opción”.
Desde que es Papa, Jorge Bergoglio ha sido objeto de veneración por multitudes y del interés de la prensa mundial que habla de él por lo general positivamente y lo coloca con frecuencia al tope de toda clase de ránkings. Se han publicado ya varias decenas de libros sobre su vida y su obra, no sólo en castellano, sino en francés, inglés e italiano, entre otros. Se están rodando varias películas y series sobre su vida. En el preestreno de un documental en 4 capítulos que History Channel emitirá la semana próxima, al periodista Sergio Rubin, autor del libro en el cual se basó el guión, le preguntaron si el Papa había visto la miniserie. Él respondió que no lo sabía pero enseguida dejó en claro que a Bergoglio “no le gustan estas cosas”, “no le gusta que se hable de él”.
A poco de iniciado su pontificado, a un amigo que fue a contarle que se estaban publicando varios libros sobre él, Francisco le dijo que lo sabía y que se los habían enviado. Y agregó: “Pero no los voy a leer porque no quiero creérmela”.
La autoridad política y moral que ha acumulado el Papa es directamente proporcional a su modestia que no es fingida sino que deriva de la conciencia de saberse instrumento del destino y de una misión.
La soberbia lleva al sectarismo. Y el sectarismo en la conducción tiene altos costos para el país porque impide aprovechar sus mejores talentos y potencialidades, convierte al Estado en el botín de una facción y antepone los intereses de un grupo a los del conjunto.
Es hora de que la experiencia de estos años sirva de aprendizaje y podamos tener dirigentes políticos humildes, guiados por la vocación de servir antes que por la de ser servidos o servirse de los demás.