Por: Claudia Peiró
En su larga entrevista con Civiltà Cattolica, el 19 de septiembre pasado, el Papa dijo que la Iglesia no podía “seguir insistiendo sólo en cuestiones referentes al aborto, al matrimonio homosexual o al uso de anticonceptivos”.
Francisco se explayó sobre otros temas, pero en los ambientes progresistas y de izquierda la atención se centró en esa frase celebrada como expresión de la llegada de vientos “revolucionarios” al Vaticano.
Cuando al día siguiente el Papa dijo que cada niño “injustamente condenado al aborto, tiene el rostro del Señor”, creyeron ver en esto una contradicción con lo anterior.
Pero Jorge Bergoglio no había dicho en la entrevista lo que ellos quisieron oír. Sucede que en realidad es la izquierda la que está concentrada “sólo” en esa temática.
Desde que Francisco llegó al papado los cultores de lo políticamente correcto multiplicaron sus advertencias de que “este Papa no es revolucionario”. Motivo: no introduciría cambios en materia de aborto, eutanasia o matrimonio homosexual. En los días previos al comienzo de la Jornada Mundial de la Juventud, en Río de Janeiro, un politólogo brasileño de izquierda llegó a pronosticar que el encuentro sería un fracaso porque el Papa no tenía “nada para decir” sobre “los temas que preocupan a los jóvenes”, es decir, “el papel de las mujeres, el aborto y el divorcio, entre otros”.
La dimensión de la convocatoria desmintió un pronóstico inspirado en una idea reduccionista de lo que son las expectativas de los jóvenes en el mundo actual.
Sin referirse a la agenda “progresista”, Francisco llegó al corazón de los jóvenes porque su mensaje apunta a las causas de los dramas humanos antes que a las consecuencias. Al revés de lo que hace el progresismo. A la lógica eficientista del sistema capitalista y su consecuente “cultura del descarte” –que Bergoglio no se cansa de fustigar- el progresismo le opone otra lógica, que acaba siendo funcional a la primera: para esta tendencia, el aborto “libre” es la “solución” a todos los problemas: contaminación ambiental, calentamiento climático, pobreza, hambre, e incluso, desde una mal disimulada concepción eugenésica, también para las discapacidades genéticas.
Es llamativo que, en un mundo desesperanzado, donde la globalización adquiere con demasiada frecuencia el rostro desalmado del frenesí de dinero –que parece autorizar y promover todos los tráficos ilícitos, incluido el de personas- el único programa de la izquierda sea aborto y marihuana libres. Y esto no es virtual. Basta revisar las plataformas y los discursos de las fuerzas “progresistas” que compiten en las próximas legislativas de octubre para ver que esas “reivindicaciones” ocupan un lugar de privilegio en todo programa de izquierda que se precie de tal.
Un “realismo” muy alejado de todo ideal o valor superior inspira estas concepciones. Y lleva a esos sectores a ubicarse como contracara de la imagen estereotipada que ellos mismos tienen de la Iglesia como antiabortista y antigay. La “obsesión” que atribuyen a la Iglesia, la practican ellos. No sólo es su prioridad, también es la vara con la cual miden qué y quien es o no “revolucionario”.
Según esta visión, basada estrictamente en cuestiones de “moral reproductiva”, ser “progresista” es aceptar el llamado “matrimonio para todos”, abolir el celibato sacerdotal y, sobre todo desacralizar la vida, relativizando los interdictos sobre su fin y su principio (eutanasia y aborto).
Por otra parte, sólo una visión reduccionista de la juventud puede llevar a pensar que a los jóvenes no les interesa la trascendencia, la solidaridad o el servicio al otro, que no son sensibles a la convocatoria a una vida heroica y que, en cambio, únicamente quieren “marihuana libre”.
Que el Papa argentino con su mensaje y sus gestos esté llevando esperanza y consuelo a miles de corazones, que interpele a los poderosos y al mundo entero por la “globalización de la indiferencia”, que haya contribuido a crear el marco para un entendimiento que evite una guerra en Siria, que esté abriendo puentes de diálogo entre religiones, como forma de colmar una de las brechas por las cuales se cuela la violencia en el mundo, todo eso no es revolucionario para el “progresismo”.
Francisco eligió no hablar de “esos temas” en primer lugar, porque está librando una batalla cultural, consciente de que, para que una civilización cambie, primero debe cambiar la pauta cultural. El suyo es un combate para vencer la cultura de la indiferencia en la cual vivimos, mientras que otros no enarbolan más bandera que la de supuestos “derechos” inspirados en un individualismo extremo (digno del liberalismo que dicen combatir); en el fondo, un egoísmo que olvida al conjunto social y sus esperanzas.