Día Nacional de la Hipocresía

Pasa algo curioso en la Argentina. En los primeros años de la democracia, el debate sobre lo sucedido durante la dictadura, y en el período inmediatamente anterior, era menos masivo que ahora, pero mucho más profundo y honesto. El paso del tiempo, contrariamente a lo que se proclama, ha traído, al amparo del olvido y de la manipulación político electoral, una terrible simplificación que acaba por nublar la verdad.

Llevamos 30 años de normalidad institucional. Pese a ello, y a que la “memoria” hasta tiene su día en el almanaque, en lugar de un avance en la comprensión de los sucesos que llevaron al golpe de Estado de 1976, asistimos a una involución hacia posiciones maniqueas y simplistas, en las que el dogma es refugio y excusa para frenar el debate y eludir responsabilidades.

Convencidos tal vez de que los indecibles horrores cometidos por la dictadura justifican retroactivamente sus acciones, muchos protagonistas de aquella época guardan un conveniente silencio, cuando no se erigen en jueces de un proceso del cual fueron parte.

Así, año a año, el golpe de Estado de 1976 es condenado por los mismos sectores que contribuyeron al derrocamiento del gobierno constitucional de Isabel Perón.

El hecho de que nadie mencione a la presidente derrocada, en los muchos actos de repudio al golpe, habla a las claras de la aprobación que, de modo más o menos explícito, el grueso de los protagonistas de la época daba a su destitución. Muchos referentes de las fuerzas mayoritarias creyeron que los militares los dejarían participar del juego.

La izquierda, armada o no, también apostaba al golpe, y el Partido Comunista llegó a la ignominia de defender activamente a Jorge Videla, porque la dictadura era aliada comercial y diplomática de la Unión Soviética.

Otro caso es el de algunos sobrevivientes de las organizaciones guerrilleras –varios de ellos reciclados en el actual gobierno- cuyas conducciones practicaron la estrategia de “cuanto peor, mejor”: por ejemplo, frente al anuncio del adelantamiento de las elecciones para septiembre de 1976 –que debió funcionar como antídoto a las conspiraciones-, su respuesta fue agudizar la violencia, brindando mayores argumentos al golpismo. Cabe preguntarse a qué intereses servían realmente y cuánta responsabilidad tuvieron esas cúpulas en la muerte de miles de jóvenes –los hoy reivindicados desaparecidos- que en su enorme mayoría creían pelear por una mejor causa y por ella dieron la vida

El relato actual sostiene que Montoneros y ERP fueron casi organizaciones de autodefensa frente a la dictadura. Pero ambas guerrillas se habían levantado en armas antes, contra la democracia, y enfrentaron con violencia al gobierno “reformista” y “burgués” de Juan Perón; más larvadamente los Montoneros, puesto que alegaban ser peronistas; abiertamente el ERP, porque nunca reconoció la legitimidad de aquel gobierno. Y esto se agudizó durante la gestión de Isabel.

Algo análogo sucedió en Uruguay. La diferencia es que los sobrevivientes de la guerrilla Tupamara no niegan su responsabilidad. El actual presidente, José Mujica, se declaró “profundamente arrepentido de haber tomado las armas con poco oficio y no haberle evitado así una dictadura al Uruguay”.

En Chile, al cumplirse los treinta años del golpe de Estado (en 2003), Luis Corvalán, miembro del Partido Comunista, que integraba la Unidad Popular, el frente que llevó al gobierno a Salvador Allende, el presidente socialista derrocado y muerto en 1973, dijo: “No podemos negar nuestra responsabilidad. Prevalecieron en la UP las tendencias extremistas y sectarias”. La propia hija de Allende, Isabel, señaló: “Todos los actores políticos somos responsables de lo ocurrido. No fuimos capaces de entrar al diálogo para buscar una salida política”. Semejante honestidad política es imposible de encontrar en nuestro país.

En la Argentina previa al golpe también hubo sectores de todos los partidos que aportaron al caos. Como los diputados de la “Tendencia” (cercanos a Montoneros) que le presentaron la renuncia a Perón cuando éste quiso reformar el código penal para combatir a la subversión, pero años después le votan a Néstor Kirchner sin chistar una ambigua ley antiterrorista. O los 34 diputados del “Grupo de Trabajo” que paralizaron la actividad legislativa durante la gestión de Isabel. Varios de ellos están hoy refugiados en despachos oficiales o sentados en una banca.

A diferencia de sus pares de Uruguay y Chile, la clase política argentina calla.

Inclusive muchos creen que los juicios -tanto los del 84 como los actuales-, promovidos con más oportunismo que sincera convicción, los lavan de culpa y los invisten de autoridad moral. Lo mismo que su opción por los derechos humanos.

Pero tener una lectura del pasado con fines de manipulación no es lo mismo que tener una política de derechos humanos.

Estos, dicho sea de paso, han dejado de ser una causa para convertirse en una forma de vida. Un medio de sustento para muchos, si pensamos que hoy no debe existir municipio en el país que no tenga una secretaría o dirección de derechos humanos. Eso explica el discurso de los “avances” en materia de derechos humanos y la celebración callejera, en el mismo momento en que tantos argentinos están de duelo por las víctimas de una violencia delictiva descontrolada.

Ayer, durante el feriado por Memoria, Verdad y Justicia, hubo 4 muertes en hechos delictivos. En los tiempos previos al 76, una progresiva naturalización de la violencia anestesió a la sociedad frente a lo que venía. Hoy, se están naturalizando la anomia social, el no combate al delito y a la droga, y el avance del crimen organizado.

Si el recuerdo de la tragedia del 76 no contribuye a que los argentinos valoremos la vida y la cuidemos en el presente, ¿de qué sirve la memoria?

De momento, sólo para que muchos se golpeen hipócritamente el pecho por la violencia del pasado mientras en el presente asisten impávidos a la degradación y destrucción del tejido social argentino.

Originalidades sobre educación del candidato que “votó” Cristina

Jorge Abelardo Ramos (1921-1994), el historiador cuya lista Cristina Kirchner confesó haber votado en 1973, cuenta cómo la generación del 80 tuvo que nacionalizar a la fuerza a los inmigrantes. A través de la escuela.

Además de presentar en 1973 una boleta con el nombre de Juan Perón e Isabel Perón, pero con el sello del FIP (Frente de Izquierda Popular), Ramos es autor de varios ensayos históricos, entre ellos una muy recomendable historia nacional en varios tomos: Revolución y contrarrevolución en la Argentina.

En uno de ellos, titulado Del patriciado a la oligarquía, Ramos recuerda una visita que el célebre escritor italiano Edmundo de Amicis (1846-1908) hizo en 1884 a nuestro país, al que describía como “una nueva Italia”: “(Amicis) visita algunas colonias agrícolas santafesinas: se lo recibe con grandes banderas italianas. Todos hablan piamontés”, escribe Ramos y luego cita al autor italiano: “Me encontraba en mi patria, vivía en una ciudad de Piamonte y estaba a 2.000 leguas de Italia. Algunos colonos que habían desembarcado en la República Argentina, hambrientos e ignorantes, se habían transformado en hombres civilizados (…). En todos, aun en los colonos más toscos, encontré viva la conciencia de la patria: un nuevo sentido de orgullo italiano”.

En efecto, por aquel entonces, varios publicistas italianos consideraban a la Argentina como una colonia, al menos en el plano cultural. Ramos cita por ejemplo al profesor René Gonnard: “En tanto que colonia sin bandera (Argentina) es para Italia la mejor colonia que pudiera ambicionar (…) Italia puede legítimamente, si esta inmigración continúa, entrever el día en que sobre las tierras casi desiertas de la Argentina, una nacionalidad se constituirá en la cual el elemento italiano podrá dar su ‘dominante’ al tipo étnico”·

Hasta se esperaba que el del Dante fuese el segundo idioma oficial de la Argentina. Para entender estas especulaciones que hoy parecen delirantes, hay que comprender el contexto histórico de la década del 80.

En un capítulo de su citado libro, titulado La crisis de la nacionalidad, Ramos explica: “Las grandes oleadas inmigratorias, muchas de ellas revistiendo un carácter golondrina, crean nuevos puntos de partida a los problemas nacionales. (…) Los extranjeros constituyen la mayoría de la población en la ciudad de Buenos Aires: son el 50% de sus habitantes; el 28% en Santa Fe; y en la ciudad de Rosario, hasta ayer una aldea, alcanzan al 45% de su población. (…) Por sobre todas las cosas (esto) determinará que el sector numéricamente más importante de nuestras ciudades se desinterese de la ‘política criolla’ y del destino nacional. En esos años comienza a extenderse por nuestras pampas litorales el desprecio por el ‘negro’, esto es, por el dueño del país. Los inmigrantes se agrupan en colonias, segregándose de la vida argentina. Conservan su idioma o dialecto de origen y lo transmiten a sus hijos argentinos”.

Cabe señalar que, hasta la promulgación de la Ley Sáenz Peña (de voto obligatorio), el grueso de los inmigrantes de primera y segunda generación no votaba, en buena medida por desinterés.

El propio Sarmiento, gran promotor de la inmigración, se mostrará decepcionado por el resultado. Entre otras cosas, los inmigrantes que llegaron tenían incluso un nivel de instrucción inferior al de la población nativa. Como lo revela la cita de Amicis, muchos de ellos se educaron en la Argentina.

“Mientras en nuestro país sólo los dos quintos de los argentinos eran analfabetos –escribe Ramos-, la población inmigrante llegaba a tener dos tercios de hombres y mujeres sin saber leer y escribir”. Sarmiento llegó a arrepentirse públicamente de haber promovido la inmigración: “Vienen creyendo que basta ser europeos para creerse que en materia de gobierno y de cultura nos traen algo de muy notable”, escribió, sumándose a la polémica pública durante la década del 80.

Ramos rescata la figura del primer Ricardo Rojas, responsable de la creación de la cátedra de Literatura Argentina en la Universidad de Buenos Aires y uno de los que más contribuyó a la sistematización de la enseñanza de la Historia, como aporte a la creación de una conciencia nacional.

Con el estilo irónico que lo caracteriza, Ramos escribe: “En su obra La Restauración Nacionalista, Ricardo Rojas, antes de ser amansado por la familia Mitre, planteaba con gran claridad estos mismos problemas”.

A modo de ejemplo, cita un párrafo del libro de Rojas: “En nombre de una comisión de reformas educacionales, don Víctor M. Molina decía en un memorial a Wilde, ministro de Instrucción Pública de Roca: ‘(Todos) los miembros de la Comisión se pronunciaron unánimemente por la introducción de la historia patria en el plan de maestros primarios. Es evidente la conveniencia de que la enseñanza revista un carácter nacional; nuestro país posee dentro de sí un gran número de extranjeros que tratan de perpetuar sus tradiciones y hasta su credo político entre sus hijos, con peligro para nuestras instituciones y para el elemento nativo que perdería poco a poco su espíritu de nacionalidad y vivirá en un medio cosmopolita olvidando lo que corresponde a su suelo y a su agrupación política. La Nación tiene el derecho y el deber de conservarse por el amor de sus hijos y de preservar sus instituciones de las degeneraciones que las corrientes inmigratorias podrían imponerle”.

Ricardo Rojas expresaba la misma preocupación, no sólo por las escuelas italianas, sino por todas las escuelas extranjeras; algunas, ubicadas en las colonias, tenían maestros extranjeros y ninguna supervisión estatal. Hasta eran financiadas por gobiernos de otros países.

En un trabajo publicado en la Revista de la Fundación Cultural Santiago del Estero, Adriana Medina aclara sin embargo que muchas de las cuestiones que preocupaban a Ricardo Rojas “se habían discutido en el Parlamento y en la opinión pública; algunas estaban solucionadas o en vías de solución, como el problema de las escuelas extranjeras”.

“El temor ante el establecimiento de la ‘Gran Italia’ –escribe Adriana Medina-, allende los mares, mediante la formación de colonias espontáneas, no había sido sólo una fantasía aterradora de las clases dirigentes: correspondió a un sector de la política italiana que realmente predicaba el expansionismo, en un momento de auge colonialista en el que Italia iba a la zaga de otras naciones más poderosas”.

Y agrega algo muy significativo: “Pero ya no era realmente sostenible en las vísperas del Centenario. Para la época en que Rojas publica su informe, la cuestión de la enseñanza del idioma nacional en las escuelas de las colonias, italianas o judías, estaba bajo control. Por otra parte, algunos de los remedios preconizados por Rojas: ‘pedagogía de las estatuas’, liturgia patriótica, veneración de los símbolos patrios, culto de los héroes, se habían discutido en foros públicos y constituían ya una metodología en marcha”.

Estas reflexiones evidencian la tarea nacionalizadora que la generación del 80 realizó a través de la educación y explican también los rituales patrios que se cumplen a diario en nuestras escuelas. La educación de aquellos tiempos fue un poderoso instrumento de homogeneización de una población entonces heterogénea al punto de la fragmentación, pero también fue un motor de igualación social.

Fue bajo el gobierno de Roca (1884) que se promulgó la Ley 1420 de Educación Común, por la cual la escuela primaria se volvió obligatoria, gratuita y laica, de los 6 a los 14 años. La norma fijó el mínimo de instrucción que debían recibir todos los niños argentinos, sin distinción de clase, etnia ni credo, impuso sanciones para los padres que no enviasen a sus hijos al colegio, promovió la educación rural y de adultos y eliminó los castigos corporales, entre otras disposiciones.

En los últimos años ha vuelto sin embargo la moda de denostar a la generación del 80 en bloque. Y de minimizar los logros de la Argentina del Primer Centenario. Quizá la mención hecha por Cristina Kirchner del interesante historiador y polemista que fue Jorge Abelardo Ramos, un pensador original que supo combinar opiniones fundadas con matices –como cuando rescata una etapa de la obra de Ricardo Rojas, y no otra, porque los hombres cambian, evolucionan o involucionan-, contribuya a un balance histórico más equilibrado.

Ya que eso, y no otra cosa, significa asumir nuestro pasado “sin beneficio de inventario”, como también propuso la Presidente, en el mismo discurso en el que citó a Ramos.