Por: Claudia Peiró
Pasa algo curioso en la Argentina. En los primeros años de la democracia, el debate sobre lo sucedido durante la dictadura, y en el período inmediatamente anterior, era menos masivo que ahora, pero mucho más profundo y honesto. El paso del tiempo, contrariamente a lo que se proclama, ha traído, al amparo del olvido y de la manipulación político electoral, una terrible simplificación que acaba por nublar la verdad.
Llevamos 30 años de normalidad institucional. Pese a ello, y a que la “memoria” hasta tiene su día en el almanaque, en lugar de un avance en la comprensión de los sucesos que llevaron al golpe de Estado de 1976, asistimos a una involución hacia posiciones maniqueas y simplistas, en las que el dogma es refugio y excusa para frenar el debate y eludir responsabilidades.
Convencidos tal vez de que los indecibles horrores cometidos por la dictadura justifican retroactivamente sus acciones, muchos protagonistas de aquella época guardan un conveniente silencio, cuando no se erigen en jueces de un proceso del cual fueron parte.
Así, año a año, el golpe de Estado de 1976 es condenado por los mismos sectores que contribuyeron al derrocamiento del gobierno constitucional de Isabel Perón.
El hecho de que nadie mencione a la presidente derrocada, en los muchos actos de repudio al golpe, habla a las claras de la aprobación que, de modo más o menos explícito, el grueso de los protagonistas de la época daba a su destitución. Muchos referentes de las fuerzas mayoritarias creyeron que los militares los dejarían participar del juego.
La izquierda, armada o no, también apostaba al golpe, y el Partido Comunista llegó a la ignominia de defender activamente a Jorge Videla, porque la dictadura era aliada comercial y diplomática de la Unión Soviética.
Otro caso es el de algunos sobrevivientes de las organizaciones guerrilleras –varios de ellos reciclados en el actual gobierno- cuyas conducciones practicaron la estrategia de “cuanto peor, mejor”: por ejemplo, frente al anuncio del adelantamiento de las elecciones para septiembre de 1976 –que debió funcionar como antídoto a las conspiraciones-, su respuesta fue agudizar la violencia, brindando mayores argumentos al golpismo. Cabe preguntarse a qué intereses servían realmente y cuánta responsabilidad tuvieron esas cúpulas en la muerte de miles de jóvenes –los hoy reivindicados desaparecidos- que en su enorme mayoría creían pelear por una mejor causa y por ella dieron la vida.
El relato actual sostiene que Montoneros y ERP fueron casi organizaciones de autodefensa frente a la dictadura. Pero ambas guerrillas se habían levantado en armas antes, contra la democracia, y enfrentaron con violencia al gobierno “reformista” y “burgués” de Juan Perón; más larvadamente los Montoneros, puesto que alegaban ser peronistas; abiertamente el ERP, porque nunca reconoció la legitimidad de aquel gobierno. Y esto se agudizó durante la gestión de Isabel.
Algo análogo sucedió en Uruguay. La diferencia es que los sobrevivientes de la guerrilla Tupamara no niegan su responsabilidad. El actual presidente, José Mujica, se declaró “profundamente arrepentido de haber tomado las armas con poco oficio y no haberle evitado así una dictadura al Uruguay”.
En Chile, al cumplirse los treinta años del golpe de Estado (en 2003), Luis Corvalán, miembro del Partido Comunista, que integraba la Unidad Popular, el frente que llevó al gobierno a Salvador Allende, el presidente socialista derrocado y muerto en 1973, dijo: “No podemos negar nuestra responsabilidad. Prevalecieron en la UP las tendencias extremistas y sectarias”. La propia hija de Allende, Isabel, señaló: “Todos los actores políticos somos responsables de lo ocurrido. No fuimos capaces de entrar al diálogo para buscar una salida política”. Semejante honestidad política es imposible de encontrar en nuestro país.
En la Argentina previa al golpe también hubo sectores de todos los partidos que aportaron al caos. Como los diputados de la “Tendencia” (cercanos a Montoneros) que le presentaron la renuncia a Perón cuando éste quiso reformar el código penal para combatir a la subversión, pero años después le votan a Néstor Kirchner sin chistar una ambigua ley antiterrorista. O los 34 diputados del “Grupo de Trabajo” que paralizaron la actividad legislativa durante la gestión de Isabel. Varios de ellos están hoy refugiados en despachos oficiales o sentados en una banca.
A diferencia de sus pares de Uruguay y Chile, la clase política argentina calla.
Inclusive muchos creen que los juicios -tanto los del 84 como los actuales-, promovidos con más oportunismo que sincera convicción, los lavan de culpa y los invisten de autoridad moral. Lo mismo que su opción por los derechos humanos.
Pero tener una lectura del pasado con fines de manipulación no es lo mismo que tener una política de derechos humanos.
Estos, dicho sea de paso, han dejado de ser una causa para convertirse en una forma de vida. Un medio de sustento para muchos, si pensamos que hoy no debe existir municipio en el país que no tenga una secretaría o dirección de derechos humanos. Eso explica el discurso de los “avances” en materia de derechos humanos y la celebración callejera, en el mismo momento en que tantos argentinos están de duelo por las víctimas de una violencia delictiva descontrolada.
Ayer, durante el feriado por Memoria, Verdad y Justicia, hubo 4 muertes en hechos delictivos. En los tiempos previos al 76, una progresiva naturalización de la violencia anestesió a la sociedad frente a lo que venía. Hoy, se están naturalizando la anomia social, el no combate al delito y a la droga, y el avance del crimen organizado.
Si el recuerdo de la tragedia del 76 no contribuye a que los argentinos valoremos la vida y la cuidemos en el presente, ¿de qué sirve la memoria?
De momento, sólo para que muchos se golpeen hipócritamente el pecho por la violencia del pasado mientras en el presente asisten impávidos a la degradación y destrucción del tejido social argentino.