La estación de Londres a donde llega el Eurostar (el tren rápido que une París con la capital inglesa) se llama Waterloo, en conmemoración de la batalla de 1815 que les permitió a los Borbones volver al trono de Francia.
Londres acaba de bautizar “Tierra de la Reina Isabel” a un sector de la Antártida sobre el cual no tiene más derechos que su propio capricho.
El almirante que comandaba su flota derrotada y humillada en Cartagena de Indias en 1741 -por un grupo de españoles en absoluta inferioridad de número y pertrechos- está sin embargo sepultado en la Abadía de Westminster y su epitafio dice: “Conquistó hasta donde la fuerza naval pudo llevar la victoria” (ver El día que medio hombre derrotó a Inglaterra).
Son apenas tres ejemplos de que, para Inglaterra, la batalla cultural e ideológica no termina nunca. De cara al mundo, presenta siempre un frente unido y un relato de epopeyas y glorias que, como lo demuestra el caso del sitio de Cartagena y la hazaña de Blas de Lezo, muchas veces son construidas a posteriori por una maquinaria de propaganda admirable, sobre todo porque no dice su nombre.