Por: Claudia Peiró
La estación de Londres a donde llega el Eurostar (el tren rápido que une París con la capital inglesa) se llama Waterloo, en conmemoración de la batalla de 1815 que les permitió a los Borbones volver al trono de Francia.
Londres acaba de bautizar “Tierra de la Reina Isabel” a un sector de la Antártida sobre el cual no tiene más derechos que su propio capricho.
El almirante que comandaba su flota derrotada y humillada en Cartagena de Indias en 1741 -por un grupo de españoles en absoluta inferioridad de número y pertrechos- está sin embargo sepultado en la Abadía de Westminster y su epitafio dice: “Conquistó hasta donde la fuerza naval pudo llevar la victoria” (ver El día que medio hombre derrotó a Inglaterra).
Son apenas tres ejemplos de que, para Inglaterra, la batalla cultural e ideológica no termina nunca. De cara al mundo, presenta siempre un frente unido y un relato de epopeyas y glorias que, como lo demuestra el caso del sitio de Cartagena y la hazaña de Blas de Lezo, muchas veces son construidas a posteriori por una maquinaria de propaganda admirable, sobre todo porque no dice su nombre.
Maestros de la sutileza y el eufemismo –basta con leer el epitafio citado- los ingleses no descansan en la lucha por imponer su visión de los hechos y de la historia. Y lo hacen con una maestría de la cual deberíamos aprender.
El caso de Cartagena de Indias, sobre el cual ahora los españoles parecen haberse despertado ya que están intentando recordarle al mundo que esa batalla la ganaron ellos, es paradigmático del accionar británico. De las derrotas mejor ni hablar.
A Napoleón, a quien prometieron asilo después de Waterloo para en realidad desterrarlo hasta su muerte en Santa Helena, no cesan de combatirlo hasta el día de hoy. Periódicamente surgen “revelaciones” sobre Bonaparte que no son sino noticias viejas “refritadas” cuando no directamente mentiras. Saben que no basta con la victoria militar. Hay que ganar la batalla cultural. En Waterloo, combatieron junto a la alianza de las viejas dinastías decadentes del absolutismo europeo. Por eso luego hubo tantas revoluciones y levantamientos en Europa para finalmente conquistar la República o la monarquía constitucional. Para convertir esa batalla en lo contrario de lo que fue y presentarla como un hito de la libertad, el único camino es exagerar los rasgos despóticos de la personalidad de Napoleón en detrimento de su obra anti-absolutista. Colocarse ellos del lado de la historia y poner al corso en el bando de la reacción. Es una operación que empezó hace dos siglos y aún no termina.
Pero es una operación que se ve facilitada, al igual que la de Cartagena y todas las demás, por la desidia y el divisionismo de los demás. Sin la desmemoria española, ¿cómo ocultar la hazaña del Almirante Blas de Lezo?
¿Y qué decir de los franceses que en el año 2005 se negaron a conmemorar el 200º aniversario de la Batalla de Austerlitz, una de las mayores victorias de Napoleón, pero en cambio –en una muestra cabal de su derrota psicológica- enviaron naves francesas a participar de la reconstrucción de Trafalgar donde fueron vencidos? Huelga decir que ese homenaje (del cual también participaron los españoles pese al litigio por Gibraltar) fue organizado por los ingleses.
Cuando hace un tiempo, un alcalde francés anunció su intención de construir un parque temático de Napoleón, los británicos pusieron el grito en el cielo, a pesar de que ellos se la pasan exaltando -en la literatura, el cine y la televisión- a personajes como la reina Isabel I, que no sólo hizo decapitar a su propia sobrina (María Estuardo), luego de tenerla prisionera por años, sino que se manchó las manos con la sangre de sus súbditos a los que masacró por motivos religiosos. No importa. Es parte de su historia, que ellos asumen sin beneficio de inventario.
Esa perseverancia británica en la prosecución de sus objetivos es admirable y digna de imitación. Al servicio de mejores causas.
Mientras Londres “desclasifica” documentos referidos a la Guerra de las Malvinas para demostrar que toda la necedad y la impericia estuvieron del otro lado (Margaret Thatcher pensó en negociar y dejarnos las islas y su aliado Ronald Reagan fue casi un mensajero de la paz), en Argentina, el Gobierno desempolva un ya conocido Informe Rattenbach para exaltarlo hasta el cansancio, y honra la memoria de su autor más que la de los héroes de Malvinas.
De todas las agrupaciones de veteranos que existen en el país, la que más goza hoy del favor oficial es una cuya principal razón de ser es denunciar los abusos supuestamente cometidos durante la guerra, pero no por el enemigo sino por la fuerza propia.
Una embajadora de discurso intransigente, que por poco amenaza con sabotear las Olimpíadas de Londres en julio pasado, queda luego deslumbrada con la Reina después de un paseo en carroza, sumándose así a la campaña de imagen de Isabel II (otra constante del relato inglés).
Mientras el comandante argentino del desembarco en Malvinas murió bajo arresto domiciliario, a su almirante derrotado en Cartagena, con más de 8.000 bajas, los ingleses no lo sepultan bajo las críticas, sino con honores, en el panteón de los héroes.