Desde que hace uso de su autonomía, la ciudad de Buenos Aires ha incrementado su presupuesto notablemente, pasando de 2.900 millones de pesos a casi $60.000 M estipulados para el 2014. Si bien esto se explica por el proceso inflacionario, también hay que decir que obedece a un crecimiento de su economía y a la participación de la producción que muestra índices de crecimiento durante estos años, a pesar de algunos períodos de estancamiento propios de los ciclos económicos y del efecto rebote nacional.
Ahora bien, cuando hablamos de las tasas de crecimiento del país, de la extraordinaria performance de los commodities y del nivel de ingresos del Tesoro Nacional nos preguntamos qué ha hecho el kirchnerismo con sus -al menos siete- años de vacas gordas y notamos con desagrado que la pobreza no ha retrocedido y la distribución del ingreso sigue siendo retórica ideológica y nada más. Pero acaso no cabe también reflexionar qué hizo la Ciudad con los ingresos que los porteños conferimos para su buena administración.
La Ciudad gasta casi la mitad de su ingreso en remuneraciones del sector público y esto es entendible, dada la amplia red de salud y educación que debe sostener. Tiene una gran multiplicidad de áreas que atender, que componen su gestión. Sin embargo, millones entre miles de millones del presupuesto a veces, lisa y llanamente, se pierden o no se gastan con criterio acertado. No hemos visto realizarse en las últimas décadas obras de infraestructura de importancia que acompañen el crecimiento de la ciudad; las villas no se han urbanizado dándoles categoría de barrio digno; la falta de vivienda y facilidades para acceder al crédito público son insuficientes; el plan hidráulico puesto en marcha está muy lejos de alcanzar las metas propuestas. De estas ausencias y déficits son responsables tanto el Gobierno de la Ciudad, como también los legisladores, organismos de control y todos aquellos que debemos participar del diseño, control y ejecución de las políticas de Estado, lo cual incluye a los ciudadanos con capacidad para observar aquello que la política a veces descuida por intereses y comodidades manifiestas.
Es indignante saber que anualmente se pierden millones por subejecución presupuestaria. Es decir, que hay dinero que no se usa para llevar a cabo los planes de política pública frustrando así la mejora y el accionar cotidiano en áreas tan vitales y sensibles como la educación, la salud, el espacio público y las muchas obras pendientes que necesitamos los porteños.
La Dirección de Estadísticas de la Ciudad al momento de presentar el presupuesto para este año estimó una inflación anual del 24%. Si a todos los mortales no se nos escapa que dicho pronóstico ya era insuficiente a juzgar por la crisis económica e inflacionaria del último trimestre del año 2013, y que termina, como ya sabemos, en la ampliación presupuestaria que se aprobó el día jueves, ¿por qué se deprime y subestima el presupuesto a la luz de una inflación que sabemos es superior a la tenida en cuenta? ¿Por qué incluso desacelera los pronósticos del ritmo de su actividad económica que a veces no se condicen con los de otros distritos? La respuesta es una: poder disponer de manera arbitraria de los remanentes presupuestarios para uso discrecional. Tan discrecional y ofensivo como lo es el abultado gasto de publicidad de gobierno; las transferencias de partidas internas entre las distintas áreas de gobierno; o como la estipulación prevista al momento de presentar su presupuesto para el Programa de prioridad para el Peatón con 182 millones contra los magros 270 millones de obras de mantenimiento de la red pluvial. Este último es sólo un ejemplo de cómo los presupuestos a veces se divorcian de la realidad.
Hace algunos años con el albor de la autonomía porteña todos comenzamos a ver y a pregonar por la descentralización porteña en comunas y el tan añorado Presupuesto Participativo. Hoy debemos reconocer que pese a algunos avances y experiencias, las 15 comunas de la Ciudad no cuentan con presupuesto suficiente para llevar a cabo sus competencias de gobierno local. Terminó siendo una mera desconcentración de servicios ineficiente, cuya descentralización política y presupuestaria es prácticamente nula.
Por eso se hace imprescindible hacer algo para cambiar este destino. El presupuesto de las comunas es desnutrido y no vinculante. Una prioridad debería ser jerarquizarlo y exigir su implementación a través de las normas ya existentes, u otras sobre las que se puede legislar para hacer de la participación ciudadana del presupuesto un método y herramienta institucional que haga más genuino y popular el uso de los ingresos públicos.