El Siglo XX ha sido testigo de una profunda transformación en la población mundial y el espejo del siglo actual nos refleja una imagen de envejecimiento en la pirámide poblacional, esto es, un aumento del grupo etario mayor de 65 años.
Este fenómeno contemporáneo tiene muchas causas, entre las cuales podemos encontrar: mayores expectativas de vida debido a los avances de las ciencias médicas y los esfuerzos de los distintos gobiernos para facilitar el acceso a la salud pública; nuevas formas de uniones maritales que retrasan y reducen las concepciones; alta tasas de divorcios; plena incorporación de la mujer al mercado laboral; ausencia de adecuadas políticas de fomento familiar; alto individualismo y encumbramiento de las aspiraciones personales y el progreso económico; encarecimiento de las viviendas en las grandes urbes; modernas técnicas anticonceptivas; mejoras en los niveles de vida; reducción de la influencia religiosa; crisis económicas que afectan la nupcialidad y la fecundidad, entre otras.
Las proyecciones de la División Población de la ONU nos indican que para el año 2050 el 20% de la población mundial (aproximadamente 2.000 millones de personas) estará conformada por mayores de 60 años. Y si nos extendemos al año 2100, la población de este grupo humano superará a los jóvenes, cuya tasa de crecimiento será negativa.
América Latina no es ajena a este fenómeno, pero si bien los guarismos no son tan preocupantes como en el viejo continente, el problema se agudizará claramente. En los próximos 50 años las expectativas de vida serán de 79,8 años y el índice de envejecimiento (el cociente entre los mayores de 60 y los menores de 15), de 76%.
Nuestro país reporta un comportamiento poblacional similar al mundial. Según la CEPAL, en 2012 los mayores de 60 años representaban el 14,6% y en el 2030 alcanzarán el 18,3%. Sus consecuencias no serán otras que los déficits en los sistemas jubilatorios por reducción de los activos aportantes, dificultades para el financiamiento de los sistemas de salud por su mayor utilización, afectación de la capacidad productiva nacional, conflictos en el reparto de los recursos económicos y reducción de la creatividad social entre otras.
Para no ser sorprendidos por los efectos negativos de este fenómeno, nuestro país debería diseñar, consensuar y aplicar políticas públicas que preserven la eficiencia de los sistemas previsionales y las prestaciones de los sistemas de salud, fomenten la natalidad, extiendan la etapa laboral activa, planifiquen una inmigración de jóvenes e incentivar la retención de estos, capaciten a los adultos mayores para nuevas funciones, generen perfiles laborales adaptados, y fomenten la actividad física y la vida sana.
Se debe cambiar la concepción de la vejez y constituir una ciudadanía más inclusiva con las personas mayores, tomando las lecciones aprendidas de sociedades que, como la japonesa, se encuentran más avanzadas en estos temas. El futuro argentino debe considerar especialmente a este grupo poblacional y fomentar investigaciones que faciliten la toma de conciencia en nuestra sociedad de cara a este desafío, aprovechando el alto valor estratégico de los adultos mayores como conocedores y actores.