Este país se hizo -hasta hace un tiempo precioso- en base a la cultura del esfuerzo. Los inmigrantes rurales o urbanos se deslomaron para que sus hijos encontraran las oportunidades laborales e intelectuales que ellos no habían podido conseguir. Los abuelos tenían en claro que sin esfuerzo no podía haber logros.
Para mis antepasados la educación era un bien preciado, que permitía insertarse en la vida social, alcanzar un lenguaje de intercambio, perfeccionarse, ilustrarse, crecer. Acceder a las profesiones liberales. El lema imperante era “ saber es poder”. Poder no como intencionalidad psicológica. Poder como dominio de la realidad, como posibilidad para ser mejor.
Pero aquel país al que llegaron se convirtió en otro, muy distinto. Y los valores cambiaron, o se trastocaron o se humillaron. Todo comenzó a denigrarse en las últimas décadas. Sin forzar las precisiones de fecha se inició un retroceso lento pero seguro en la economía, en la política, en la salud y, por supuesto, en la educación. Pero ahora se suma la “demagogia educativa”. Eliminar los aplazos en la escuela primaria y otros cambios que se pretenden en la Provincia de Buenos Aires, flexibilizar el régimen educativo en general aumentan esa denigración.
Porque en primer lugar no se premia al que pone su energía, sus ganas, su entusiasmo en aprender. Da lo mismo. El mensaje de las autoridades es muy peligroso. “ Si no estudiás, si no mejorás, no pasa nada, igual pasás de grado”. Se iguala al que se rompe por progresar con el que se rasca el ombligo. El que estudia es un idiota. De igual manera a lo que sucede entre los adultos. Cumplas o no cumplas con las leyes igual no se te tiene en cuenta, no pasa nada o pasa poco.