Por: Daniel Muchnik
Este país se hizo -hasta hace un tiempo precioso- en base a la cultura del esfuerzo. Los inmigrantes rurales o urbanos se deslomaron para que sus hijos encontraran las oportunidades laborales e intelectuales que ellos no habían podido conseguir. Los abuelos tenían en claro que sin esfuerzo no podía haber logros.
Para mis antepasados la educación era un bien preciado, que permitía insertarse en la vida social, alcanzar un lenguaje de intercambio, perfeccionarse, ilustrarse, crecer. Acceder a las profesiones liberales. El lema imperante era “ saber es poder”. Poder no como intencionalidad psicológica. Poder como dominio de la realidad, como posibilidad para ser mejor.
Pero aquel país al que llegaron se convirtió en otro, muy distinto. Y los valores cambiaron, o se trastocaron o se humillaron. Todo comenzó a denigrarse en las últimas décadas. Sin forzar las precisiones de fecha se inició un retroceso lento pero seguro en la economía, en la política, en la salud y, por supuesto, en la educación. Pero ahora se suma la “demagogia educativa”. Eliminar los aplazos en la escuela primaria y otros cambios que se pretenden en la Provincia de Buenos Aires, flexibilizar el régimen educativo en general aumentan esa denigración.
Porque en primer lugar no se premia al que pone su energía, sus ganas, su entusiasmo en aprender. Da lo mismo. El mensaje de las autoridades es muy peligroso. “ Si no estudiás, si no mejorás, no pasa nada, igual pasás de grado”. Se iguala al que se rompe por progresar con el que se rasca el ombligo. El que estudia es un idiota. De igual manera a lo que sucede entre los adultos. Cumplas o no cumplas con las leyes igual no se te tiene en cuenta, no pasa nada o pasa poco.
Pregunta: ¿qué se pretende cambiar, a quién se quiere favorecer? O, mejor dicho, ¿qué tipo de sociedad se desea?, ¿un grupo humano donde todo da igual, trabajar o no trabajar, esforzarse o no hacerlo?
Por supuesto que la escuela primaria (y la secundaria) no atrae a los chicos. En primer término los programas no están adaptados a los nuevos tiempos. En segundo término los docentes no están preparados para encarar alternativas novedosas y enseñan mecánicamente. En tercer término la educación no se correlaciona con las necesidades del país. El país requiere alfabetos, no analfabetos. Ciudadanos que perfeccionen sus habilidades y, una vez logrado eso, se los premie, se les aporte. Pero ¿por qué no se empieza por ese aspecto y no por otro?, ¿por qué favorecer al que no hace nada? Este sinsentido se traduce en la economía, en la política, en todos los aspectos cotidianos de la vida ciudadana. Los punteros políticos se frotarán las manos con los semi-analfabetos en las elecciones decisivas.
Una escuela es una sociedad en pequeño. Tiene que haber alicientes, límites y castigos si no se cumple con las normas de convivencia. Los alicientes son para los comprometidos, para los que quieren ser mejores. Esto no es darwinismo como creen superficialmente algunos, esto forma parte de una sociedad que necesita estar organizada.
Las propuestas de la “demagogia educativa” reflejan un país donde no se cumplen las leyes, donde no se respetan las normas, donde reina el “ ma’ si, dale”. Y así nos va. Sumado a un gobierno nacional y a algunos gobiernos provinciales donde la división de poderes y la rendición de las cuentas públicas no existen, donde nada se cumple como corresponde.
¿Hay chicos con problemas , con dificultades? Formemos docentes que se dediquen especialmente a ellos. Y que les exijan esfuerzo, autenticidad. ¿ Hay que cambiar los métodos de enseñanza? Cómo no. Hay que llamar a los especialistas y encarar esta sabia propuesta.
Del mismo color y sentido tienen los Planes Fines y Progresar. Ya nos ocupamos oportunamente de ello y las autoridades contestaron que estábamos equivocados. Mientras tanto sigue la deserción en la escuela secundaria y se agranda el bolsón de los “ni-ni”, de los que ni estudian ni trabajan.
En el Día del Maestro recordemos a Sarmiento, para algunos figura desgastada pero que fue un ejemplo de periodista comprometido y combativo, un político desenfadado y constructivo al mismo tiempo, un presidente de lujo y un hombre que dejó el sillón de Rivadavia sin quedarse con un peso de las inmensas arcas públicas que supo manejar. Exaltemos lo mejor que Sarmiento legó: educar, guiar, dar alternativas, mejorar la condición social.