Por: Daniel Muchnik
Si uno cree en la división de poderes, en la necesidad de un país racional, en la búsqueda de institucionalizar y dar todo el empuje para alcanzar la vida republicana, el 1º de marzo no fue un buen día. En las horas del mediodía, cuando el Presidente de la nación hizo un balance contundente de lo que dejó la anterior gestión y comentó lo que se propone hacer, se evidenció una imagen trágica de la denigración social en la Argentina.
El griterío de los cristinistas, sus abucheos, sus insistentes silbidos, los carteles que exhibían, las interrupciones al discurso de apertura de sesiones del Congreso, inyectan una buena dosis de escepticismo para alcanzar los objetivos de un país como el que se merece la sociedad después de doce años de populismo. Y un desborde, con la total falta de respeto a la institución. Todo considerado por el ex ministro de Economía, Alex Kicillof, que sonreía mientras repercutían los gritos.
A esa incómoda protesta le siguió la respuesta de la barra oficialista, que, parada, vivó al “Sí, se puede”. Ni siquiera bastó que el presidente Mauricio Macri les dijera a los ex aplaudidores de Cristina Fernández: “Hay que respetar los resultados de las elecciones democráticas”, para que se callasen.
Todo configura una muestra que la grieta persiste. La violenta separación entre una Argentina y la otra. Habrá que esperar mucho tiempo para que se cierre, porque no soportan a los recientes responsables del poder. A los nuevos los llaman “nenes bien”, “oligarcas apartados del pueblo”, “casados con el neoliberalismo”, “agentes del capitalismo”, “gente que no respeta las necesidades populares”. Hablan desde un mediocre e impiadoso neoprogresismo que alabó a intendentes eternos, a sindicalistas enriquecidos, a militares con un pasado dudoso y peligroso, a ministros corruptos y a una conducción venal.
Militó con ellos un neoprogresismo que en su momento fue la izquierda, con un discurso digno de los años sesenta y setenta. Tejieron una cobertura que fue un envoltorio de consignas para justificar a los que hacían política con el firme interés de hacerse millonarios. Fueron los que aceptaron cualquier cosa con tal de no irritar a los piqueteros que cerraban las calles, las rutas y las avenidas cuando se les antojaba y a las organizaciones mafiosas. A los que tapaban la realidad e inventaban estadísticas a su favor. A los que no quisieron actuar porque concluyeron como cómplices de las fuerzas policiales con el narcotráfico.
Los populismos en América Latina y en Europa (los del movimiento Podemos en España, por ejemplo) están perdiendo terreno rápidamente. En Bolivia se pincha, con votos democráticos, la pretensión de Evo Morales, que quiere casarse para siempre con el sillón presidencial. Una revelación periodística lo acorraló, por lo que se lo acusa de ocultamiento con mentiras de un hijo del cual no se sabe si está vivo o muerto, más los negocios millonarios que conducía una ex pareja.
En Venezuela, al chavismo inepto se le enfrenta una oposición fragmentada, pero decidida a que todas las duras privaciones (la comida, la vida democrática) terminen de una vez por todas. En Brasil, el Partido de los Trabajadores, una izquierda populista y transformadora, derivó, con los años, en un muestrario de corrupción, estafas y robos al erario público. Incluyendo a figuras que en su tiempo fueron inmaculadas y ahora pasan sus días en la cárcel sospechadas de varios delitos. Dilma Roussef, la presidente, camina en la cornisa, sin sostén de la sociedad.
El Parlamento argentino no siempre estuvo libre de acusaciones desde la organización nacional a partir de la redacción de los códigos y la gestación de un Estado dispuesto a ser una nación envidiable. Hubo un Parlamento donde, en la década del treinta (la “infame”), un ciudadano vinculado a la Policía, pero dependiente de algunos ministros maltratados con las acusaciones de Lisandro de la Torre por el negocio de las carnes de los frigoríficos ingleses, intentó matar, en el recinto, al líder de la democracia progresista. Terminaron asesinando a su mano derecha, un legislador santafesino que se interpuso en el ataque y llevaron a Lisandro de la Torre a la desesperación, a la culpa y al suicidio.
Hubo un Parlamento durante el primer peronismo donde se lucieron los oradores de distintos partidos y se discutió todo con pasión, aunque algunos líderes políticos de la oposición terminaron presos y enviados a la cárcel.
Hubo una falta de Parlamento, aunque dirigido ficcionalmente por militares, durante la dictadura de 1976-1983. Hubo un Parlamento con la vuelta a la democracia, donde la vida política repercutió en las polémicas mantenidas por senadores y diputados desde 1983 en adelante. Hubo un Parlamento que justificó el desmantelamiento del Estado a lo largo de la década del noventa y otro Parlamento ejecutivo que mantuvo las manos en el timón a lo largo de la larga crisis del 2001-2002.
Finalmente, llegó un Parlamento con el kirchnerismo y el cristinismo que actuó como escribanía de las decisiones emanadas en la Casa Rosada. Y que aprobó la estatización de todo lo que había privatizado el anterior peronismo menemista. Con una parafernalia de papel picado y globos de colores y gritos partidarios del oficialismo desde los palcos cada vez que visitaba el lugar la Presidente de la nación.
Un show estridente, colorido y gritón que ahora quiso volver a ofrecer el cristinismo el 1º de marzo. Vieja y triste historia de desprecio al Parlamento.