Poco antes del ataque a la Amia almorcé con el embajador iraní en Argentina, como parte de una rutina semanal de mi diario.
En esa charla, le pregunté a Hadi Soleimanpour si creía que la política de enfrentamiento con Occidente era lo mejor para su pueblo. Su respuesta fue frontal y brutal: “Si no nos opusiéramos a Estados Unidos, ni siquiera nos tendría en cuenta. De este modo, somos una amenaza latente que tiene que respetar y considerar”.
Si bien la charla era off the record, me pareció una respuesta demasiado descarnada y sincera para un diplomático. Pero luego comprendí que Irán quería que se supiese universalmente que esa era su línea inamovible de política exterior. Desaparecida la URSS, transformarse en el nuevo demonio era una alternativa no solo interesante, sino imprescindible en la concepción persa.
Irán ha seguido esa línea al pie de la letra en la región. Con la diplomacia, con el financiamiento del terror, usando su disfraz de nación cuando le conviene y su ropaje de islam cuando quiere atravesar y romper todas las convenciones.
No hay que confundir la fe individual con el concepto liminar político del ayatollah Ali Khamenei: la creación de un califato islámico. Lo que originalmente fuera un desvarío de un sector de descarriados, los chiitas, tanto en las formas como en el fondo, hoy es credo en casi todas las ramas y las sectas musulmanas: La yihad, que originalmente era una obligación religiosa, hoy se interpreta casi unánimemente como la obligación de todo musulmán de morir para imponer el islam. La yihad ya no es religión. Es política. Continuar leyendo