Por: Dardo Gasparre
En 1985 visité la URSS comunista. No me impresionaron ni la opresión, ni la dictadura, ni las restricciones policiales a la libertad. Me impresionó el peso tremendo y el accionar de la burocracia. Colegí que era lo peor del comunismo, la mayor restricción a la libertad y la peor dictadura que se podía imponer a una sociedad.
A mi regreso escribí varias notas sobre ese tema y lo comenté en algunas de mis columnas en radio y TV. Treinta años después encuentro en mi país lo mismo que en la URSS.
Cuando despotricamos contra el gasto público lo hacemos en general por el sobrepeso económico que pone sobre el sector productivo y el efecto redistributivo injusto que tiene en la sociedad. Pero gasto público es también sinónimo de burocracia, ya que inexorablemente se traduce en aumento de personal en las administraciones públicas.
Y lo peor que tiene la burocracia – y los burócratas – es la necesidad de justificar su existencia, de controlar, de buscar una excusa para poder usar discrecionalmente el sello de goma, como sabe cualquiera que haya estado frente a algún empleado público, tan brillantemente sintetizado por Antonio Gasalla.
Desde el Primer burócrata, que es el Presidente de la Nación, hasta el último pinche, el estatismo necesita justificar su existencia. Esto lo logra, o intenta lograrlo, de dos formas: protegiendo y prohibiendo, vía sus ejércitos de inútiles.
Como tan precisamente lo describiera Tocqueville, el Estado extiende sus manos protectoras sobre los ciudadanos y lanza una maraña de leyes minuciosas, obsesivas, puntillosas, neuróticas y paralizantes para cuidarlos y procurarles el bienestar que supuestamente ellos no saben ni pueden proveerse.
No hace falta un esfuerzo de imaginación para ejemplificar estos dichos, porque nuestro país ofrece una magnífica demostración de ellos, en especial en los últimos diez años. Ni hace falta aclarar que el efecto de todas esas leyes, además de los costos que recaen sobre la sociedad productiva, son siempre enervantes (agarre el diccionario) de la voluntad, la creatividad y la competencia. Y definitivamente, matan el esfuerzo, la creatividad y excelencia.
No se debe caer en el error de creer que este comportamiento obedece a alguna ideología. La burocracia y el burócrata necesita actuar de ese modo, porque esa es su razón de ser.
El otro tic de la burocracia es el control y la prohibición. Ahí es donde más se luce. Los funcionarios no atinan a concebir otra solución para los problemas de la realidad que arrojar leyes, resoluciones, prohibiciones, crear formularios, mecanismos de vigilancia, de información, que terminan resultando no solamente costosos, sino que afectan las libertades más elementales.
Como toda esa maraña se teje paulatinamente, el ciudadano no alcanza a percibir la esclavitud a la que es sometido. Un ejemplo sumamente fácil son las normativas de la AFIP, que llegan a ser cambiadas hasta un instante antes de un vencimiento, en un proceso definitivamente kafkiano, palabra que no puede dejar de aplicarse a la burocracia.
A medida que estos procedimientos fracasan, como es predecible, los burócratas no cesan y doblan la apuesta. Utilizan el peso del Estado para amedrentar, presionar, procesar, encarcelar, expropiar, restringir derechos, asustar a los factores económicos de modo de hacerlos hacer lo que creen que deben hacer. El comportamiento que brillantemente describiera Ayn Rand en La Rebelión de Atlas es atemporal. Está en el alma del burócrata. Y termina en la muerte de la sociedad por inanición.
Por eso cualquier estatismo desemboca sin alternativas en la pérdida de todas las libertades. A medida que los burócratas aumentan, este comportamiento se acentúa. Es decir, que hemos llegado a las situaciones que hoy sufrimos no sólo por la filosofía de un gobierno o de una conducción, sino por el crecimiento sistemático de la burocracia.
Otra característica de los burócratas es la capacidad para atraer ladrones privados, que se montan sobre sus controles para hacer “negocios” con el Estado, o para conseguir protección, sobre todo, protección de la competencia de exitosos más capaces. Esto lo logran a veces hasta sin pagar coimas, porque al burócrata le apasiona conseguir la igualdad y la no competencia mediante la emisión de leyes, y en especial, mediante el ejercicio directo de su poder sin ley alguna.
Porque el burócrata desprecia la ley, en el fondo. Ama sentir el poder personal de ese amedrentamiento, de tener en su puño a un sector, una industria, y sobre todo, a un exitoso. Quiere ser la ley. Quiere sentir el orgasmo de imponer su decisión personal sobre los que valen más que él. Es un impotente armado de un sello de goma.
En definitiva, un burócrata es un secuestrador y un torturador intelectual. Por eso la filosofía montonera les viene tan bien a muchos funcionarios actuales.
No se queje de los vagos. Es mejor que no vayan a trabajar.