Por: Dardo Gasparre
Como es notorio, el Gobierno ha elegido el camino de lo que llama gradualismo, normalización o gobernabilidad. Sin analizar lo acertado o no de la decisión —lo que ya he hecho, junto a otros notorios pesimistas—, este camino tiene efectos o defectos que también hemos puntualizado en esta columna, aun antes del triunfo de Cambiemos.
Cuando se ataca gradualmente al minotauro salvaje y corrupto del gasto, un animal antediluviano multipartidario y libre de toda ideología, el sistema pone en funcionamiento todos sus recursos de supervivencia, como cualquier cucaracha haría.
Si se resuelve el problema del cepo y el atraso cambiario, de inmediato aparecen pedidos de ayuda para salvar a las “víctimas” de los efectos colaterales de la medida. El Gobierno, como en una tragedia griega, hace inexorablemente lo que se sabe que hará, aunque no deba hacerlo. Entonces, vienen los parches que suavizan la medida, que en el fondo la neutralizan y crean mayor déficit.
Si se regulariza el laberinto infernal de los subsidios a las tarifas, sólo una mínima recomposición de los términos relativos, aparecen las protestas sectoriales y entonces se lanzan subsidios, créditos especiales, planes de rescate y otros. Lo que crea nuevo déficit. Por supuesto que como esos efectos están descontados en las paritarias, también golpean en los aumentos de sueldo, con lo cual los costos privados y estatales aumentan, y con ellos el déficit.
Si se despide a un número mínimo de empleados del Estado claramente ñoquis, y en el sector privado se produce alguna reducción leve como consecuencia de la absorción de base monetaria inevitable, rápidamente nacen protestas y leyes anti-antidespidos que obligan a negociaciones, concesiones, acuerdos, pactos sociales y otras medidas obsoletas, con costos que aumentan el déficit.
Siguen luego los planes del tipo Repro (Programa de Reproducción Productiva) y similares en los casos de quiebras o inviabilidad de empresas, que terminan en la exageración de Cresta Roja, que sigue viviendo del Estado, aunque su debacle no tuviera nada que ver con medida alguna de este Gobierno.
Debe ser sumamente agotador para el Gobierno dedicar tanto tiempo todos los días para neutralizar el efecto de las propias medidas que toma justamente para neutralizar el efecto de las medidas ajenas.
En igual línea está cualquier aumento relacionado con la reducción de retenciones, que de inmediato requiere una nueva intervención estatal para anular, aunque sea parcialmente, el efecto de la medida que tanto costó tomar. Por eso se explica el triste espectáculo de funcionarios y entidades atacando a los formadores de precios, unos canallas que han elegido Argentina para hacerla víctima de las peores maldades.
La suba de tasas, imprescindible en el corto plazo para contener la inflación al no bajar el gasto, produce, a su vez, efectos que, tras criticados, son subsidiados con algún crédito barato, moratoria o parche impositivo. Otra vez más costo fiscal.
No falta demasiado para que se pida una limitación de exportaciones para cuidar el consumo interno, lo que será resuelto con más sacrificio fiscal. En el caso de las importaciones, el proteccionismo sigue tan rígido como antes de asumir Cambiemos; basta ver el grosero juego de influencias y amenazas desplegado por la mayor productora de tubos de acero del país porque una licitación se adjudicó a alguien que usaba caños que costaban casi un tercio que los suyos.
El proteccionismo y los beneficiarios del gasto superfluo del Estado se están comportando como era previsible que lo hicieran, con la complicidad del sindicalismo, socio permanente de ambas lacras. El gradualismo, con el apodo que fuera, es lo mejor que les podría haber pasado. Todos los costos que la sociedad, no el Gobierno, está pagando y seguirá pagando tienen que ver con esa decisión central.
Y como fondo de la salsa, las enormes concesiones que deben hacerse a los gobernadores, los intendentes y los sindicalistas para conseguir aprobación de algunas medidas, o al menos una cierta tolerancia en otras. También con costo fiscal.
Esto tiene consecuencias económicas profundas. La recomposición de los términos relativos tiende a neutralizarse con todos los parches. El déficit no baja adecuadamente y entonces pone presión sobre la emisión-inflación y la carga impositiva. El tiempo del idilio pasa y el del desgaste se acerca, que es lo que espera el enemigo gastador serial y prebendario empresario.
Y entonces vuelve a surgir, como tantas veces, la metáfora del lecho de Procusto, la manta corta de la que la víctima tironea desesperadamente, hasta que el posadero corte todo lo que sobra del cuerpo social, sin afectar jamás a los causantes de semejante desgracia.
Esa recomposición de los términos relativos, junto con el mantenimiento de la inflación en niveles bajos y previsibles, es esencial a la inversión, o sea, esencial al crecimiento. Y el crecimiento es el único camino que le queda al Gobierno luego de haber elegido el gradualismo o la normalización, como tenga ganas de apodarlo.
Justamente porque esa inversión se demorará si no se solucionan esas normalizaciones neutralizadas, es absurdo celebrar cualquier lluvia de dólares que venga al país, sea vía un blanqueo prematuro, como se piensa, sea hot money golondrina, o por endeudamiento liso y llano. Porque a este paso y con esta normalización que tiende al gatopardismo, esos dólares terminarán presionando hacia abajo el tipo de cambio y entonces el paso siguiente será la queja porque no se puede exportar, y el círculo (no el rojo, precisamente) se habrá completado.
No le hacen un favor al Gobierno los samaritanos de la tolerancia que predican que se le dé más tiempo. Tampoco se lo hacen al país. El favor se lo hacen a los que quieren que nada cambie.