Una corriente de opinión se ha impuesto, sin mayores dificultades, en distintas esferas de la vida nacional. Según sus más destacados exponentes, el Estado y la sociedad colombiana no tienen nada de que enorgullecerse. En Colombia no hay democracia y el Estado carece de legitimidad.
Somos un país de asesinos dijo un poeta en un momento de iluminación “histórica”. La nuestra es una sociedad forjada a punta de guerras y violencia, de tal forma que pareciera que llevamos incrustado el chip de la maldad en nuestro árbol genealógico.
Eso que algunos llaman la autoestima colectiva, tan importante para no vivir cabizbajos, es materia escasa en colegios oficiales donde profesores adoctrinados en el marxismo caricaturizan nuestro pasado. Tampoco se encuentra en aceptable cantidad en sectores de las élites, que en actitud esquizofrénica reniegan de las instituciones mientras disfrutan de los placeres del mundano capitalismo.