Si uno se detiene a mirar el signo ideológico de quienes han sido distinguidos con el premio Nobel de la Paz encuentra de todo, desde fieros guerreros a nacionalistas extremistas, líderes religiosos, comunistas, personalidades de izquierda y de derecha.
Yasser Arafat, que preconizó el terrorismo contra Israel y los judíos, Menahem Begin un ortodoxo judío y el dictador egipcio Anwar Al-Sadat que firmaron la paz después de varias guerras. Obama por haber pronunciado un discurso conciliador entre Occidente y Oriente en El Cairo. La activista birmana Aung San Suu Kyi por su resistencia contra la dictadura militar. La líder indígena guatemalteca Rigoberta Menchú y hasta un militante comunista, el argentino Adolfo Pérez Esquivel.
La bandera de la paz la esgrimen casi todas las tendencias ideológicas, partidos muy diversos, todas las religiones. Pero no todos los gobernantes pueden hablar en su favor siempre, pues las constituciones les obligan a acudir a la guerra para defenderse ante una agresión.
No es pues razonable la idea de agrupar en la derecha o en la izquierda ni en sus respectivos extremos a quienes hablan y proponen la paz o hacen la guerra. Los comunistas, desde el manifiesto de 1848, por ejemplo, han validado la violencia revolucionaria y la guerra para conquistar y realizar sus ideales. Igual sucedió con los nazis y fascistas. El dictador de la Unión Soviética, José Stalin, instituyó el premio de los Pueblos a la paz como una alternativa al Nobel de Paz, mientras adelantaba su carrera armamentista y patrocinaba la guerra en distintos países. A la guerra y a la paz apeló Estados Unidos en defensa de la libertad y la democracia y por ahí derecho para imponer o deponer gobernantes según sus intereses.
Es decir, ni la guerra ni la paz son categorías absolutas que remiten a una sola tendencia del espectro político. Por eso, resulta insólito clasificar a los colombianos en la derecha o en la izquierda o en sus extremos según se expresen en relación con el curso de las conversaciones que adelantan el gobierno y la guerrilla de las Farc en La Habana.
El presidente Juan Manuel Santos fue quien comenzó a usar el recurso macartista de llamar “extremoderechistas” a los que consideraba “enemigos de la paz”. De esa forma, encasilló a todos los que, con diversos argumentos y desde distintos ángulos, han formulado críticas a la negociación como tal y a los términos con los que el gobierno accedió a sentarse de nuevo con esa guerrilla. Hoy ha convertido en enseña de su reelección la bandera de la paz a pesar de haber invitado a no hacer política electoral con ella.
En la galería política y en los medios abundan los defensores de esta forma de estigmatizar a los críticos y opositores. Pienso que entre los defensores de la negociación hay de todo. No creo, por ejemplo, que el presidente Santos se haya volteado hacia la izquierda, ni siquiera ronda por el centro o por la derecha culta. No es un extremista para ningún lado, es un político capaz de hacer lo que sea con tal de alcanzar la gloria y el pedestal de los inolvidables.
En un alarde de pobreza argumental, el director de la revista El Malpensante, que funge de adverso a todo fundamentalismo y dogmatismo, Andrés Hoyos, en su última columna en El Espectador decidió que los críticos de la paz son de extrema derecha.
Si nos atenemos al método del irreverente Hoyos, entonces los que hablan en favor de la paz son de izquierda o de extrema izquierda. Por tanto, personajes como Juan Fernando Cristo, Ernesto Samper, Roy Barreras, Roberto Gerlein, el iletrado Simón Gaviria o el cardenal Rubén Salazar o el exitoso burócrata Silva Luján y hasta habitantes del barrio El Chicó, son izquierdistas o al menos, “progres”.
Sería muy bueno que los amigos de la paz a cualquier costo, de cualquier tendencia, nos ayuden a disuadir el temor que despiertan las tesis del ideólogo de la paz, el filósofo Sergio Jaramillo: 1. Haber igualado a la guerrilla con el estado colombiano. 2. Haber validado el discurso de las causas objetivas del conflicto y por añadidura que en la base del mismo está el problema de la tenencia de la tierra. 3. Sostener que en La Habana en cosa de meses (no de años) no se firmará la paz, porque esta no es un acto sino un proceso, no es el cese de hostilidades sino la resolución de los conflictos sociales. 4. En consecuencia con la anterior, ofrecer la apertura de un periodo de transición de diez años durante los cuales se pondrán en marcha los acuerdos. 5. La ocurrencia de crear zonas de reserva campesina con más de un millón de hectáreas donde se refugiará y gobernará la guerrilla sin dejación de armas (bastante parecido a la zona de distensión de El Caguán) y, 6. Proponer la creación de circunscripciones electorales de paz en territorios conflictivos con la ilusa idea de que es para campesinos excluidos.
¿Por qué es extremoderechismo exigir a las guerrillas el cese del vulgar matoneo de policías, de atentados contra la infraestructura nacional, de ataques a civiles con sus bombas artesanales y de producción de toneladas de coca?
¿Es que no tenemos derecho, sin ser espetados de extremistas, como hizo Hoyos con el candidato presidencial Óscar Iván Zuluaga, de hacer reparos ante la perplejidad de nuestros negociadores con el envalentonamiento de los líderes farianos?
Las recientes declaraciones del presidente Santos, comandante supremo de las Fuerzas Militares en el sentido de que “pensaría dos veces” ordenar un ataque contra el jefe guerrillero Timochenko, refrendadas por su ex ministro consejero, Lucho Garzón, persona clave en la campaña de reelección que dijo, sin pestañear ni titubear: “No toquen a Timochenko ni toquen la reelección del presidente Santos”, ¿no son como para tener los pelos de punta?
Ni con insultos ni con amenazas de imposición lograrán acallar las voces críticas.
Darío Acevedo Carmona, Medellín 14 de abril de 2014