Tarde -como sucedió con la AUH- el Gobierno reconoce el drama social que sufren los jóvenes excluidos, quienes se han convertido en el sector más crítico de la pobreza en nuestro país. Abandono escolar y baja calidad educativa, embarazo adolescente, desocupación y adicciones forman un círculo de hierro del que muchos no pueden escapar y que reproduce la pobreza entre generaciones. Ninguno de estos eslabones es la responsabilidad de nuestros jóvenes. Desde su historia familiar, pasando por la baja calidad de la escuela pública, los ghettos urbanos en los que viven, la falta de políticas de salud sexual y la carencia de herramientas laborales, su vida está determinada desde la cuna. El aumento de los Ni-Ni en estos años muestra inconsciencia y ausencia del Estado sobre este problema dramático. El ProgresAR viene a generar un incentivo a uno de los eslabones de la cadena de la exclusión: la educación.
Pero un subsidio no asegura la inclusión. Los jóvenes no abandonan la escuela sólo por razones económicas, sino también por causas muy complejas que van desde carencias nutricionales y afectivas de la infancia hasta la falta de incentivos en su medio social. Ninguna de estas carencias puede ser solucionadas con un subsidio económico tardío.
Por ello es que si el ProgresAR va a servir para incluir a un millón de jóvenes, debe ser parte de un programa más amplio que incluya tutorías educativas y afectivas y diálogo con los padres, un seguimiento cuidadoso del rendimiento escolar de los chicos y una evaluación rigurosa del impacto del programa sobre sus vidas. Si los jóvenes no pueden completar su educación por sus carencias heredadas y pierden el subsidio o si lo siguen cobrando a pesar de no concurrir a la escuela, seguirán siendo excluidos y agregaran una frustración más a las muchas que ya tienen.