Por: Eduardo Amadeo
Tarde -como sucedió con la AUH- el Gobierno reconoce el drama social que sufren los jóvenes excluidos, quienes se han convertido en el sector más crítico de la pobreza en nuestro país. Abandono escolar y baja calidad educativa, embarazo adolescente, desocupación y adicciones forman un círculo de hierro del que muchos no pueden escapar y que reproduce la pobreza entre generaciones. Ninguno de estos eslabones es la responsabilidad de nuestros jóvenes. Desde su historia familiar, pasando por la baja calidad de la escuela pública, los ghettos urbanos en los que viven, la falta de políticas de salud sexual y la carencia de herramientas laborales, su vida está determinada desde la cuna. El aumento de los Ni-Ni en estos años muestra inconsciencia y ausencia del Estado sobre este problema dramático. El ProgresAR viene a generar un incentivo a uno de los eslabones de la cadena de la exclusión: la educación.
Pero un subsidio no asegura la inclusión. Los jóvenes no abandonan la escuela sólo por razones económicas, sino también por causas muy complejas que van desde carencias nutricionales y afectivas de la infancia hasta la falta de incentivos en su medio social. Ninguna de estas carencias puede ser solucionadas con un subsidio económico tardío.
Por ello es que si el ProgresAR va a servir para incluir a un millón de jóvenes, debe ser parte de un programa más amplio que incluya tutorías educativas y afectivas y diálogo con los padres, un seguimiento cuidadoso del rendimiento escolar de los chicos y una evaluación rigurosa del impacto del programa sobre sus vidas. Si los jóvenes no pueden completar su educación por sus carencias heredadas y pierden el subsidio o si lo siguen cobrando a pesar de no concurrir a la escuela, seguirán siendo excluidos y agregaran una frustración más a las muchas que ya tienen.
No existe un sólo programa social oficial que haya sido evaluado con un mínimo de seriedad. El “Manos a la obra” y el “Trabajar” se han convertido en fuentes de clientelismo que derrochan centenas de millones de pesos sin que pueda saberse si han mejorado en algo la vida de sus ” beneficiarios”.
Uno de los peores vicios del clientelismo o de los programas sociales parciales es que -como lo demuestra la experiencia argentina- subsidio no es siempre inclusión. La AUH ha mejorado significativamente el acceso a bienes básicos por parte de muchas familias, pero no ha logrado resolver muchas de las condiciones de vida que les impiden acceder a la movilidad social.
Ya hemos mencionado lo que le sucede a los jóvenes, a lo que se puede agregar el deterioro general del acceso a los bienes públicos (salud, transporte, seguridad y justicia) y privados (empleo de calidad) que relativiza el valor de la transferencia monetaria para tener una mejor calidad de vida. El deterioro de la familia tradicional, la masividad de hogares con jefatura femenina agregan abandono y limitaciones al afecto que los chicos necesitan para desarrollarse en la vida.
Por todo ellos es que podemos afirmar que una buena política social no consiste sólo en subsidios. Es una mirada integral sobre la dignidad de las personas que quiere potenciar sus capacidades y no someterlas a la política. Es una buena administración que sabe evaluar impacto y corregirse cuando es necesario. Es un acuerdo político que permite la continuidad de las buenas acciones en el tiempo. Finalmente- pero no menos importante- es un marco de política económica que asegura estabilidad y trabajo a los que los necesitan.