Es francamente muy notable que en un Gobierno que hace de diversos enunciados progresistas su razón de ser (y que por lo mismo anatematiza sistemáticamente al “neoliberalismo”), la importancia y calidad de los bienes públicos haya caído a los niveles más bajos de nuestra historia. Los bienes públicos, o sea aquellos cuyo uso está disponible para todos, son primordialmente una responsabilidad del Estado, y son una herramienta esencial en la lucha por la equidad y aun por la competitividad. Son bienes públicos tradicionales: la infraestructura, la defensa, pero también la educación y la salud. Si miramos el desempeño de estos bienes públicos en estos 10 años, el resultado no puede ser más desolador (e injusto): la infraestructura económica destruida (energía, rutas, trenes), la defensa inexistente y la educación con los resultados que hemos visto en la última medición de PISA.
Los resultados de PISA merecen varias lecturas. Era obvio que luego de la crisis, la pobreza se metió en la escuela; y sus efectos fueron desbordando la capacidad del sistema para lograr más inclusión y capacidades en los alumnos. Pero 10 años después (y un enorme aumento de recursos que hoy llegan al 6% del PBI), una tras otra las evaluaciones muestran el fracaso y su impacto sobre la vida de los alumnos. Durante un tiempo el Gobierno siguió el peor de los caminos: negar el valor de las evaluaciones y no pensar en términos de cambios profundos en el paradigma y modos de funcionamiento del sistema. No avanzó sobre nuevos instrumentos legislativos, no pensó en escuchar voces diferentes, no rompió moldes en modos de encarar la pobreza y su impacto perverso.