Las empresas, como núcleo de la actividad económica, comprenden muchas veces la importancia de la formación de sus colaboradores (empleados, directivos y hasta proveedores). Esto lo perciben, fundamentalmente, como una inversión que tiene su repago económico, más allá de su impacto social positivo. Así, muchas organizaciones suelen embarcarse en el esfuerzo de llevar adelante la capacitación de sus empleados. Para ello es necesario invertir tanto en el dictado de los cursos como en el tiempo destinado por las personas para recibirlos. Esta decisión pone a la empresa frente a la oferta educativa existente, que tiene algunos limitantes estructurales. Por un lado, difícilmente responda a requerimientos específicos de los puestos a formar y, por otro, los programas de capacitación preexistentes no suelen tener vínculo con la actividad real de la empresa.
Es fundamental que haya una conexión directa entre la formación y la actividad real de las empresas, especialmente para rangos bajos y medios. Sin ella es difícil que el operario comprenda en forma acabada su función y se sienta capaz de realizarla. La dificultad radica en que son sólo algunas pocas compañías las que, por su tamaño, tienen la escala que les permite generar programas de formación que articulen el dictado de clases teóricas con la experiencia práctica en el puesto. La gran mayoría de las empresas quedan fuera de esta posibilidad y deben conformarse con el “enlatado” que representa la oferta educativa preexistente.