Nuestra economía atraviesa un trance muy delicado. Padece un cuadro de estanflación y su mercado laboral se ve expuesto. Arrastra una restricción externa instalada -retornándose a un nivel muy agudo de retraso cambiario-, siendo que las implicancias del fallo de Griesa -actuales y potenciales- pueden agravarla, incluyendo la obstaculización de la vuelta a los mercados financieros que se estaba buscando. En un marco así, no hay que descartar mayores presiones sobre las reservas internacionales, el tipo de cambio oficial y los “terceros” cambios de sobra conocidos.
Un contexto como el descripto, objetivamente, posiciona un grado de incertidumbre no trivial en el horizonte inversor. Con expectativas inversoras afectadas -por indicios palpables, y no por un mero psicologismo romo-, ciertos estímulos que se piensen para mejorar la alicaída actividad, pueden, paradójicamente, pegar más en materia inflacionaria que en términos de más producción.
Es en este concierto tan erizado, donde las autoridades lanzan la iniciativa de reforma de la ley de Abastecimiento, a la vez que se conoce la intención de aplicar la ley antiterrorista en el caso de la imprenta multinacional Donnelly, que obtuvo su quiebra judicial. Los ruidos de todo esto son enormes. Los tópicos referidos no sólo pesan puntualmente, sino también por sus vastas repercusiones.
Una primera impresión es, si, existiendo ya una ley de Abastecimiento (no exenta de discusiones), no implica una sobrecarga acotadamente oportuna el alentar ahora su reforma. Máxime con contenidos -varios de ellos durísimos- que exhalan un exagerado intervencionismo (vgr., fijación estatal de diversas variables de las empresas), el que agita innecesariamente el fantasma del “desapoderamiento”.
En el caso de la empresa Donnelley, si se confirmara la arbitrariedad de la quiebra decretada, hasta podría ponerse en duda el propio accionar -¿cómplice?- de la justicia. Otra vez, cabría aducir que existen procedimientos judiciales de rango más normal para “arrancar” con la investigación que persiguen las autoridades, como paso previo a la posibilidad de aplicar una categorización tan radical como la ligada a la ley antiterrorista.
Desde ya, hay una lógica en el proceder oficial. En función de los mecanismos macroeconómicos básicos, realmente, la situación económica luce complicada, con incómodas secuelas en el mercado de trabajo. El tema de los fondos buitre añade otro bemol importante. Así las cosas, parecería que el gobierno busca contrabalancear este molesto espectro -que hasta puede acentuarse- intentado robustecer el control político directo sobre la economía, con la esperanza, por esa vía, de poder neutralizar “desmadres”. El gran riesgo de todo esto, es que puede agravarse la incertidumbre inversora y aquellos mecanismos resentirse aun más. Examinado más reflexivamente un fenómeno como el recién señalado, ¿no convendría “bajar un cambio”?