La diplomacia populista

En los años 70, la Argentina, aislada de buena parte del mundo occidental por la violación de los derechos humanos, recostó sus relaciones exteriores y el comercio internacional, en un movimiento que la dictadura creyó una genialidad estratégica, sobre la Unión Soviética.

Cuarenta años después, la Argentina, sospechada entre los países democráticos, dueña de una colección de conflictos evitables con los Estados vecinos, y poseedora de larga lista de demandas en la Organización Mundial del Comercio (OMC) por medidas ilegales en la materia, cayó en el mismo error.

Así, como en aquella época fue la Unión Soviética, por estos años los elegidos han sido Angola, Azerbaiján, Rusia, Irán y China. Muchos de esos acuerdos son pintorescos, porque sencillamente no tienen más efecto que el publicitario. Otros son graves por lo que transmiten, y allí podemos inscribir esos abrazos amistosos con Putin, tal vez el líder global más cuestionado en estos momentos. Pero el caso de China, es especialmente grave, por lo que muestra, por lo que esconde y por lo que proyecta.

Las causas de esta decisión tienen sorprendentes coincidencias con aquellos acuerdos de hace 40 años. Un gobierno que niega su aislamiento, que compra batallas ajenas y que planifica su política exterior en base a dos variables: la necesidad –que tiene cara de hereje-, y la ideologización –un condicionante que pone anteojeras y saca de la vista buena parte de la realidad-.

El Gobierno, preso de la desesperación por el peso de sus propios errores en la economía y encerrado en su ideologización inútil, fue a China a rogar por yuanes y volvió con una parva de compromisos, ventajas comerciales y concesiones con aroma a colonialismo que permiten a los inversores chinos, gozar de prerrogativas a las que no pueden acceder los capitales argentinos.

A los chinos, solo les interesa abastecerse de materias primas, y está muy bien. El problema es que encuentran de este lado del mostrador, en la Casa Rosada, defensores de sus mismos intereses, que con tal de salir de la coyuntura, entregan con moño nuestros recursos naturales.

Esta es una relación perniciosa para el país. Basta mirar a Angola y Nigeria para proyectar las consecuencias, o revisar nuestra propia historia, para encontrarnos con lo que puede ser nuestro futuro. Nunca un acuerdo de esta naturaleza logró equilibrar balanzas comerciales y promover el desarrollo.

Los acuerdos con China van en el sentido contrario. Quienes los firmaron se preocuparon más por abrir la puerta a convenios específicos por área para que los funcionarios puedan, con total discrecionalidad, identificar proyectos y definir los mecanismos de recepción y uso de fondos, que por establecer beneficios para los emprendedores y trabajadores argentinos.

El acuerdo deja tres certezas. Primero, si un inversor chino quiere venir a la Argentina, traer sus trabajadores, máquinas y procesos, extraer minerales y volver a China sin siquiera comprar un tornillo o contratar un obrero en el país, puede hacerlo. Segundo, si un funcionario argentino quiere establecer convenios específicos fuera del escrutinio público, puede hacerlo. Tercero, esto no le hace ningún bien al país. La Argentina debe formar parte de las corrientes de la producción y el comercio mundial, pero debe hacerlo sin afectar a inversores y trabajadores argentinos. 

La economía mundial tiene vínculos cada vez más estrechos, que desdibujan fronteras y estandarizan procesos. La estrategia de los gobiernos atentos a los cambios en el escenario internacional implica aprovechar esas oportunidades, diversificar sus vínculos y ampliar mercados.

Lejos de ello, el kirchnerismo nos deja otro ejemplo de inserción desventajosa en un mundo que ofrece oportunidades para los gobiernos capaces y hace tropezar con las mismas piedras a quienes no leen la historia ni proyectan el futuro.

 

El acuerdo con China, una garantía de subdesarrollo

A mediados de este año, la Presidente tuvo un encuentro híper publicitado con su par chino, Xi Jinping. En esa oportunidad, los mandatarios firmaron una veintena de acuerdos cuyo contenido, en algunos casos, no salió a la luz. Ese secretismo se acabó hace algunos días, cuando siguiendo su tradición de atropellar más que acordar y de imponer más que debatir, el Gobierno envió al Congreso uno de esos acuerdos para su aprobación exprés.

El acuerdo en cuestión es específicamente un convenio macro para inversiones y relaciones comerciales entre los países. Imaginará cualquier argentino informado la importancia de este instrumento, China es la potencia emergente más importante, un socio comercial fundamental para nuestro país y comprador de muchos de nuestros productos estrella, tales como los derivados de la soja. Pero también, China es una potencia que busca legítimamente expandir su influencia en el mundo. Tal es así que a través de mecanismos monetarios, financieros y comerciales, busca extender sus vínculos en esta parte del planeta.

La cuestión central de estos acuerdos es, como siempre, la letra chica, las condiciones que establecen para regular una relación que es hoy muy importante y que sin dudas crecerá en los próximos años. En este sentido, hay dos o tres cuestiones que cualquier país que busca el desarrollo, establece como prioritarias e innegociables.

En primer lugar, que los beneficios otorgados al país con el que se acuerda, en este caso China, no perjudiquen a las industrias y trabajadores nacionales. Es decir, no extender beneficios de los que no puedan gozar nuestras empresas que crean trabajo argentino y los trabajadores de estas empresas.

En segundo lugar, cuando se trata de sectores o actividades económicas que no están desarrolladas en el país, es vital establecer condiciones para transferir tecnología; esto es, abrir puertas para que en unos años, esos productos y esos servicios se puedan crear y prestar desde Argentina, con industrias argentinas, trabajadores argentinos, innovaciones argentinas, valor argentino.

Finalmente, se busca crear condiciones de transparencia que generen credibilidad en Argentina y en el mundo.

Como es de suponer, el secretismo con que se trataron los acuerdos inicialmente y el apuro ilógico con que el Gobierno lo trató en estos días, tiene una razón: ninguna de estas tres condiciones básicas se cumple. Este acuerdo otorga beneficios únicos a China en energía, minerales, manufacturas, agricultura y sistemas de apoyo, tales como centros de investigación y desarrollo. Beneficios de los que no gozamos ni siquiera los argentinos. Como si esto fuera poco, no establece mecanismos para transferencia tecnológica a nuestro país. Es decir que eventualmente, desarrollarán negocios e inversiones sin tener ni siquiera que contar cómo lo hacen.

Finalmente, abre la puerta a negociados, habilitando a los funcionarios de cada área a celebrar acuerdos específicos y eliminando requisitos de licitaciones públicas en casos que podrán involucrar enormes recursos naturales, formidables cantidades de dinero y buena parte del destino del país por muchos años. Los países, como las personas, deben evitar caer dos veces por culpa de la misma piedra. Nosotros, estamos al borde de caer por tercera vez. En los 70 la dictadura creía que en una alianza táctica con la Unión Soviética estaba la clave para prosperar y en los 90 el peronismo sostenía que una relación acrítica con los Estados Unidos garantizaría el progreso. Hoy el Gobierno comete el error de esconderse bajo el ala de China.

No estamos vinculados al mundo cuando nos sometemos a algún país; nos vinculamos al mundo cuando aprovechamos las oportunidades, atraemos inversiones y creamos mercados para emprendedores, trabajadores e innovadores argentinos en condiciones de transparencia, previsibilidad e igualdad. En el siglo XXI, en un mundo globalizado y democratizado, la clave no es una relación preferencial y excluyente, la clave pasa por tener relaciones amplias y coherentes con objetivos precisos. Con este acuerdo el Gobierno aleja un poco más a la Argentina de una inserción en el mundo sana y productiva.

La política exterior cierra un 2014 para el olvido. Al previsible fracaso del acuerdo con Irán, se le suma el vergonzoso proceder en el acuerdo con Chevrón -del que ni siquiera podemos conocer su letra- y este convenio con China, desventajoso por donde se lo mire. Normalmente hablamos de las reformas educativas, económicas o institucionales, pero cuando pensamos el país que queremos, no podemos dejar de pensar cómo deseamos insertarnos en el mundo. Aquí también, quienes creemos seriamente en un país de progreso, necesitamos de acuerdos amplios que establezcan criterios y caminos que permitan recuperar la coherencia de una política exterior que perdimos en manos de improvisados.