Por: Ernesto Sanz
En los años 70, la Argentina, aislada de buena parte del mundo occidental por la violación de los derechos humanos, recostó sus relaciones exteriores y el comercio internacional, en un movimiento que la dictadura creyó una genialidad estratégica, sobre la Unión Soviética.
Cuarenta años después, la Argentina, sospechada entre los países democráticos, dueña de una colección de conflictos evitables con los Estados vecinos, y poseedora de larga lista de demandas en la Organización Mundial del Comercio (OMC) por medidas ilegales en la materia, cayó en el mismo error.
Así, como en aquella época fue la Unión Soviética, por estos años los elegidos han sido Angola, Azerbaiján, Rusia, Irán y China. Muchos de esos acuerdos son pintorescos, porque sencillamente no tienen más efecto que el publicitario. Otros son graves por lo que transmiten, y allí podemos inscribir esos abrazos amistosos con Putin, tal vez el líder global más cuestionado en estos momentos. Pero el caso de China, es especialmente grave, por lo que muestra, por lo que esconde y por lo que proyecta.
Las causas de esta decisión tienen sorprendentes coincidencias con aquellos acuerdos de hace 40 años. Un gobierno que niega su aislamiento, que compra batallas ajenas y que planifica su política exterior en base a dos variables: la necesidad –que tiene cara de hereje-, y la ideologización –un condicionante que pone anteojeras y saca de la vista buena parte de la realidad-.
El Gobierno, preso de la desesperación por el peso de sus propios errores en la economía y encerrado en su ideologización inútil, fue a China a rogar por yuanes y volvió con una parva de compromisos, ventajas comerciales y concesiones con aroma a colonialismo que permiten a los inversores chinos, gozar de prerrogativas a las que no pueden acceder los capitales argentinos.
A los chinos, solo les interesa abastecerse de materias primas, y está muy bien. El problema es que encuentran de este lado del mostrador, en la Casa Rosada, defensores de sus mismos intereses, que con tal de salir de la coyuntura, entregan con moño nuestros recursos naturales.
Esta es una relación perniciosa para el país. Basta mirar a Angola y Nigeria para proyectar las consecuencias, o revisar nuestra propia historia, para encontrarnos con lo que puede ser nuestro futuro. Nunca un acuerdo de esta naturaleza logró equilibrar balanzas comerciales y promover el desarrollo.
Los acuerdos con China van en el sentido contrario. Quienes los firmaron se preocuparon más por abrir la puerta a convenios específicos por área para que los funcionarios puedan, con total discrecionalidad, identificar proyectos y definir los mecanismos de recepción y uso de fondos, que por establecer beneficios para los emprendedores y trabajadores argentinos.
El acuerdo deja tres certezas. Primero, si un inversor chino quiere venir a la Argentina, traer sus trabajadores, máquinas y procesos, extraer minerales y volver a China sin siquiera comprar un tornillo o contratar un obrero en el país, puede hacerlo. Segundo, si un funcionario argentino quiere establecer convenios específicos fuera del escrutinio público, puede hacerlo. Tercero, esto no le hace ningún bien al país. La Argentina debe formar parte de las corrientes de la producción y el comercio mundial, pero debe hacerlo sin afectar a inversores y trabajadores argentinos.
La economía mundial tiene vínculos cada vez más estrechos, que desdibujan fronteras y estandarizan procesos. La estrategia de los gobiernos atentos a los cambios en el escenario internacional implica aprovechar esas oportunidades, diversificar sus vínculos y ampliar mercados.
Lejos de ello, el kirchnerismo nos deja otro ejemplo de inserción desventajosa en un mundo que ofrece oportunidades para los gobiernos capaces y hace tropezar con las mismas piedras a quienes no leen la historia ni proyectan el futuro.