La doble invisibilidad

Quizás por cuestiones culturales o del imaginario predominante, el consumo de sustancias psicoactivas suele asociarse a personas jóvenes. Asimismo, producto de esta construcción social, los estudios epidemiológicos y el foco de las políticas sobre drogas suele estar puesto en mayor medida sobre esta población. Pero tanto los datos como las intervenciones públicas relativas a las personas mayores y el uso de drogas son escasos. ¿Qué sabemos hoy del consumo de sustancias en esta franja etaria? ¿Qué sabemos de los patrones de consumo problemático o dependencia en adultos mayores en la actualidad? Poco, o más bien nada.

El último estudio de consumo en población general realizado por la Secretaría de Programación para la Prevención de la Drogadicción y la Lucha contra el Narcotráfico (Sedronar) data del 2010. Tomando como referencia el uso reciente de drogas (prevalencia mes) dentro de la franja de personas comprendida entre 50 y 65 años, se observa que el 1,1% dijo haber consumido tranquilizantes sin prescripción médica, porcentaje similar a la población de entre 25 y 34 años. Fuentes del Sindicato de Farmacéuticos y Bioquímicos de la Argentina ampliaban la mirada y estimaban que 9 de cada 10 adultos mayores de 65 años tomaban psicofármacos. Continuar leyendo

El peligro de banalizar el consumo de cannabis

Resulta sumamente complejo determinar el impacto real que tienen los mensajes banalizadores y apologistas sobre el aumento en el consumo de marihuana en Argentina. Sin embargo, a partir de la variable percepción de riesgo y tolerancia social, es posible inducir una hipótesis en este sentido.

Corría el año 1994 cuando durante un show en La Plata, el músico Andrés Calamaro lanzó aquella famosa frase que derivó en una causa por “apología del delito”, con sobreseimiento en el 2005. La normativa siempre fue clara en este sentido: el artículo 12 de la ley 23.737 establece sanciones penales y económicas al que “preconizare o difundiere públicamente el uso de estupefacientes, o indujere a otro a consumirlos”. A veinte años de aquella frase, el imaginario social imperante en torno al consumo de marihuana ha vuelto casi ridículo establecer un castigo de este tenor. No obstante, el antecedente es válido para traer a debate los efectos nocivos que este tipo de mensajes asumen al ser canalizados por los medios masivos de comunicación, y su impacto sobre la población adolescente.

El Observatorio Argentino de Drogas de la SEDRONAR realizó hace algunos años un interesante diagnóstico sobre los índices de consumo de cannabis entre estudiantes de enseñanza media a lo largo de una década, junto con la evolución de la percepción de riesgo en dicha población. Mientras que la prevalencia en 2001 era del 3,5% y la percepción de “gran riesgo” era del 44%, la última estadística del 2011 reflejó una estrepitosa caída en la percepción de riesgo y un significativo aumento en el uso de esta droga ilícita: 10,4% de los estudiantes encuestados dijo haber probado marihuana al menos una vez en el último año, mientras que sólo el 16,6% creía que consumir cannabis implicara un “gran riesgo”.

La conclusión más contundente a la cual nos lleva el análisis comparativo realizado por la SEDRONAR es que a mayor tolerancia social y menor percepción de riesgo, mayor es el índice de consumo. En contrapartida, se entiende que es menor la probabilidad del consumo entre aquellos que consideran grave el consumo ocasional.

El dato más actual sobre uso de cannabis entre jóvenes se desprende del último relevamiento efectuado por el Observatorio de Políticas Sociales en Adicciones del gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. En tan sólo cuatro años la prevalencia de año del consumo de marihuana entre jóvenes escolarizados pasó del 12% (2011) al 21% (2014). Un incremento del 75%, explicado en gran medida porque los estudiantes porteños consideran de bajo riesgo fumar cannabis y por ciertos mensajes públicos que han aumentado la base de tolerancia social y han bajado la edad de iniciación.

Todas las sustancias legales e ilegales son de alto riesgo en el uso frecuente. Sin embargo, desde el punto de vista de la percepción de riesgo, la juventud es una población altamente vulnerable debido al predominio de un sentimiento de invulnerabilidad conjugado con la necesidad de demostrarse a sí mismos y a su entorno, la capacidad de desafiar la norma establecida.

La evidencia científica también es determinante en este sentido. Una reciente investigación del Hospital Clínic de Barcelona sugiere, a través de imágenes obtenidas mediante resonancia magnética, que quienes empieza a consumir marihuana antes de los 16 años presentan mayores cambios en la estructura cerebral, lo que podrían explicar un menor rendimiento escolar/laboral y el déficit de atención y memoria que suele detectarse en los usuarios de esta sustancia. El trabajo, cuyos resultados son todavía preliminares, se incorpora al caudal de investigaciones que echan por tierra la falsa creencia de que la marihuana es una droga blanda.

En materia de prevención, es lamentable que la comprensión del problema de las drogas, a la luz de los denominados factores de riesgo y factores de protección para el diseño de políticas públicas, increíblemente haya caído en desuso. La percepción de riesgo es una barrera subjetiva que en sus extremos se configura como un factor de protección o un factor de riesgo. Las personas en general toman decisiones en función de las consecuencias positivas que van a obtener y evitan las consecuencias negativas en base a la concepción que se tiene sobre determinada situación. Muchos riesgos se encuentran invisibles y son manipulados por diversos intereses, mediante la ampliación o minimización de aquellas potenciales situaciones riesgosas. El riesgo es socialmente construido y el individuo es quien lo percibe y valora. El problema (o no) del consumo de drogas encaja en esta definición.

Si ampliamos ambas fotos estadísticas anteriores y le agregamos nuevas variables a la hipótesis de partida, el aumento sideral en los índices de consumo de marihuana no debería sorprendernos. El fenómeno del consumo de sustancias psicoactivas puede ser comprendido desde diversas perspectivas. Pero abordarlo como un discurso social implica pensar cómo y en qué condiciones se produce el sentido que se le da al concepto, incluyendo la dimensión significante de los fenómenos sociales, las construcciones y definiciones subjetivas y los sistemas de valores presentes en una comunidad.

En la última década, la representación social predominante mutó de la criminalización a la banalización. Entendido de esta forma, es posible inferir que las ideologías y el discurso público con respecto a la marihuana tienen mucho que ver con la estadística citada previamente.

Recapitulando, en la última década tuvimos la lamentable irrupción de una revista que se comercializa en todos los puestos de diarios, con portadas de impacto en las que famosos y referentes prestan sus nombres para reforzar el concepto de “cultura cannábica”. Tuvimos un fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación que sentó jurisprudencia al declarar la inconstitucionalidad del art.14 -segundo párrafo- de la ley 23.737, pero que mal comunicado a partir de la desafortunada invitación del ex juez Zaffaroni a tener “una macetita en todos los balcones”, construyó un nocivo halo de permisividad.

Tuvimos a lo largo de los últimos años masivas marchas pro-cannabis, con profusa cobertura mediática. Tenemos funcionarios, políticos y legisladores que militan abiertamente en favor de su legalización. Tenemos periodismo militante, vedetismo militante, y un rating desenfrenado que permite todo tipo de apologías en vivo y en directo, en un combo muchísimo más nocivo que la aislada frase de Calamaro en aquel recital platense de 1994.

Queda claro que en estos veinte años los tiempos han evolucionado, mucho. Con la irrupción de nuevos paradigmas, el florecimiento de cosmovisiones caducas, el cambio en las doctrinas jurídicas, la concepción ideologizada de la salud mental, las modificaciones normativas y los criterios subjetivos para interpretarlas y aplicarlas, todo en nuestra sociedad se ha vuelto más superficial, más líquido, más banal, más concesivo.

Los adalides de la marihuana han sabido leer este contexto y han sido los suficientemente astutos como para modelar cultura desde el discurso. Desactivar este andamiaje retórico llevará muchos años.

Marihuana, el ensayo uruguayo

Empezó la experimentación social a gran escala. Con la reglamentación de la Ley Nº19172 que establece el marco jurídico aplicable dirigido al control y regulación de la importación, exportación, plantación, cultivo, cosecha, producción, adquisición, almacenamiento, comercialización, distribución y uso de la marihuana y sus derivados, el Estado uruguayo avanzó en la utopía de que la vida es puro experimento, y de que existe amplio margen para la prueba y el error.

Hay voces que desde la otra orilla se alzan en favor del laissez faire, laissez passer (dejar hacer, dejar pasar). Julio Calzada, secretario general de la Junta Nacional de Drogas del Uruguay, afirma que su país “no pretende exportar esta propuesta, sino que los dejen intentar este nuevo camino”. Nadie discute el derecho soberano de toda nación a definir sus políticas internas, ni tampoco a plantear en un ámbito de multilateralidad la orientación de sus estrategias internacionales. El tema es que en un mundo de fronteras difuminadas, inmediato, pequeño y global, es imposible evitar el impacto transnacional de ciertas medidas sobre la salud y el bienestar de la población. Si no fuera así, nadie debería discutir sobre Botnia.

La nueva ley, transformada en improvisado experimento, plantea inconsistencias, vulnerabilidades, y demasiados lugares grises en manos del flamante organismo de aplicación: el Instituto de Regulación y Control del Cannabis (IRCCA). ¿Cuál será el destino previsto para los excedentes de cannabis no consumidos, que queden en poder de aquellos usuarios que acepten incorporarse al registro, o en almacenaje en las dependencias que se habiliten a tal efecto, o en los clubes de cannabicultores? ¿Cómo se controlará que en un domicilio particular se cumpla con el requerimiento de sólo seis plantas de cannabis, y que la plantación no supere los 480 gramos anuales, sin corromper el ámbito privado del ciudadano? ¿De qué manera el sistema de trazabilidad podrá detectar desvíos y adulteraciones en los casos de pequeñas cantidades, sabiendo que la tenencia de marihuana para consumo no está penalizada en Uruguay y que cualquiera puede portar libremente esta droga? ¿Por qué un usuario de cannabis, acostumbrado a consumir aquellas especies cuya concentración de tetrahidrocannabinol (THC) sea superior al 15% establecido por ley, abandonaría esa práctica? ¿A quién recurrirá si agota rápidamente los 40 gr mensuales al aumentar la dosis para lograr el mismo efecto? ¿Desde qué fundamento científico se espera que un adicto a la pasta base o la cocaína opte por consumir marihuana, sabiendo empíricamente que el camino hacia una adicción se traduce en forma inversa? ¿Qué sucederá con los menores de 18 años, que seguirán recurriendo a la clandestinidad para acceder a la sustancia, con el agravante de una mayor circulación de la misma debido al nuevo estatus legal? ¿Qué exigencias de seguridad se impondrán a las farmacias y locales habilitados para el expendio de cannabis, para evitar que la sustancia sea robada de los depósitos? ¿La prohibición de reventa de la marihuana legal será tan categórica como lo que sucede con la reventa de entradas de futbol o con el expendio de alcohol a menores, o sólo será el camino para el desarrollo de una nueva actividad ilegal que simplemente cambiará de manos? ¿De qué forma se disuadirá el turismo cannábico, sabiendo que no bastará con restringir la venta de marihuana sólo a uruguayos para evitar que la droga se comparta en las calles como el mate? ¿Cómo se pretende financiar el IRCCA o aumentar el presupuesto para fortalecer los programas de prevención y rehabilitación de adicciones, si como punto de partida la marihuana legal ha sido beneficiada con un régimen tributario mínimo? ¿Existen previsiones para limitar las licencias a farmacias, o la radicación de los denominados “clubes de membresía”, en zonas aledañas a establecimientos educativos o similares? ¿Se endurecerán las penas por conducir bajo los efectos de la marihuana?

Laissez faire, laissez passer… Aún sabiendo que la ley es cuestionable desde la perspectiva liberal porque implica la intervención máxima del Estado en la vida privada de las personas, los albañiles de la retórica liberalizadora de las drogas están dispuestos a incorporar el concepto “regulación” a la terminología que utilizan para defender su posición abolicionista. Aseguran que a diferencia de la legalización, la acción de regular lleva implícita la intencionalidad de un Estado presente, activo, eficiente, dispuesto a controlar la dinámica de la oferta y la demanda del uso de drogas. Así lo cree también Mujica, que abrazado a las teorías de Milton Friedman insiste en tildar de dogmáticos y sectarios a los que “están en contra de la honradez de la palabra experimento”. Así pretenden también que lo crea la opinión pública mundial.

Atemoriza que en Argentina se sigan alzando voces a favor de este tipo de medidas, que perciben en el modelo uruguayo una salida facilista al problema del narcotráfico. Algunos sectores de opinión aún parecen no advertir la relación directamente proporcional que existe entre la legalidad (o la percepción de legalidad, que es aún más grave) de las sustancias y el consumo masivo. Muchos siguen pensando que el fuego se puede apagar con nafta.

Desde 1931(Ley Nº 8764) y hasta 1996 (Ley Nº 16753), Uruguay tuvo el monopolio de la droga alcohol con la destilación y fabricación de bebidas alcohólicas. Con este antecedente, la paulatina eliminación de las barreras legales vigentes generaría, como único resultado, una baja en el precio de la marihuana y un simple cambio en la rentabilidad del negocio. El control, antes en manos de los traficantes, luego bajo regulación estatal, pasaría finalmente a las empresas multinacionales que lo operarían bajo los criterios del esquema de libre mercado. De todas formas, a priori no será sencillo controlar un mercado de demanda constante, que a mayor disponibilidad de marihuana crecerá aún más, sin que en paralelo surjan articulaciones que sigan aprovechándose de los grises e inconsistencias de la regulación.

La legalización de la marihuana no puede ser presentada ante la opinión pública como una solución simplista ni efectiva para reducir los problemas judiciales, de seguridad o de violencia pública. Las organizaciones criminales cuentan con una alta capacidad para transformarse y ajustarse a las nuevas condiciones del negocio. Con el ánimo de conservar los niveles de rentabilidad, diversificarían el mercado, abriéndolo para quienes se sostenga la prohibición (los menores de edad, las personas no registradas o quienes busquen niveles más altos de THC), o bien creando uno paralelo, por contrabando, similar al que existe en el caso del tabaco.

Decir que la legalización de la marihuana desfinanciaría el 50 por ciento del negocio del narcotráfico es mentirle burdamente a la gente. Detrás del crimen organizado también están el tráfico de armas, la trata de personas, el terrorismo, el contrabando y el lavado de activos. ¿Deben legalizarse también?

Es indudable que estamos en presencia de un debate que como sociedad se debe dar, pero que no puede restringirse a un mero enfoque de supuestos ideológicos individualistas y egoístas, que limitan a un análisis económico lo que en esencia es un problema socio-sanitario. Las políticas públicas sobre drogas deben basarse en evidencias científicas y empíricas. Así lo afirma la Comisión Interamericana para el Control del Abuso de Drogas (CICAD – OEA).

Frente a la errónea categorización de la marihuana como droga blanda, cada vez más y más investigaciones científicas demuestran con datos duros los daños a la salud ocasionados por su consumo. Se trata de una sustancia con principios psicoactivas muy potentes, que impactan sobre el sistema nervioso central, el cerebro y el aparato cardiovascular. Se ha comprobado que produce cambios significativos en los procesos cerebrales responsables de las habilidades y comportamientos que implican el pensamiento abstracto, la toma de decisiones, la flexibilidad cognitiva y la corrección de errores. Cerebros jóvenes en pleno desarrollo, vulnerables a la experimentación con el tetrahidrocannabinol.

Un Estado debe velar por la realización efectiva de los derechos de las minorías. Pero bajo ningún aspecto puede legislar de espaldas al bien común y el bienestar de una manifiesta mayoría que desea vivir en una sociedad saludable. Bien dijo Julio María Sanguinetti, ex presidente de Uruguay: “Bajar los brazos de este modo, proclamar la incapacidad de la sociedad para evitar la difusión de drogas y darle a los jóvenes la señal de que es algo permitido no nos conducirá a buen puerto. La cuestión es demasiado seria y compleja para reducirla a mágicas medidas de ingeniería social.”

¿A qué costo se pretende entonces avanzar en el camino de la experimentación? Laissez faire, laissez passer…