Por: Esteban Wood
Quizás por cuestiones culturales o del imaginario predominante, el consumo de sustancias psicoactivas suele asociarse a personas jóvenes. Asimismo, producto de esta construcción social, los estudios epidemiológicos y el foco de las políticas sobre drogas suele estar puesto en mayor medida sobre esta población. Pero tanto los datos como las intervenciones públicas relativas a las personas mayores y el uso de drogas son escasos. ¿Qué sabemos hoy del consumo de sustancias en esta franja etaria? ¿Qué sabemos de los patrones de consumo problemático o dependencia en adultos mayores en la actualidad? Poco, o más bien nada.
El último estudio de consumo en población general realizado por la Secretaría de Programación para la Prevención de la Drogadicción y la Lucha contra el Narcotráfico (Sedronar) data del 2010. Tomando como referencia el uso reciente de drogas (prevalencia mes) dentro de la franja de personas comprendida entre 50 y 65 años, se observa que el 1,1% dijo haber consumido tranquilizantes sin prescripción médica, porcentaje similar a la población de entre 25 y 34 años. Fuentes del Sindicato de Farmacéuticos y Bioquímicos de la Argentina ampliaban la mirada y estimaban que 9 de cada 10 adultos mayores de 65 años tomaban psicofármacos.
Por otra parte, al margen del consumo de drogas legales, como el alcohol o el tabaco, el 0,3% de los encuestados dijo haber consumido marihuana (contra un 5,5% de la franja comprendida entre los 15 y los 24 años). El problema es que por entonces, al amparo del fallo Arriola (2009) y a la creciente naturalización del uso de cannabis, ya comenzaba a detectarse una tendencia a suministrar marihuana como tratamiento o paliativo terapéutico, como forma de aliviar muchos males de la edad, o simplemente como forma de evasión. También es necesario advertir que el uso cada vez más frecuente de marihuana entre adultos mayores tiene mucho que ver con el envejecimiento de una franja poblacional que, en la década del sesenta o los tempranos setenta, no reprochaba una conducta asociada a la rebeldía, al cuestionamiento del orden, a la transgresión de las normas.
Como advertí al comienzo, hace casi seis años que Argentina carece de indicadores sobre esta problemática. Y sin datos fiables es imposible diseñar políticas fiables. No obstante, frente a la ceguera cuantitativa, existe evidencia empírica que permite comprender ciertas particularidades del uso o el abuso de drogas en esta población.
Por un lado, el uso indebido de fármacos por automedicación, por desconocimiento o por deterioro de la salud mental, incluso en combinación con el alcohol, que genera severos riesgos. Por el otro, la necesidad de diseñar abordajes diferenciados para aquellos consumidores de iniciación temprana, que arrastran una problemática hasta su vejez, de aquellos consumidores de iniciación tardía, reactivos a circunstancias de la vida como pueden ser una separación, una enfermedad, el fallecimiento de la pareja o de un ser querido, o bien la soledad.
Otro factor a considerar es el papel que juega la industria farmacéutica, que cíclicamente incorpora nuevos psicofármacos al mercado. La creciente afición por recetar varios medicamentos a la vez y durante plazos más largos a los pacientes mayores es todo un síntoma del marketing de las drogas legales, que presiona y estimula su masificación.
En el año 2008, el Observatorio de Drogas de la Sedronar y el Instituto Gino Germani presentaron un estudio sobre el creciente fenómeno de la medicalización de la infancia por diagnóstico de déficit de atención, como forma de estandarizar conductas y aplacar comportamientos. Del mismo modo, quizás sea propicio comenzar a indagar acerca de la sobremedicalización y el maltrato farmacológico en la vejez con igual sentido.
En Argentina también se da un fenómeno tan particular como preocupante que echa sus raíces en la crisis político-económica del 2001 y que perdura hasta hoy en ciertos nichos de pobreza estructural. Estamos frente a una tercera generación de consumidores problemáticos de drogas, mayoritariamente personas en situación de extrema vulnerabilidad social. En esta tríada abuelos-padres-nietos, la mayor invisibilidad dentro de la estigmatizante concepción adicción-pobreza recae sobre los más ancianos.
Lo que no se ve o no se pone en agenda no se transforma en problema. Sin problema es probable que no exista intervención estatal. El creciente número de personas mayores con problemas de consumo de sustancias amerita una readecuación de enfoques y una articulación de esfuerzos entre agencias estatales que abordan la temática.
Salvo circunstancias mediáticas, hoy el consumo de drogas en general en Argentina es un problema olvidado u omitido por la sociedad. El consumo o la adicción en adultos mayores profundizan aún más la visión de ciudadanos olvidados, de sujetos de descarte, de doble invisibilidad. En una sociedad vertiginosa, cortoplacista y fóbica al transcurrir del tiempo, que considera lo viejo como material de descarte, la tercera edad constituye un complejo desafío.
En 1970, las personas mayores de 65 años representaban el 7% de la población en Argentina. De acuerdo con el último censo del 2010, esta franja etaria ya supera el 10 por ciento. Y si tomamos proyecciones del Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA, por sus siglas en inglés) que indican que hacia 2050 el 25% población tendrá 60 años o más, resulta más que necesario comenzar a trabajar con mirada de largo plazo en políticas públicas que atiendan las particularidades de ese fenómeno demográfico.