Por: Esteban Wood
Así como durante muchos años, hasta la irrupción del esquema regulatorio de la marihuana en Uruguay, el progresismo argentino miraba con envidia el modelo holandés de los coffee shops —política pública que luego de un corto rodaje fue desechada debido a sus efectos colaterales indeseados—, el tema de la declaratoria de guerra al narcotráfico, involucrando abiertamente a las fuerzas armadas en su combate, se coló en el discurso de la última campaña.
Si bien la conceptualización de guerra a las drogas desde lo actitudinal debería ser innegociable para cualquier política pública que conjugue salud y seguridad, es sumamente temeraria la pretensión de readecuar la ley de seguridad interior 24059 para permitir al Ejército intervenir en la represión del narcotráfico.
Primero, porque implica un profundo desconocimiento de las dinámicas y las mutaciones propias del crimen organizado, que carcome desde la invisibilidad no sólo mediante el tráfico de drogas, sino también utilizando las rutas seguras para la logística de actividades ilegales, como la trata de blancas, el contrabando, el tráfico de armas, el lavado de activos y otras más.
Hoy la narcocriminalidad se mueve con las mismas herramientas de gestión que cualquier empresa multinacional, maximizando ganancias y atenuando pérdidas. No es a través de las armas, sino mediante mecanismos económico-financieros de ruptura de los circuitos de blanqueo de capitales que se les puede infligir mayor daño. No es a través de la fuerza militar que se resuelve un problema de índole social y exclusivamente civil.
Segundo, porque no existe un sólo país que haya salido indemne y victorioso luego de decretar la intervención de sus fuerzas armadas como estrategia de reducción de la oferta. La experiencia regional demuestra desde la evidencia empírica, no desde la ideología, que es sumamente arriesgado combatir con armas bélicas a un enemigo tan concreto como difuso.
Recapitulando, el Plan Colombia fue un acuerdo bilateral entre el Gobierno de ese país y los Estados Unidos, que fue aplicado durante el período 2000-2012. Si bien dos tercios de los 8 mil millones de dólares iban a ser destinados inicialmente a políticas de desarrollo institucional y revitalización de la economía, finalmente casi el 80% de los fondos del plan fueron destinados al Ejército, a campañas de fumigación y otros programas para combatir el cultivo, la producción y el tráfico ilícito de drogas.
Aunque la violencia en Colombia ha disminuido y se ha logrado una satisfactoria reducción de las zonas cultivadas con coca, en este resultado es necesario incluir las elevadas cifras de muertes civiles, las poblaciones desplazadas, la irrupción de fuerzas paramilitares, la violencia urbana y la destrucción de ecosistemas tan ricos como el de la Sierra Nevada (Santa Marta).
Así que como Colombia planteó en los noventa los riesgos y los desafíos de la conformación de un narco-Estado a partir de la rentabilidad del tráfico de cocaína hacia Estados Unidos, hoy México se sitúa en un escenario muy similar, con eje en la producción y el tráfico de drogas de síntesis, pero con niveles de violencia claramente superiores a los tiempos de Pablo Escobar.
En diciembre del 2006, el por entonces presidente de México, Felipe Calderón, destinó a más de 6.500 soldados mexicanos al estado de Michoacán para combatir a los traficantes de drogas. En las primeras semanas de esta cruzada militar murieron 62 personas. Así, el Gobierno mexicano no sólo desencadenó una guerra difusa contra el crimen organizado, sino también desató una disputa de poder territorial entre cárteles, algunos de ellos conformados por ex miembros élite del mismo Ejército.
Según Human Rights Watch, la cifra de muertes en casos de violencia relacionados con la droga entre 2006 y 2012 en México, fecha en la cual concluye la ofensiva militar, asciende a más de sesenta mil personas. Mayolo Medina Linares, ex secretario de Seguridad Pública de México, arriesga que entre el 2000 y el 2014 se registraron aproximadamente 129 mil asesinatos.
La experiencia mexicana demuestra que implicar al Ejército como eje central de una política de reducción de la oferta significa contabilizar miles de muertos en una guerra que nunca se gana. No sólo eso: en Argentina, una propuesta de este tipo sería el verdadero detonante para la denominada mexicanización que denuncia el papa Francisco. Centenares de bandas criminales desorganizadas, unidas y convertidas en organizados cárteles regionales.
Por otra parte, un aspecto nodal de estas propuestas —quizás tan o más peligrosas que la denominada guerra a las drogas— es la utilización de efectivos militares para la pacificación de las villas. Principalmente, el Frente Renovador parte de la estigmatizante premisa de responsabilizar a la villa del problema de la droga, el narcotráfico y la delincuencia. La mayoría de los que se enriquecen con el narcotráfico no viven en estos barrios precarios donde se corta la luz, donde las ambulancias no entran, donde rebalsan los efluentes cloacales.
¿Qué significa “pacificar” un asentamiento, cuando resulta imposible hablar de paz sin antes discutir inclusión social o la mismísima dignidad humana?
La estrategia de pacificación del massismo toma como modelo la experiencia brasileña de las Unidades de Pacificación Policial (UPP) en favelas, lanzadas en 2008 por el gobernador de Río de Janeiro, Sérgio Cabral Filho, e implementadas por su secretario de Seguridad, José Mariano Benincá Beltrame.
Desde hace un par de años, el principal propulsor de importar desde Brasil esta modalidad represiva es el intendente de San Miguel, Joaquín de la Torre. Desde la Fundación Concordia, think tank del Frente Renovador, De la Torre se ha ocupado de difundir el modelo de Río de Janeiro, ha organizado charlas académicas con Beltrame como principal orador, ha enviado a sus funcionarios cercanos a conocer el programa de ocupación militarizada del territorio y a formarse en este cuestionado abordaje.
Aunque algunos resultados son presentados como panaceas, es necesario mostrar la integralidad de la fotografía de un programa cuya raíz es netamente violenta. Las UPP sólo pueden establecerse en las favelas luego de la irrupción en combate de las tropas de elite del Batallón de la Policía Militar (BOPE), quienes durante las primeras 72 horas de accionar barren y limpian la zona. Dicha militarización de la comunidad se prolongará durante uno o dos meses, hasta la llegada de los “pacificadores”.
Desde la ONG brasileña Justicia Global definen a las UPP como “una tecnología gubernamental de control poblacional y territorial de las favelas, bajo el argumento de una guerra contra el narcotráfico, marcada por una sistemática violación a los derechos humanos, entre las que se destacan ejecuciones sumarias, torturas, desapariciones forzadas y detenciones arbitrarias”.
Las estadísticas no son demasiado alentadoras y se prestan a poner en tela de juicio la efectividad de esta política defendida por Fundación Concordia. Luego de los tres primeros años, en los que bajó la tasa de criminalidad en las favelas afectadas por el programa, en 2013 el Instituto de Seguridad Pública reveló que los homicidios aumentaron casi un 17% en comparación con 2012. Ya para 2014 se comenzó a producir una reorganización de las dinámicas del narcotráfico en Río de Janeiro, que provocó los primeros ataques comando a las UPP y un nuevo desafío frontal de parte de los grupos terroristas contra el Estado.
Ante la sistemática irrupción de propuestas electoralistas que impulsan un modelo de probada ineficiencia resulta necesario comprender que la guerra, en cualquiera de sus facetas, admite una zona gris de excesos. Disparar en medio de un pasillo o una calle de una villa, entre niños con guardapolvos, amas de casa que hacen sus compras o personas que se ganan el pan en forma honrada, invocando la guerra al narcotráfico, es parte del tenebroso lema de justificar el fin con cualquier medio.