Un modelo de probada ineficiencia

Así como durante muchos años, hasta la irrupción del esquema regulatorio de la marihuana en Uruguay, el progresismo argentino miraba con envidia el modelo holandés de los coffee shops —política pública que luego de un corto rodaje fue desechada debido a sus efectos colaterales indeseados—, el tema de la declaratoria de guerra al narcotráfico, involucrando abiertamente a las fuerzas armadas en su combate, se coló en el discurso de la última campaña.

Si bien la conceptualización de guerra a las drogas desde lo actitudinal debería ser innegociable para cualquier política pública que conjugue salud y seguridad, es sumamente temeraria la pretensión de readecuar la ley de seguridad interior 24059 para permitir al Ejército intervenir en la represión del narcotráfico.

Primero, porque implica un profundo desconocimiento de las dinámicas y las mutaciones propias del crimen organizado, que carcome desde la invisibilidad no sólo mediante el tráfico de drogas, sino también utilizando las rutas seguras para la logística de actividades ilegales, como la trata de blancas, el contrabando, el tráfico de armas, el lavado de activos y otras más. Continuar leyendo

El narcotráfico y su espiral del silencio

¿Alguien se acuerda de que hace escasas dos semanas Norma Bustos murió acribillada a balazos por sicarios en Rosario, luego de haber denunciado en 2008 la venta de estupefacientes en su barrio? ¿Alguien recuerda que a mediados de noviembre, un periodista fue amenazado de muerte por medio de llamadas telefónicas luego de que publicara una serie de notas sobre el narcotráfico? ¿Importa a esta altura de los acontecimientos discutir sobre el enorme mural dedicado a Claudio Cantero, líder de la banda narcocriminal “Los monos”, en una villa de Rosario? ¿Es demasiada retrospectiva traer al debate los acontecimientos de octubre del 2013, cuando balearon la casa de un gobernador? ¿Alguien tiene presente que durante el 2014 ya son más de 200 los muertos en la ciudad santafecina, producto de la violencia del crimen organizado?

Existe un mecanismo sociológico por el cual las definiciones de los medios de comunicación y la ausencia de apoyo manifiesto de las propias opiniones en la comunicación interpersonal originan una suerte de “espiral de silencio”. El término, acuñado por la politóloga alemana Elisabeth Noelle-Neumann, identifica de qué manera la percepción de la opinión pública puede influir en el comportamiento de un individuo. Si son los medios masivos de comunicación los que generan opiniones, posturas y marcas ideológicas, controlar el contenido de su masividad implicaría regular la voz de las masas. Continuar leyendo

Discutamos proyectos, no discursos mediatizados

La mayoría de las teorías clásicas de la comunicación refieren a un proceso lineal de participación entre un emisor, un mensaje, un canal y un receptor, que puede fallar fácilmente debido a una gran variedad de factores externos denominados ruidos o interferencias. Con el transcurrir de los años, es notorio que el mayor impedimento para ponernos de acuerdo sobre el problema de las drogas es la mala y deficiente comunicación en torno a los diversos planteos existentes.

Hace tiempo que en materia de información sobre el fenómeno algo pasa entre el emisor y el receptor. El que emite no emite con sustento. El que recibe lo hace escuchando sólo una parte y descartando el resto. Un error en la elección del qué y el cómo, un filtro periodístico subjetivo y una interpretación final por parte del escucha que luego la transforma en feedback a través de las redes sociales. A esto se le suman multiplicidad de interferencias, gritos, lobbies, ideologías, intereses contrapuestos. Y la bola de inconsistencias comienza a crecer de manera exponencial, retroalimentando al show mediático, el fulbito tribunero, la milimétrica fracción de rating.

El debate público sobre drogas en Argentina es como la lata de sopa Campbell inmortalizada por Andy Warhol. Continuar leyendo

No criminalizar, pero no legalizar

La recurrente propuesta de despenalizar la tenencia de drogas para consumo personal ha vuelto a instalarse, una vez más, en la opinión pública argentina. Luego del precedente sentado en el 2009 por la Corte Suprema de Justicia (fallo “Arriola”), y aún con el viento de cola de las medidas rupturistas adoptadas por Uruguay con relación a la marihuana, todo vuelve a girar en torno a la no criminalización de los usuarios de sustancias, la presunta afectación de la privacidad que provoca la prohibición, y la necesidad de no dilapidar esfuerzos y reorientar la represión hacia los principales eslabones del crimen organizado.

Si seguimos sosteniendo que el adicto es un enfermo y que no debe ser tratado como un delincuente, no parece del todo razonable que el delito de tener drogas para consumo personal sea castigado con pena de prisión. Mismo, si el uso se realiza en el ámbito íntimo de la persona, y sin ocasionar peligro o daño para terceros, de acuerdo con el artículo 19 de la Constitución Nacional y toda la extensa (y zigzagueante) jurisprudencia al respecto.

Pero si es el derecho penal el que asegura al ciudadano que sólo la conducta descripta como delito será reprochable y pasible de pena, -entendiendo como delito aquel comportamiento que una sociedad considera altamente disvalioso para la convivencia-, y que si todo lo que no se encuentra prohibido está permitido, el problema de las drogas y del narcotráfico se nos presenta siempre como una verdadera disyuntiva.

¿El consumo de sustancias psicoactivas, legales o ilegales, no representa una conducta socialmente disvaliosa que debe ser reprochada, en cuanto conlleva implícita una peligrosidad sobre la salud y la seguridad pública?

Este inagotable dilema jurídico entre lo concreto y lo abstracto, cuya validez es motivo de extensa discusión por parte de los doctos constitucionalistas, nos aparta de algunas cuestiones de fondo que hacen a la multidimensionalidad que requiere el abordaje del fenómeno. Frente a los supuestos ideológicos progresistas que colocan al derecho individual por sobre el bienestar colectivo, resulta necesario simplificar la discusión desde el más llano sentido común. Cualquier política pública que no contribuya a reducir el consumo de drogas y la disponibilidad de las mismas, o bien aumente la tolerancia social y autoexcluya al Estado de tutelar la salud de sus ciudadanos, es ciertamente inaceptable. El alto rechazo a este tipo de iniciativas así lo demuestra desde siempre.

También desde el sentido común, la noción de daño social suele brillar por su ausencia en la argumentación abolicionista. La influencia de las drogas (prohibidas y permitidas) en los hechos delictivos, el agravamiento de los casos de violencia familiar y de género, los repetidos accidentes fatales producto de la conducción de vehículos bajo efectos de sustancias psicoactivas, constituyen irrefutables ejemplos de afectación a terceros. Vicios privados, daños públicos (en algunos casos, irreparables).

Existe cierto consenso entre quienes estudiamos el fenómeno de las drogas de que la ley actual parece haber depositado un énfasis excesivo en el reproche penal como único vehículo para lidiar con el fenómeno. No obstante, muchos desconocen que la imposición de una pena en suspenso como forma de forzar una medida curativa a un individuo que, producto del abuso de drogas, ha perdido su autodeterminación, es la principal herramienta socio-sanitaria presente en la actual ley 23.737 (al mismo tiempo que constituye uno de sus principales e históricos cuestionamientos).

Si bien es cierto que la mejor forma de asegurar el éxito de un tratamiento es que el mismo comience por la propia voluntad del enfermo, no menos cierto es que en determinadas situaciones no es factible lograr tal voluntariedad. En cualquier adicción ya no existe la plena libertad de la persona. El fin querido por el legislador al momento de reprochar la tenencia de drogas en la 23.737 fue justamente poder acceder al ámbito privado del adicto, para brindarle asistencia y contención, sin violentar el artículo 19 de la Constitución Nacional. Por ello, no resultaría adecuado derogar las medidas de seguridad previstas en los artículos 14 al 22 de la ley vigente (a pesar de su escasa aplicación, especialmente la educativa).

Desde una tercera posición, una propuesta superadora del actual marco jurídico debe encontrar un justo balance entre el respeto por los derechos individuales y el resguardo de lo colectivo. En este sentido, entiendo que la tenencia de drogas debe seguir siendo reprochada como conducta socialmente disvaliosa, más no criminalizada. El reproche penal puede ser reemplazado por una sanción administrativa, con diversas etapas, instancias y grados de cumplimiento, según la gravedad de la infracción cometida, según posibles reincidencias, partiendo del modelo de cantidades umbral (en oposición al sistema flexible/discrecional propiciado en el borrador de reforma del nuevo Código Penal Argentino).

También resulta de particular interés estudiar la factibilidad de los Tribunales de Tratamiento de Drogas como alternativa al encarcelamiento de infractores a las leyes penales con problemas de adicción. Este modelo fue implementado como prueba piloto en 2013 en la provincia de Salta, con apoyo de la Comisión Interamericana para el Control del Abuso de Drogas (CICAD-OEA).

Pensemos en nuevos procesos administrativos por fuera del sistema de derecho penal. Advertencias, multas, suspensiones, imposición de servicios comunitarios, probations, medidas educativas, e incluso el tratamiento compulsivo bajo la figura prevista en el artículo 482 del Código Civil Argentino, pueden ser algunas de las medidas supletorias a la pena de prisión. Incluso, de una forma más concreta y más realista, no resulta descabellado pensar que se lograría fortalecer la actual figura disuasiva presente en la 23.737.

En lo que respecta a la lucha contra el narcotráfico y la reducción de la oferta de sustancias, la reconfiguración de la proporcionalidad de las penas obliga a castigar con mayor severidad y dureza el delito de comercialización de estupefacientes, el blanqueo de divisas y el desvío de precursores químicos. Así, para el adicto, contención y tratamiento. Para el dealer y el narco, toda la dureza de la ley, con prisión de cumplimento efectivo y sin posibilidad de reducción de condena.

En estos debates tan polarizados, a menudo extraviamos el norte en medio de la discusión de qué hacer con el consumidor o el drogadependiente y su “legítimo” derecho al autodaño. Cuáles son los derechos que lo asisten como consecuencia de ese acto tan “libre” y tan “individual” que originó la adicción, pero que a la vez conlleva implícito un impacto sobre el entorno, la sociedad y lo colectivo.

En el medio de esta tensión entre el “yo” y el “nosotros”, la respuesta pública frente al problema de las drogas debe partir de una articulación inteligente entre política pública, marco legislativo, compromiso judicial, comunicación eficaz y responsabilidad social compartida.

Toda ley es perfectible. Estamos en presencia de un debate que como sociedad hace tiempo nos merecemos dar, pero que de ninguna manera puede restringirse a una mera exposición de supuestos ideológicos. Mucho menos, sucumbir a la monopolización de la verdad por parte de un reducido grupo de bien intencionados pensadores, con mucha teoría de escritorio y poco territorio a cuestas.

Sobre las bases de la evidencia científica y el saber empírico acumulado, una nueva legislación de drogas debería sustentarse en la solidaridad, la inclusión social, la conexión con el prójimo, la imposición de límites como acto de amor (no de autoritarismo), y la explícita afirmación de un militar inclaudicable por la salud y por la vida.

La prevención como primera herramienta, un refuerzo de la perspectiva socio-sanitaria, la incorporación de la seguridad pública como bien a tutelar y el compromiso político de librar una cruzada implacable contra el narcotráfico y sus delitos conexos, son un par de ideas fuerza que, frente a los mismos anacronismos de siempre, alentarían a refrescar nuestra mirada.

No criminalizar. No banalizar. No legalizar. Punto (de partida).

La economía del narcotráfico

La explosión de un barco en un muelle lleva a la policía a descubrir en el sitio del siniestro muchos cadáveres, una infinidad de sospechas y, casualmente, una fortuna relacionada con el tráfico de drogas. Verbal Kint, un estafador rengo que sobrevive milagrosamente al atentado, construye su interrogatorio en torno de la figura de un mítico criminal. Al igual que en el thriller “Los sospechosos de siempre”, los nuevos protagonistas que pretenden reorientar las políticas mundiales sobre drogas encubren también a su propio Keyser Söze.

Según la teoría neoclásica, existen factores capaces de modificar el crecimiento endógeno de una economía, entendido esto como el cambio en el producto de un país en el tiempo. Para Adam Smith, padre del liberalismo económico, el progreso guarda relación con determinadas mejoras en el ambiente que rodea a la sociedad. La extensión de los cultivos y el aumento no artificial de los precios, los adelantos científicos y el incremento de la mano de obra empleada se refleja en alzas de las rentas. Diversos trabajos posteriores avalan la hipótesis de que en el largo plazo, y según las teorías neoclásicas, el crecimiento económico se debe a cambios de factores propios.

En los últimos años, se ha establecido un nuevo cuerpo de indicadores, que tienen implicaciones sobre el crecimiento económico, y que clasifica a las variables políticas entre las que tienen un efecto negativo y las que tienen un impacto positivo. Las drogas ilegales se categorizarían dentro de este segundo grupo. Los nuevos modelos económicos neoliberales adhieren a la hipótesis de que la marihuana, la cocaína y otras sustancias ilícitas incidirían positivamente en el crecimiento del PBI, aunque bajo una revisión histórica se asuma la contradicción de que éstas pueden afectar negativamente a otras variables, también relacionadas con el crecimiento, como lo son la inversión, las muertes violentas, la estabilidad social o los costos asociados.

No sorprende el reciente informe realizado por la London School of Economics (LSE), al que suscriben cuatro Premios Nobel de Economía (Kenneth Arrow , Christopher Pissarides, Thomas Schelling y Vernon Smith), y que da cuenta del fracaso de las políticas antidrogas desde un riguroso análisis financiero de costo/beneficio. Su sustento radica en que la prohibición sólo torna al mercado más atractivo para que ingresen nuevos actores, ansiosos por participar de las extraordinarias ganancias que el marco ilegal les ofrece. Y asegura que la oferta y la demanda de drogas es algo que no se puede erradicar, y que sólo puede ser manejado (mejor o peor) mediante la legalización.

Disiento. A priori, la eliminación de las barreras legales y la liberación de la oferta generaría la disminución del costo de las sustancias estupefacientes, lo cual no representaría necesariamente una pérdida de rentabilidad del negocio. El único cambio sobre una industria que genera más de 300 mil millones de dólares cada año se operaría en quién la controla, pues pasaría de manos de los narcotraficantes a las de los gerentes de empresas multinacionales.

Este nuevo escenario, controlado por la mano invisible de la oferta y la demanda, replicaría la brecha que se abre entre lo que hoy se paga a un productor campesino de coca del Chapare y el precio final de un producto refinado de altísimo valor agregado, colocado en alguna de las principales plazas de consumo. Incluso la aparición de intermediarios seducidos por semejante amplitud en los márgenes de ganancia, actuando bajo el parámetro de la maximización de beneficios, extendería rápidamente los comportamientos irracionales tanto a nivel de producción como a nivel de consumo. No obstante, la variación en el precio final de la droga no alteraría la demanda cautiva. En este contexto de centro/periferia, en el cual la curva de oferta agregada se desplazaría hacia la derecha (más oferta y más demanda), las penas seguirán siendo nuestras y las vaquitas ajenas.

Los especialistas también omiten señalar la relación directamente proporcional que existe entre el estatus jurídico de una sustancia y el alcance de la oferta, la facilidad para adquirirla, el precio y, en definitiva, el volumen de compra. En los circuitos productivos/comerciales del alcohol y del tabaco, drogas legales, no intervienen narcotraficantes ni distribuidores clandestinos. Sólo hay industria, comercio, publicidad y consumo. Mucho.

El alcohol, además de ser la droga más perjudicial no sólo en el individuo, sino para su entorno y para la sociedad, es casi tres veces más dañina que la cocaína y el tabaco. Se estima que por el alcohol muere 1 persona cada 10 segundos (unas 3,3 millones por año en el mundo), y que el tabaquismo mata 5 millones de personas más. En Argentina, como en otros países, lo que el Estado recauda mediante impuestos al cigarrillo sólo cubre el 50% de los costos anuales de atención médica atribuibles al consumo activo de tabaco. Vicios privados, salud pública. 

Esta epidemia mundial coloca a las políticas sanitarias frente a la encrucijada de dar respuestas a una enfermedad que evoluciona silentemente, motorizada por un mercado de demanda constante y en permanente crecimiento.
Frente a la recomendación a favor de la legalización que suena claramente en beneficio del libre funcionamiento de los mercados y contra toda intervención estatal, entiendo que el debate respecto a cómo regular la oferta y la demanda de drogas no es tan relevante como la necesidad de plasmar una propuesta de alcance universal para todos los individuos afectados por un consumo abusivo.

Comprender el rol que cierto sector del pensamiento económico mundial sigue desempeñando en la redefinición de las políticas mundiales sobre drogas es de suma utilidad para desenmascarar la ideología de los sospechosos de siempre. Legalizar las drogas no es progresista. No existe lógica social alguna en un proceso que sólo pretende favorecer la expansión de una demanda cautiva. Por el contrario, resulta perverso, siniestro e individualista.

“No esperamos nuestra cena de la benevolencia del panadero o del carnicero. No apelamos a su misericordia, sino a su interés”. (Adam Smith)

Marihuana, el ensayo uruguayo

Empezó la experimentación social a gran escala. Con la reglamentación de la Ley Nº19172 que establece el marco jurídico aplicable dirigido al control y regulación de la importación, exportación, plantación, cultivo, cosecha, producción, adquisición, almacenamiento, comercialización, distribución y uso de la marihuana y sus derivados, el Estado uruguayo avanzó en la utopía de que la vida es puro experimento, y de que existe amplio margen para la prueba y el error.

Hay voces que desde la otra orilla se alzan en favor del laissez faire, laissez passer (dejar hacer, dejar pasar). Julio Calzada, secretario general de la Junta Nacional de Drogas del Uruguay, afirma que su país “no pretende exportar esta propuesta, sino que los dejen intentar este nuevo camino”. Nadie discute el derecho soberano de toda nación a definir sus políticas internas, ni tampoco a plantear en un ámbito de multilateralidad la orientación de sus estrategias internacionales. El tema es que en un mundo de fronteras difuminadas, inmediato, pequeño y global, es imposible evitar el impacto transnacional de ciertas medidas sobre la salud y el bienestar de la población. Si no fuera así, nadie debería discutir sobre Botnia.

La nueva ley, transformada en improvisado experimento, plantea inconsistencias, vulnerabilidades, y demasiados lugares grises en manos del flamante organismo de aplicación: el Instituto de Regulación y Control del Cannabis (IRCCA). ¿Cuál será el destino previsto para los excedentes de cannabis no consumidos, que queden en poder de aquellos usuarios que acepten incorporarse al registro, o en almacenaje en las dependencias que se habiliten a tal efecto, o en los clubes de cannabicultores? ¿Cómo se controlará que en un domicilio particular se cumpla con el requerimiento de sólo seis plantas de cannabis, y que la plantación no supere los 480 gramos anuales, sin corromper el ámbito privado del ciudadano? ¿De qué manera el sistema de trazabilidad podrá detectar desvíos y adulteraciones en los casos de pequeñas cantidades, sabiendo que la tenencia de marihuana para consumo no está penalizada en Uruguay y que cualquiera puede portar libremente esta droga? ¿Por qué un usuario de cannabis, acostumbrado a consumir aquellas especies cuya concentración de tetrahidrocannabinol (THC) sea superior al 15% establecido por ley, abandonaría esa práctica? ¿A quién recurrirá si agota rápidamente los 40 gr mensuales al aumentar la dosis para lograr el mismo efecto? ¿Desde qué fundamento científico se espera que un adicto a la pasta base o la cocaína opte por consumir marihuana, sabiendo empíricamente que el camino hacia una adicción se traduce en forma inversa? ¿Qué sucederá con los menores de 18 años, que seguirán recurriendo a la clandestinidad para acceder a la sustancia, con el agravante de una mayor circulación de la misma debido al nuevo estatus legal? ¿Qué exigencias de seguridad se impondrán a las farmacias y locales habilitados para el expendio de cannabis, para evitar que la sustancia sea robada de los depósitos? ¿La prohibición de reventa de la marihuana legal será tan categórica como lo que sucede con la reventa de entradas de futbol o con el expendio de alcohol a menores, o sólo será el camino para el desarrollo de una nueva actividad ilegal que simplemente cambiará de manos? ¿De qué forma se disuadirá el turismo cannábico, sabiendo que no bastará con restringir la venta de marihuana sólo a uruguayos para evitar que la droga se comparta en las calles como el mate? ¿Cómo se pretende financiar el IRCCA o aumentar el presupuesto para fortalecer los programas de prevención y rehabilitación de adicciones, si como punto de partida la marihuana legal ha sido beneficiada con un régimen tributario mínimo? ¿Existen previsiones para limitar las licencias a farmacias, o la radicación de los denominados “clubes de membresía”, en zonas aledañas a establecimientos educativos o similares? ¿Se endurecerán las penas por conducir bajo los efectos de la marihuana?

Laissez faire, laissez passer… Aún sabiendo que la ley es cuestionable desde la perspectiva liberal porque implica la intervención máxima del Estado en la vida privada de las personas, los albañiles de la retórica liberalizadora de las drogas están dispuestos a incorporar el concepto “regulación” a la terminología que utilizan para defender su posición abolicionista. Aseguran que a diferencia de la legalización, la acción de regular lleva implícita la intencionalidad de un Estado presente, activo, eficiente, dispuesto a controlar la dinámica de la oferta y la demanda del uso de drogas. Así lo cree también Mujica, que abrazado a las teorías de Milton Friedman insiste en tildar de dogmáticos y sectarios a los que “están en contra de la honradez de la palabra experimento”. Así pretenden también que lo crea la opinión pública mundial.

Atemoriza que en Argentina se sigan alzando voces a favor de este tipo de medidas, que perciben en el modelo uruguayo una salida facilista al problema del narcotráfico. Algunos sectores de opinión aún parecen no advertir la relación directamente proporcional que existe entre la legalidad (o la percepción de legalidad, que es aún más grave) de las sustancias y el consumo masivo. Muchos siguen pensando que el fuego se puede apagar con nafta.

Desde 1931(Ley Nº 8764) y hasta 1996 (Ley Nº 16753), Uruguay tuvo el monopolio de la droga alcohol con la destilación y fabricación de bebidas alcohólicas. Con este antecedente, la paulatina eliminación de las barreras legales vigentes generaría, como único resultado, una baja en el precio de la marihuana y un simple cambio en la rentabilidad del negocio. El control, antes en manos de los traficantes, luego bajo regulación estatal, pasaría finalmente a las empresas multinacionales que lo operarían bajo los criterios del esquema de libre mercado. De todas formas, a priori no será sencillo controlar un mercado de demanda constante, que a mayor disponibilidad de marihuana crecerá aún más, sin que en paralelo surjan articulaciones que sigan aprovechándose de los grises e inconsistencias de la regulación.

La legalización de la marihuana no puede ser presentada ante la opinión pública como una solución simplista ni efectiva para reducir los problemas judiciales, de seguridad o de violencia pública. Las organizaciones criminales cuentan con una alta capacidad para transformarse y ajustarse a las nuevas condiciones del negocio. Con el ánimo de conservar los niveles de rentabilidad, diversificarían el mercado, abriéndolo para quienes se sostenga la prohibición (los menores de edad, las personas no registradas o quienes busquen niveles más altos de THC), o bien creando uno paralelo, por contrabando, similar al que existe en el caso del tabaco.

Decir que la legalización de la marihuana desfinanciaría el 50 por ciento del negocio del narcotráfico es mentirle burdamente a la gente. Detrás del crimen organizado también están el tráfico de armas, la trata de personas, el terrorismo, el contrabando y el lavado de activos. ¿Deben legalizarse también?

Es indudable que estamos en presencia de un debate que como sociedad se debe dar, pero que no puede restringirse a un mero enfoque de supuestos ideológicos individualistas y egoístas, que limitan a un análisis económico lo que en esencia es un problema socio-sanitario. Las políticas públicas sobre drogas deben basarse en evidencias científicas y empíricas. Así lo afirma la Comisión Interamericana para el Control del Abuso de Drogas (CICAD – OEA).

Frente a la errónea categorización de la marihuana como droga blanda, cada vez más y más investigaciones científicas demuestran con datos duros los daños a la salud ocasionados por su consumo. Se trata de una sustancia con principios psicoactivas muy potentes, que impactan sobre el sistema nervioso central, el cerebro y el aparato cardiovascular. Se ha comprobado que produce cambios significativos en los procesos cerebrales responsables de las habilidades y comportamientos que implican el pensamiento abstracto, la toma de decisiones, la flexibilidad cognitiva y la corrección de errores. Cerebros jóvenes en pleno desarrollo, vulnerables a la experimentación con el tetrahidrocannabinol.

Un Estado debe velar por la realización efectiva de los derechos de las minorías. Pero bajo ningún aspecto puede legislar de espaldas al bien común y el bienestar de una manifiesta mayoría que desea vivir en una sociedad saludable. Bien dijo Julio María Sanguinetti, ex presidente de Uruguay: “Bajar los brazos de este modo, proclamar la incapacidad de la sociedad para evitar la difusión de drogas y darle a los jóvenes la señal de que es algo permitido no nos conducirá a buen puerto. La cuestión es demasiado seria y compleja para reducirla a mágicas medidas de ingeniería social.”

¿A qué costo se pretende entonces avanzar en el camino de la experimentación? Laissez faire, laissez passer…