Entre el sentido común, las leyes y la evidencia

Esteban Wood

El anteproyecto impulsado por la diputada Diana Conti, que propone modificar la ley de drogas 23737 con el objetivo de despenalizar la marihuana en todas sus variedades, sus compuestos y sus derivados para fines “estrictamente medicinales” coloca a quienes entendemos en estos asuntos de drogas frente al desafío de la congruencia.

El punto de partida es determinar qué se entiende por marihuana en este proyecto. Porque si bajo esta denominación ubicamos a la planta de Cannabis sativa, sin clasificarla según la concentración del principio THC (delta-9-tetrahydrocannabinol) y del CBD (cannabidiol), estaríamos incurriendo en un error por omisión que podría abrir una peligrosa caja de Pandora.

Ambos compuestos se encuentran presentes en la planta, tienen la misma fórmula química y peso molecular, pero varían ligeramente en su estructura y, sobre todo, en su efecto. El primero es un activador de los receptores endocannabinoides, con impacto preponderantemente cerebral-mental psicoactivo. El segundo se comporta como un antagonista del THC, que reduce su efecto psicoactivo. Así, la mayor concentración de THC en la planta (que ha ido variando con el correr de los años hasta niveles sumamente riesgosos para la salud) identifica a las especies cuya finalidad es la del uso recreacional y que es conocida comúnmente como marihuana. Por su parte, las plantas con mínima presencia de delta-9 (inferior al 0,3%) y alta preponderancia de CBD (hasta un 40%) se podrían denominar cáñamo.

A simple vista, y exceptuando algunas características morfológicas menores, no existen diferencias entre ambas variedades de Cannabis sativa. La única forma de comprobarlo es mediante análisis de laboratorio, situación que torna compleja su individualización, su trazabilidad y su control de posibles desvíos en el caso de que se optara por autorizar el cultivo.

Hecha esta salvedad, cabe preguntarse qué se entiende entonces por marihuana medicinal. Durante estos últimos años existe un fuerte estado de opinión pública en torno a las ventajas sanadoras y terapéuticas de la planta en crudo y de sus compuestos cannabinoides, sintetizados, para tratar algunas enfermedades o aliviar determinados síntomas. A esta altura del avance de la ciencia, de la investigación y hasta de la misma evidencia empírica en torno a esta hipótesis, es innegable que existe abundante material para respaldar la necesidad de profundizar en este campo.

Así lo entiende el Instituto Nacional sobre el Abuso de Drogas (NIDA, según sus siglas en inglés), organismo rector del Gobierno de los Estados Unidos en materia de investigación científica sobre el fenómeno de las drogas y las adicciones, que forma parte de los Institutos Nacionales de la Salud (NIH, por sus siglas en inglés). Durante el año fiscal 2015, esta entidad respaldó 281 proyectos de investigación sobre cannabinoides con una inversión de 111 millones de dólares. Dentro de este paquete, 49 estudios examinaron las propiedades terapéuticas de los cannabinoides y otros 15 se focalizaron en el CBD.

Más estudios siguen en marcha. Pero, por el momento, los investigadores no han efectuado suficientes ensayos clínicos a gran escala que demuestren que los beneficios de la planta de la marihuana (contrariamente al de los cannabinoides sintetizados) pesen más que los efectos nocivos sobre la salud de aquellos pacientes en tratamiento con esta modalidad. Son varios los factores que demuestran que la marihuana fumada cuenta con menos propiedades terapéuticas que sus principios químicos naturales aislados en laboratorio y trasformados en medicación, incluyendo los efectos sumamente perjudiciales sobre los pulmones, el daño neuronal y la potencialidad de desencadenar una adicción. Asimismo, frente a la extrema variabilidad en la concentración de cannabinoides en los casos de marihuana fumada o ingerida por vía oral, resulta imposible estandarizar y ajustar una dosis.

Un punto que juega en contra de las posibilidades de ampliar el campo de investigación sobre marihuana es que Estados Unidos tiene una legislación bastante restrictiva al respecto. En 1970, durante la Presidencia de Richard Nixon, se sancionó el Acta de Sustancias Controladas. Esta determinó cinco listas de vigilancia, categorizó a las drogas comprendidas en la lista I como las más peligrosas, con mayor potencialidad de abuso y posible dependencia, y sin uso medicinal aceptado. Además de la marihuana, presente en este agrupamiento, se encuentra la heroína, el LSD y el éxtasis. Particularmente, la cocaína y la metanfetamina quedaron incluidas en la lista II (sustancias con uso medicinal aceptado bajo severas restricciones). Esta decisión normativa, que fuera adoptada sin basamento en la comunidad científica, es la que rige aún en Estados Unidos y la que condiciona no sólo sus posibilidades clínicas, sino también la mirada cultural sobre el fenómeno.

En simultáneo, y frente a la prohibición federal, varios estados han avanzado en los últimos años en la legalización de la marihuana con fines medicinales. Otros han restringido esta habilitación al uso del CBD. Apenas cuatro (Alaska, Colorado, Oregon y Washington) la legalizaron con fines también recreacionales. En once estados sigue rigiendo la prohibición absoluta. En este escenario, que algunos denominan limbo normativo, resulta sumamente particular que el mayor caudal de ciudadanos que acude a los dispensarios con recetas habilitantes para poder adquirir marihuana medicinal (con fines recreativos) está comprendido en la franja de los 20 a los 30 años. En un país como Argentina, tan apego a la ruptura de reglas, es probable que esta situación se replique e incluso se extienda hasta la población por debajo de los 18 años (como por ejemplo ya sucede con el expendio de bebidas alcohólicas).

Por otro lado, es indudable que la planta de Cannabis sativa es mayormente conocida por sus propiedades psicoactivas y, en cierta forma, por sus posibilidades y sus potencialidades medicinales. Pero restringir la mirada únicamente a esta opción terapéutica, como lo hace el proyecto impulsado por la diputada Conti o la propuesta del intendente de General Lamadrid, es acotar el amplio espectro de otros usos industriales que van desde la producción de papel, fibras textiles, aceite comestible (con altas propiedades nutritivas y anticolesterol), cosmética, pinturas o simplemente como biomasa. Como referencia vale remontarse a la experiencia de Villa Flandria, en la localidad bonaerense de Jáuregui, en la década de 1950.

Por eso es necesario tener un enfoque integral y no circunscribir las miradas a un solo escenario, más cuando se trata de una toma de posición del Estado frente a un fenómeno social que despierta interés y atención. Cuando hablamos de política pública nos referimos a un proceso de identificación de un problema, un diagnóstico, una cuantificación, un plan de intervención integral y el diseño de herramientas de medición para poder evaluar el impacto positivo-negativo de esa política pública.

En este proceso, la evidencia científica juega su papel preponderante. Pero el sentido común también debe estar presente en este tipo de definiciones, más cuando se trata de paliar el sufrimiento de personas que no responden a los tratamientos médicos tradicionales para ciertas patologías, o bien cuando la intervención clínica agrava sus dolencias, o crea efectos secundarios a raíz del uso de ciertos medicamentos. En estos casos extremos, de índole estrictamente humanitaria y compasional, nadie puede oponerse, por citar un ejemplo, entre tantos otros cientos, a la administración de aceite de cannabidiol a una niña de 3 años con epilepsia refractaria.

Las voces de los activistas canábicos que promueven su legalización hoy se entremezclan con las de las familias que reclaman por la salud propia y por la de sus seres queridos. Es necesario separar para no aumentar la confusión. Actualmente, y por fuera de cualquier modificación normativa en la ley 23737, existen suficientes mecanismos para ingresar al país, mediante trámites en la Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología Médica, compuestos canábicos para uso compasivo (e incluso otras drogas ilegales con fines médicos-científicos).

La clave, a mi juicio, es implementar una ventana de monitoreo de todos estos antecedentes, tomando como base centros hospitalarios de referencia, con intervención de profesionales de universidades de prestigio, que permitan ensayos clínicos controlados en condiciones médicas específicas, a los efectos de sistematizar datos y recolectar suficiente evidencia para una correcta toma de decisión. El trabajo del doctor Marcelo Morantes es, en este sentido, un punto de partida, una referencia y una orientación.

El debate sobre el uso medicinal-terapéutico de la marihuana nos ubica en un escenario en el cual la ciencia, la evidencia y el sentido común comienzan a converger, y obligan a poner en duda cualquier prejuicio de base que impida una reflexión abierta, desapasionada y plural. Mientras tanto, quizás el mayor tabú a vencer no sea una ley, sino la falta de información seria, los prejuicios de un cierto sector de la comunidad médica y de la sociedad en general, y los oportunismos de quienes pretenden utilizar esta cruzada humanitaria como un caballo de Troya que permita liberar el uso recreativo de la marihuana.