Mucho se discute por estos días sobre el rol que juegan los medios masivos de comunicación y la publicidad en materia de consumo de drogas legales. Mucho se plantea también sobre la necesidad de imponer un marco regulatorio que limite la exposición de la audiencia adolescente a ciertos mensajes promocionales. Sin embargo, poco y nada se habla de otra herramienta que podría generar, al igual que la restricción publicitaria, importantes cambios en el comportamiento de nuestra sociedad con respecto al uso y abuso de bebidas alcohólicas: la fiscalidad “correctiva” y el impacto sobre la variable precio.
Argentina es uno de los países con la carga impositiva sobre bebidas alcohólicas más baja a nivel mundial. Por ejemplo, el vino tiene un tipo cero en el gravamen sobre bebidas alcohólicas (algo que no sucede en otros países viticultores como Chile o como Australia). Asimismo, a cambio de inversiones, los vinos espumantes (que deberían tributar 12,7%) gozan desde el 2005 de una exención por ser considerados un bien de consumo suntuario. Las cervezas tributan en concepto de impuesto interno una tasa del 8 % sobre la base imponible respectiva, similar al nivel de Francia, Alemania o Luxemburgo, pero muy lejos del promedio mundial de 42,6%. Con respecto a los destilados y licores, la carga impositiva también es relativamente baja en comparación con otros países: 20% contra un 73,9% de media. Los datos surgen de un relevamiento realizado en 2014 por el Wine Economics Research Centre (Australia).
Desde hace unos años que la Organización Mundial de la Salud (OMS) insta a los países a adoptar una estrategia para combatir el uso excesivo de alcohol mediante el incremento impositivo y la regulación publicitaria. Afirma la OMS que “cuanto más accesible es la bebida, bien porque baja su precio o la gente tiene más dinero para gastar, mayor es el consumo y el nivel de daños relacionados en los países de bajos y altos ingresos”.
La experiencia llevada adelante en materia de control del tabaco, utilizando como barrera objetiva el incremento en el precio final de venta, es prueba suficiente para intentar su aplicación en otra droga legal como el alcohol. Más si se tiene en cuenta que estos impuestos pretenden desincentivar el consumo de estas sustancias por el daño que causan a la salud y el consecuente impacto sobre el sistema público/privado de atención médica. En el caso del tabaco, y aún aplicando el criterio de fiscalidad “correctiva”, lo que se recauda en función de los impuestos a la venta apenas llega a cubrir el 50% del costo sanitario asociado.
Tributos altos en proporcionalidad con la graduación alcohólica, regulaciones para limitar la disponibilidad, menor tolerancia de alcohol en sangre al volante y 21 años como edad mínima para comprar o consumir bebidas alcohólicas, es el exitoso camino que emprendieron países nórdicos como Suecia o Noruega. En Argentina, con un consumo de cerveza de 50 litros per cápita, una edad de inicio cada vez más baja, y con patrones de uso de alcohol cada vez mayores, la medida de proporcionalidad resultaría inaplicable. Pero todo lo demás despierta un camino digno de explorarse.
Desde un enfoque de salud pública, existe abundante literatura que sostiene que la suba de los impuestos resulta especialmente efectiva en reducir el consumo de alcohol entre los jóvenes en función de aumentar las probabilidades de abandonar un hábito, reducir el uso promedio y limitar las instancias de experimentación e iniciación. En particular, el aumento en el precio final del alcohol ha demostrado retardar la edad de inicio en el consumo, principalmente porque la renta disponible de esta población es acotada y generalmente paterno-dependiente.
La investigación y la evidencia empírica también avalan este tipo de medidas. Un reciente estudio de la Boston University School of Public Health demuestra cómo el precio puede constituir un factor de protección frente al uso indebido de drogas legales, específicamente en el caso del alcohol. Mediante un comparativo entre las estructuras tributarias de los diversos Estados de Norteamérica, se logró demostrar que aquellas jurisdicciones con impuestos elevados poseían las menores tasas de abuso de alcohol.
¿La conclusión más contundente del trabajo recientemente publicado en la revista Addiction? Por cada punto porcentual de aumento en el precio final de venta de bebidas alcohólicas se logra una reducción de 1,4% en el uso abusivo de las mismas. Como referencia, en Estados Unidos el impacto del denominado binge drinking en los costos asociados al uso indebido de drogas asciende a unos 170 billones de dólares anuales.
La industria vitivinícola, cervecera y licorera se alzará contra una medida de este tipo, sin dudas. El lobby hará su trabajo subterráneo de influencia sobre las políticas públicas, intentará condicionar la objetividad y la libertad del debate. Y tal como sucede con la postergada adhesión de nuestro país al protocolo mundial contra el cigarrillo, rechazado por parte de los representantes de las provincias tabacaleras, algunos senadores denegarán de plano la medida en resguardo de ciertos intereses.
Cuando está en juego la salud de la población, la argumentación del impacto sobre el desarrollo local o el pleno empleo es de una mezquindad innegable, un desprecio absoluto por el bienestar colectivo. Nada que no pueda subsanarse con subsidios, intervención estatal, incentivos a la exportación y políticas económicas activas que actúen como atenuadores del posible daño económico. La retórica individualista no puede tener cabida en un Estado de bienestar, que necesita ampliar de forma inteligente su base recaudatoria para poder preservar servicios públicos y políticas sociales básicas.
En lo que respecta a la popularidad (o no) de la medida, la barrera tributaria de ningún modo afectaría la equidad en el acceso. Tampoco constituiría una medida de exclusión ni discriminación por nivel socio-económico o por poder adquisitivo. Un aumento del impuesto sobre las bebidas alcohólicas derivaría en una subida del precio de las mismas, y un impacto sobre la segmentación del mercado según el tipo de consumidores.
Por el contrario, no hay equidad, justicia social ni revolución progresista en facilitarle a las poblaciones más vulnerables el acceso a las drogas (sean legales o ilegales). El tema pasa por ver quién se anima a ponerle el cascabel al gato y repensar los alcances de una nueva “ley seca” desde los tributario.