Una inmolación colectiva

Esteban Wood

El concepto “regulación” de las drogas ilegales, camuflaje semántico de la legalización, tiene mucho de utopía (tanta como la que se le critica a la visión del mundo “libre de drogas”). En países con escaso apego a las reglas, la batalla entre lo normativo y lo positivo suele darse en condiciones muy desiguales. Lo que debería suceder no es lo que en realidad sucede. El que debería hacer cumplir la norma en realidad no lo hace. Y aquellos que debieran asumir responsabilidades, a menudo se comportan irresponsablemente. En este escenario de descontrol y ligera anomia, en el que el objeto regulado no se regula, flexibilizar lo ilegal resulta casi una inmolación colectiva.

Ante un contexto que promueve la liberalización de la marihuana (y otras drogas), es necesario comprender que las sustancias legales dañan más por su estatus jurídico que por su denominación intrínseca. El alcance de la oferta, la disponibilidad, la estructura logística, el precio, los mercados cautivos y el volumen del consumo las tornan temibles. Los beneficios de la publicidad, la promoción y el marketing las convierten en pandemia.

La publicidad es una de las principales características distintivas de la sociedad industrial avanzada. Al fomentar el culto al éxito, a la juventud, a la riqueza y a la belleza mediante promesas de satisfacción, el consumismo se ha convertido en un estilo de vida que genera frustración y trastornos en aquellos que no pueden satisfacer esas necesidades creadas (o bien en aquellas que sienten que sus expectativas no son debidamente colmadas). El consumo de sustancias psicoactivas tiene mucho que ver con estas situaciones de vacío y de insatisfacción. En ambos extremos, la publicidad es un factor de poderoso condicionamiento espiritual para los millones de individuos alcanzados.

Con respecto a las drogas, pero específicamente de las bebidas alcohólicas, la industria ha sido lo suficientemente hábil para construir desde el marketing un imaginario de permisividad y de tolerancia social en torno a su uso. Un ligero halo de travesura adolescente. El risco de una cultura autodestructiva por la cual nuestros adolescentes caminan sin medir riesgos ni consecuencias. Todo este imaginario banal condiciona fuertemente la forma en la cual comprendemos y nos posicionamos frente al problema de las drogas legales.

Desde la sociedad, porque toleramos y permitimos pasivamente conductas socialmente disvaliosas que no debiéramos aceptar. El consumo de alcohol entre adolescentes simboliza a la figura paterna y/o materna en franca retirada, que decide auto-excluirse, que escoge no ejercer su rol tutor para no cuestionar aquello supuestamente incuestionable.
Desde los medios de comunicación, porque la publicidad brinda sustento y razón de ser a lo que Héctor D’Amico, ex secretario general de redacción del diario La Nación, definió como “la ética de la empresa periodística”: hacer dinero. Libertad de prensa o libertad de empresa, planteaba Jauretche.

Finalmente, desde la hechura de las políticas públicas, porque el fuerte lobby del empresariado torna sumamente difícil intervenir en aquello que, para funcionarios y legisladores, no es considerado un verdadero problema (a pesar de que las estadísticas y la evidencia científica demuestran fácticamente lo contrario).

Alcohol, verdadera puerta de entrada a otras drogas porque incrementa la situación de vulnerabilidad en población adolescente. Durante la adolescencia, el cerebro se encuentra en un alto proceso de desarrollo que establecerá las bases para la planificación, la integración de información, el pensamiento abstracto, la resolución de problemas, el discernimiento y el razonamiento, entre otras fundamentales habilidades de la persona en su vida adulta. Existen estudios que analizan los riesgos de deterioros cognitivos y otros trastornos médicos, que indudablemente pesarán sobre el futuro funcional del cerebro de tantos jóvenes sometidos a exagerados consumos de alcohol.

¿Cuántos? Según los últimos datos oficiales, alrededor del 50% de los estudiantes de 13 a 17 años de todo el país aseguran haber consumido alguna bebida alcohólica en el último mes. Si bien la foto estadística de la década no demuestra un incremento significativo en la cantidad de jóvenes que consumen alcohol, el problema es que cambió radicalmente el patrón y la modalidad de consumo: más de una cuarta parte de ese grupo reconoce haberse emborrachado en una misma salida u ocasión. Y estamos hablando de población escolarizada.

Más datos. Según un relevamiento en guardias de todo el país realizado a fines del 2012, uno de cada cuatro accidentes viales guarda relación con su consumo. Lo preocupante: el 33% de los pacientes que ingresan en las salas de emergencia por accidentes en los que el alcohol estuvo presente tienen entre 16 y 25 años. Durante el 2013, la guardia del área de Toxicología del Hospital Fernández atendió 350 casos de jóvenes menores de 20 años con intoxicación aguda por alcohol. Un 20% de ellos tenía menos de 15 años. En muchos casos, con presencia de otras sustancias.
¿Cuándo y cómo se habría producido este quiebre en las representaciones sociales?

A comienzos de la década de los ochenta, el consumo anual de cerveza en nuestro país rondaba los 7 litros por persona (décadas anteriores promediaba los 12 litros). Treinta años después, nos encontramos con un consumo de más de 50 litros per cápita. Y observando la serie INDEC 1990-2013 de ventas de cerveza en Argentina, es posible verificar un crecimiento de casi el 250% durante este período de análisis.

Indudablemente, para la industria cervecera el éxito en términos comerciales y empresariales fue haber incrementado las ganancias. Pero el “éxito” en términos publicitarios se percibe en la construcción y el modelaje de un nuevo mercado….La edad de inicio en el consumo de alcohol se ubica actualmente en torno a los 13 años de edad.

Esta misma tendencia puede empezar a vislumbrarse en el mercado de los amargos (Fernet) y los espumantes. Del 2003 al 2013, y apalancados en un efectivo trabajo promocional, el consumo de los primeros creció un 405%, y un 242% los segundos. En poco tiempo, ambas sustancias se estabilizarán en 1 litro per cápita. Las piezas publicitarias de estas bebidas tienden a replicar los recursos creativos que demostraron ser eficaces para catapultar el consumo de cerveza en la Argentina: juventud, diversión, belleza, descontrol, nocturnidad, excesos… El que avisa no traiciona.

Frente a las ideologías, las subjetividades y los intereses económicos subyacentes, los datos duros y la evidencia científica son incontrastables. En lugar de banalizar el uso de ciertas sustancias ilegales, pongamos mayor acento en cuestionar la masividad de las drogas legales, o la tenebrosa naturalización del consumo de alcohol entre nuestros jóvenes. Pongamos empeño en que por una sola vez, lo normativo sea regla y no anomalía. Seamos verdaderamente responsables.

La verdadera revolución no es legalizar lo ilegal, ni flexibilizar las prohibiciones. Lo verdaderamente innovador sería atreverse a limitar, mediante reproches sancionatorios, tolerancia cero, férreos controles, políticas preventivas inteligentes y reformas tributarias, el ventajoso estatus de legalidad que ostenta hoy el alcohol. Y mientras un litro de cerveza cueste casi lo mismo que uno de leche, no habrá revolución ni cambio de paradigma posible.