Mayores gravámenes a las drogas legales como política social

Con su reciente aprobación en un plenario de comisiones de Deportes y de Presupuesto y Hacienda, el aggiornamento de la ley nacional del deporte n.° 20.655 y un paquete de propuestas orientadas a promover la actividad se encaminan a concretarse.

La iniciativa, impulsada por el diputado del Frente para la Victoria (FPV) Mauricio Gómez Bull, apunta a la reforma de los estatutos de las asociaciones deportivas para democratizar la toma de decisiones, la descentralización del deporte de alto rendimiento mediante la creación de direcciones regionales, la modernización de las estructuras deportivas del Estado con sentido federal y la creación de la denominada asignación universal por deporte (AUD).

Este nuevo subsidio, que se asociaría a la asignación universal por hijo (AUH), apunta a cubrir las cuotas sociales de clubes, escuelas deportivas o polideportivos, con el fin de garantizar el acceso de aquellos con menos posibilidades de hacerlo.

El proyecto original del oficialismo también establecía la creación de un ente nacional de desarrollo deportivo (Enaded), financiado con base en la afectación impositiva de productos de consumo masivo que interfieren con la salud de la población. Puntualmente, los autores del proyecto preveían incorporar una carga fiscal al tabaco (1,5 % de la venta de cigarrillos), al alcohol y a las bebidas gaseosas (0,45 centavos sobre el precio total de venta al público).

La propuesta incluso había recibido el beneplácito del titular de la Comisión Nacional de Drogadependencia de la Comisión Episcopal Argentina, el padre José María “Pepe” Di Paola: “Que millones de chicos puedan practicar deportes en el país tres veces por semana en un club o en una parroquia es la mejor prevención para todas las adicciones en los jóvenes que estamos sufriendo”. Continuar leyendo

Una nueva ley seca

Mucho se discute por estos días sobre el rol que juegan los medios masivos de comunicación y la publicidad en materia de consumo de drogas legales. Mucho se plantea también sobre la necesidad de imponer un marco regulatorio que limite la exposición de la audiencia adolescente a ciertos mensajes promocionales. Sin embargo, poco y nada se habla de otra herramienta que podría generar, al igual que la restricción publicitaria, importantes cambios en el comportamiento de nuestra sociedad con respecto al uso y abuso de bebidas alcohólicas: la fiscalidad “correctiva” y el impacto sobre la variable precio.

Argentina es uno de los países con la carga impositiva sobre bebidas alcohólicas más baja a nivel mundial. Por ejemplo, el vino tiene un tipo cero en el gravamen sobre bebidas alcohólicas (algo que no sucede en otros países viticultores como Chile o como Australia). Asimismo, a cambio de inversiones, los vinos espumantes (que deberían tributar 12,7%) gozan desde el 2005 de una exención por ser considerados un bien de consumo suntuario. Las cervezas tributan en concepto de impuesto interno una tasa del 8 % sobre la base imponible respectiva, similar al nivel de Francia, Alemania o Luxemburgo, pero muy lejos del promedio mundial de 42,6%. Con respecto a los destilados y licores, la carga impositiva también es relativamente baja en comparación con otros países: 20% contra un 73,9% de media. Los datos surgen de un relevamiento realizado en 2014 por el Wine Economics Research Centre (Australia).

Desde hace unos años que la Organización Mundial de la Salud (OMS) insta a los países a adoptar una estrategia para combatir el uso excesivo de alcohol mediante el incremento impositivo y la regulación publicitaria. Afirma la OMS que “cuanto más accesible es la bebida, bien porque baja su precio o la gente tiene más dinero para gastar, mayor es el consumo y el nivel de daños relacionados en los países de bajos y altos ingresos”.

La experiencia llevada adelante en materia de control del tabaco, utilizando como barrera objetiva el incremento en el precio final de venta, es prueba suficiente para intentar su aplicación en otra droga legal como el alcohol. Más si se tiene en cuenta que estos impuestos pretenden desincentivar el consumo de estas sustancias por el daño que causan a la salud y el consecuente impacto sobre el sistema público/privado de atención médica. En el caso del tabaco, y aún aplicando el criterio de fiscalidad “correctiva”, lo que se recauda en función de los impuestos a la venta apenas llega a cubrir el 50% del costo sanitario asociado.

Tributos altos en proporcionalidad con la graduación alcohólica, regulaciones para limitar la disponibilidad, menor tolerancia de alcohol en sangre al volante y 21 años como edad mínima para comprar o consumir bebidas alcohólicas, es el exitoso camino que emprendieron países nórdicos como Suecia o Noruega. En Argentina, con un consumo de cerveza de 50 litros per cápita, una edad de inicio cada vez más baja, y con patrones de uso de alcohol cada vez mayores, la medida de proporcionalidad resultaría inaplicable. Pero todo lo demás despierta un camino digno de explorarse.

Desde un enfoque de salud pública, existe abundante literatura que sostiene que la suba de los impuestos resulta especialmente efectiva en reducir el consumo de alcohol entre los jóvenes en función de aumentar las probabilidades de abandonar un hábito, reducir el uso promedio y limitar las instancias de experimentación e iniciación. En particular, el aumento en el precio final del alcohol ha demostrado retardar la edad de inicio en el consumo, principalmente porque la renta disponible de esta población es acotada y generalmente paterno-dependiente.

La investigación y la evidencia empírica también avalan este tipo de medidas. Un reciente estudio de la Boston University School of Public Health demuestra cómo el precio puede constituir un factor de protección frente al uso indebido de drogas legales, específicamente en el caso del alcohol. Mediante un comparativo entre las estructuras tributarias de los diversos Estados de Norteamérica, se logró demostrar que aquellas jurisdicciones con impuestos elevados poseían las menores tasas de abuso de alcohol.

¿La conclusión más contundente del trabajo recientemente publicado en la revista Addiction? Por cada punto porcentual de aumento en el precio final de venta de bebidas alcohólicas se logra una reducción de 1,4% en el uso abusivo de las mismas. Como referencia, en Estados Unidos el impacto del denominado binge drinking en los costos asociados al uso indebido de drogas asciende a unos 170 billones de dólares anuales.

La industria vitivinícola, cervecera y licorera se alzará contra una medida de este tipo, sin dudas. El lobby hará su trabajo subterráneo de influencia sobre las políticas públicas, intentará condicionar la objetividad y la libertad del debate. Y tal como sucede con la postergada adhesión de nuestro país al protocolo mundial contra el cigarrillo, rechazado por parte de los representantes de las provincias tabacaleras, algunos senadores denegarán de plano la medida en resguardo de ciertos intereses.

Cuando está en juego la salud de la población, la argumentación del impacto sobre el desarrollo local o el pleno empleo es de una mezquindad innegable, un desprecio absoluto por el bienestar colectivo. Nada que no pueda subsanarse con subsidios, intervención estatal, incentivos a la exportación y políticas económicas activas que actúen como atenuadores del posible daño económico. La retórica individualista no puede tener cabida en un Estado de bienestar, que necesita ampliar de forma inteligente su base recaudatoria para poder preservar servicios públicos y políticas sociales básicas.

En lo que respecta a la popularidad (o no) de la medida, la barrera tributaria de ningún modo afectaría la equidad en el acceso. Tampoco constituiría una medida de exclusión ni discriminación por nivel socio-económico o por poder adquisitivo. Un aumento del impuesto sobre las bebidas alcohólicas derivaría en una subida del precio de las mismas, y un impacto sobre la segmentación del mercado según el tipo de consumidores.

Por el contrario, no hay equidad, justicia social ni revolución progresista en facilitarle a las poblaciones más vulnerables el acceso a las drogas (sean legales o ilegales). El tema pasa por ver quién se anima a ponerle el cascabel al gato y repensar los alcances de una nueva “ley seca” desde los tributario.

Una inmolación colectiva

El concepto “regulación” de las drogas ilegales, camuflaje semántico de la legalización, tiene mucho de utopía (tanta como la que se le critica a la visión del mundo “libre de drogas”). En países con escaso apego a las reglas, la batalla entre lo normativo y lo positivo suele darse en condiciones muy desiguales. Lo que debería suceder no es lo que en realidad sucede. El que debería hacer cumplir la norma en realidad no lo hace. Y aquellos que debieran asumir responsabilidades, a menudo se comportan irresponsablemente. En este escenario de descontrol y ligera anomia, en el que el objeto regulado no se regula, flexibilizar lo ilegal resulta casi una inmolación colectiva.

Ante un contexto que promueve la liberalización de la marihuana (y otras drogas), es necesario comprender que las sustancias legales dañan más por su estatus jurídico que por su denominación intrínseca. El alcance de la oferta, la disponibilidad, la estructura logística, el precio, los mercados cautivos y el volumen del consumo las tornan temibles. Los beneficios de la publicidad, la promoción y el marketing las convierten en pandemia.

La publicidad es una de las principales características distintivas de la sociedad industrial avanzada. Al fomentar el culto al éxito, a la juventud, a la riqueza y a la belleza mediante promesas de satisfacción, el consumismo se ha convertido en un estilo de vida que genera frustración y trastornos en aquellos que no pueden satisfacer esas necesidades creadas (o bien en aquellas que sienten que sus expectativas no son debidamente colmadas). El consumo de sustancias psicoactivas tiene mucho que ver con estas situaciones de vacío y de insatisfacción. En ambos extremos, la publicidad es un factor de poderoso condicionamiento espiritual para los millones de individuos alcanzados.

Con respecto a las drogas, pero específicamente de las bebidas alcohólicas, la industria ha sido lo suficientemente hábil para construir desde el marketing un imaginario de permisividad y de tolerancia social en torno a su uso. Un ligero halo de travesura adolescente. El risco de una cultura autodestructiva por la cual nuestros adolescentes caminan sin medir riesgos ni consecuencias. Todo este imaginario banal condiciona fuertemente la forma en la cual comprendemos y nos posicionamos frente al problema de las drogas legales.

Desde la sociedad, porque toleramos y permitimos pasivamente conductas socialmente disvaliosas que no debiéramos aceptar. El consumo de alcohol entre adolescentes simboliza a la figura paterna y/o materna en franca retirada, que decide auto-excluirse, que escoge no ejercer su rol tutor para no cuestionar aquello supuestamente incuestionable.
Desde los medios de comunicación, porque la publicidad brinda sustento y razón de ser a lo que Héctor D’Amico, ex secretario general de redacción del diario La Nación, definió como “la ética de la empresa periodística”: hacer dinero. Libertad de prensa o libertad de empresa, planteaba Jauretche.

Finalmente, desde la hechura de las políticas públicas, porque el fuerte lobby del empresariado torna sumamente difícil intervenir en aquello que, para funcionarios y legisladores, no es considerado un verdadero problema (a pesar de que las estadísticas y la evidencia científica demuestran fácticamente lo contrario).

Alcohol, verdadera puerta de entrada a otras drogas porque incrementa la situación de vulnerabilidad en población adolescente. Durante la adolescencia, el cerebro se encuentra en un alto proceso de desarrollo que establecerá las bases para la planificación, la integración de información, el pensamiento abstracto, la resolución de problemas, el discernimiento y el razonamiento, entre otras fundamentales habilidades de la persona en su vida adulta. Existen estudios que analizan los riesgos de deterioros cognitivos y otros trastornos médicos, que indudablemente pesarán sobre el futuro funcional del cerebro de tantos jóvenes sometidos a exagerados consumos de alcohol.

¿Cuántos? Según los últimos datos oficiales, alrededor del 50% de los estudiantes de 13 a 17 años de todo el país aseguran haber consumido alguna bebida alcohólica en el último mes. Si bien la foto estadística de la década no demuestra un incremento significativo en la cantidad de jóvenes que consumen alcohol, el problema es que cambió radicalmente el patrón y la modalidad de consumo: más de una cuarta parte de ese grupo reconoce haberse emborrachado en una misma salida u ocasión. Y estamos hablando de población escolarizada.

Más datos. Según un relevamiento en guardias de todo el país realizado a fines del 2012, uno de cada cuatro accidentes viales guarda relación con su consumo. Lo preocupante: el 33% de los pacientes que ingresan en las salas de emergencia por accidentes en los que el alcohol estuvo presente tienen entre 16 y 25 años. Durante el 2013, la guardia del área de Toxicología del Hospital Fernández atendió 350 casos de jóvenes menores de 20 años con intoxicación aguda por alcohol. Un 20% de ellos tenía menos de 15 años. En muchos casos, con presencia de otras sustancias.
¿Cuándo y cómo se habría producido este quiebre en las representaciones sociales?

A comienzos de la década de los ochenta, el consumo anual de cerveza en nuestro país rondaba los 7 litros por persona (décadas anteriores promediaba los 12 litros). Treinta años después, nos encontramos con un consumo de más de 50 litros per cápita. Y observando la serie INDEC 1990-2013 de ventas de cerveza en Argentina, es posible verificar un crecimiento de casi el 250% durante este período de análisis.

Indudablemente, para la industria cervecera el éxito en términos comerciales y empresariales fue haber incrementado las ganancias. Pero el “éxito” en términos publicitarios se percibe en la construcción y el modelaje de un nuevo mercado….La edad de inicio en el consumo de alcohol se ubica actualmente en torno a los 13 años de edad.

Esta misma tendencia puede empezar a vislumbrarse en el mercado de los amargos (Fernet) y los espumantes. Del 2003 al 2013, y apalancados en un efectivo trabajo promocional, el consumo de los primeros creció un 405%, y un 242% los segundos. En poco tiempo, ambas sustancias se estabilizarán en 1 litro per cápita. Las piezas publicitarias de estas bebidas tienden a replicar los recursos creativos que demostraron ser eficaces para catapultar el consumo de cerveza en la Argentina: juventud, diversión, belleza, descontrol, nocturnidad, excesos… El que avisa no traiciona.

Frente a las ideologías, las subjetividades y los intereses económicos subyacentes, los datos duros y la evidencia científica son incontrastables. En lugar de banalizar el uso de ciertas sustancias ilegales, pongamos mayor acento en cuestionar la masividad de las drogas legales, o la tenebrosa naturalización del consumo de alcohol entre nuestros jóvenes. Pongamos empeño en que por una sola vez, lo normativo sea regla y no anomalía. Seamos verdaderamente responsables.

La verdadera revolución no es legalizar lo ilegal, ni flexibilizar las prohibiciones. Lo verdaderamente innovador sería atreverse a limitar, mediante reproches sancionatorios, tolerancia cero, férreos controles, políticas preventivas inteligentes y reformas tributarias, el ventajoso estatus de legalidad que ostenta hoy el alcohol. Y mientras un litro de cerveza cueste casi lo mismo que uno de leche, no habrá revolución ni cambio de paradigma posible.

La economía del narcotráfico

La explosión de un barco en un muelle lleva a la policía a descubrir en el sitio del siniestro muchos cadáveres, una infinidad de sospechas y, casualmente, una fortuna relacionada con el tráfico de drogas. Verbal Kint, un estafador rengo que sobrevive milagrosamente al atentado, construye su interrogatorio en torno de la figura de un mítico criminal. Al igual que en el thriller “Los sospechosos de siempre”, los nuevos protagonistas que pretenden reorientar las políticas mundiales sobre drogas encubren también a su propio Keyser Söze.

Según la teoría neoclásica, existen factores capaces de modificar el crecimiento endógeno de una economía, entendido esto como el cambio en el producto de un país en el tiempo. Para Adam Smith, padre del liberalismo económico, el progreso guarda relación con determinadas mejoras en el ambiente que rodea a la sociedad. La extensión de los cultivos y el aumento no artificial de los precios, los adelantos científicos y el incremento de la mano de obra empleada se refleja en alzas de las rentas. Diversos trabajos posteriores avalan la hipótesis de que en el largo plazo, y según las teorías neoclásicas, el crecimiento económico se debe a cambios de factores propios.

En los últimos años, se ha establecido un nuevo cuerpo de indicadores, que tienen implicaciones sobre el crecimiento económico, y que clasifica a las variables políticas entre las que tienen un efecto negativo y las que tienen un impacto positivo. Las drogas ilegales se categorizarían dentro de este segundo grupo. Los nuevos modelos económicos neoliberales adhieren a la hipótesis de que la marihuana, la cocaína y otras sustancias ilícitas incidirían positivamente en el crecimiento del PBI, aunque bajo una revisión histórica se asuma la contradicción de que éstas pueden afectar negativamente a otras variables, también relacionadas con el crecimiento, como lo son la inversión, las muertes violentas, la estabilidad social o los costos asociados.

No sorprende el reciente informe realizado por la London School of Economics (LSE), al que suscriben cuatro Premios Nobel de Economía (Kenneth Arrow , Christopher Pissarides, Thomas Schelling y Vernon Smith), y que da cuenta del fracaso de las políticas antidrogas desde un riguroso análisis financiero de costo/beneficio. Su sustento radica en que la prohibición sólo torna al mercado más atractivo para que ingresen nuevos actores, ansiosos por participar de las extraordinarias ganancias que el marco ilegal les ofrece. Y asegura que la oferta y la demanda de drogas es algo que no se puede erradicar, y que sólo puede ser manejado (mejor o peor) mediante la legalización.

Disiento. A priori, la eliminación de las barreras legales y la liberación de la oferta generaría la disminución del costo de las sustancias estupefacientes, lo cual no representaría necesariamente una pérdida de rentabilidad del negocio. El único cambio sobre una industria que genera más de 300 mil millones de dólares cada año se operaría en quién la controla, pues pasaría de manos de los narcotraficantes a las de los gerentes de empresas multinacionales.

Este nuevo escenario, controlado por la mano invisible de la oferta y la demanda, replicaría la brecha que se abre entre lo que hoy se paga a un productor campesino de coca del Chapare y el precio final de un producto refinado de altísimo valor agregado, colocado en alguna de las principales plazas de consumo. Incluso la aparición de intermediarios seducidos por semejante amplitud en los márgenes de ganancia, actuando bajo el parámetro de la maximización de beneficios, extendería rápidamente los comportamientos irracionales tanto a nivel de producción como a nivel de consumo. No obstante, la variación en el precio final de la droga no alteraría la demanda cautiva. En este contexto de centro/periferia, en el cual la curva de oferta agregada se desplazaría hacia la derecha (más oferta y más demanda), las penas seguirán siendo nuestras y las vaquitas ajenas.

Los especialistas también omiten señalar la relación directamente proporcional que existe entre el estatus jurídico de una sustancia y el alcance de la oferta, la facilidad para adquirirla, el precio y, en definitiva, el volumen de compra. En los circuitos productivos/comerciales del alcohol y del tabaco, drogas legales, no intervienen narcotraficantes ni distribuidores clandestinos. Sólo hay industria, comercio, publicidad y consumo. Mucho.

El alcohol, además de ser la droga más perjudicial no sólo en el individuo, sino para su entorno y para la sociedad, es casi tres veces más dañina que la cocaína y el tabaco. Se estima que por el alcohol muere 1 persona cada 10 segundos (unas 3,3 millones por año en el mundo), y que el tabaquismo mata 5 millones de personas más. En Argentina, como en otros países, lo que el Estado recauda mediante impuestos al cigarrillo sólo cubre el 50% de los costos anuales de atención médica atribuibles al consumo activo de tabaco. Vicios privados, salud pública. 

Esta epidemia mundial coloca a las políticas sanitarias frente a la encrucijada de dar respuestas a una enfermedad que evoluciona silentemente, motorizada por un mercado de demanda constante y en permanente crecimiento.
Frente a la recomendación a favor de la legalización que suena claramente en beneficio del libre funcionamiento de los mercados y contra toda intervención estatal, entiendo que el debate respecto a cómo regular la oferta y la demanda de drogas no es tan relevante como la necesidad de plasmar una propuesta de alcance universal para todos los individuos afectados por un consumo abusivo.

Comprender el rol que cierto sector del pensamiento económico mundial sigue desempeñando en la redefinición de las políticas mundiales sobre drogas es de suma utilidad para desenmascarar la ideología de los sospechosos de siempre. Legalizar las drogas no es progresista. No existe lógica social alguna en un proceso que sólo pretende favorecer la expansión de una demanda cautiva. Por el contrario, resulta perverso, siniestro e individualista.

“No esperamos nuestra cena de la benevolencia del panadero o del carnicero. No apelamos a su misericordia, sino a su interés”. (Adam Smith)