El que se enoja pierde. La Argentina frente al fenómeno Trump

Una de las principales banderas de la coalición electoral que ganó las pasadas elecciones presidenciales en la Argentina y en distritos claves, como la provincia de Buenos Aires y la capital federal, ha sido el regreso del país al sistema internacional. Buscando relaciones maduras, constructivas y no de sermoneo a las principales potencias, y en especial a las dotadas de sistemas políticos republicanos y democráticos.

En ese contexto, de más está decir que en esa hoja de ruta ocupan un rol central los Estados Unidos. Todavía la principal potencia económica del mundo y más aún en el campo militar. Como dato cabría recordar que la inversión de defensa de Washington casi triplica la del segundo, en este caso, China, y es ocho veces mayor a la de Rusia. Sin olvidarnos desde ya del peso central de la potencia norteamericana en nuestra vida cotidiana, ligada a la tercera revolución industrial o la era de internet y la redes sociales. El lector podría hacer una revisión rápida para comprobarlo con sólo mirar las aplicaciones en los teléfonos inteligentes, las tabletas y las computadoras. Por último, el aún inefable dólar como moneda de reserva internacional, incluyendo la del mismo Banco Central de China.

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La prudencia realista de Obama

En los últimos meses, el presidente de los EE.UU., Barack Obama, ha tenido que enfrentar algunos serios desafíos a lo que él se propuso como uno de sus principales objetivos: dar un cierre lo más ordenado posible a las intervenciones militares lanzadas por su predecesor George W. Bush en Irak y Afganistán.

La primera fue ya en gran medida concretada y la segunda terminaría de ejecutarse antes de que el demócrata abandone la Casa Blanca. Su otro gran meta era poner en orden la economía americana pos crisis financiera del 2008 y la tercera, de la cual se habla menos, es reforzar la vocación hacia el Pacifico y Asia de los EEUU, tanto en lo que respecta a temas económicos, comerciales y financieros, así como también en presencia diplomática, cultural y militar.

No casualmente, la administración Obama ha dejado trascender de manera más o menos nítida que el Medio Oriente no debe ser un pantano que termine consumiendo energías y recursos que la superpotencia necesita en Asia-Pacifico, entre otras cosas, para gestionar la relación de socio económico y rival geopolítico que le plantea China. La decisión del coloso comunista de desarrollar una política exterior más asertiva en sus aguas e islas cercanas no ha hecho más que reforzar los lazos de EEUU con tradicionales aliados como Japón, Corea del Sur, Taiwan, Indonesia y Filipinas y con viejos enemigos como Vietnam, así como con una India que, pese a su condición de democracia y prácticas occidentales de gobierno, durante la Guerra Fría mantuvo una relación distante con Washington y cercana a Moscú.

El desmadre de la guerra civil siria y un proceso también complejo y caótico en Irak son‎ fenómenos que amenazan la estrategia llevada a cabo por Obama durante sus casi 6 años al frente de la Casa Blanca. Su negativa de regresar a guerras (más aun civiles y con enemigos múltiples) que lo alejen del proyecto de jerarquizar aun más la zona de Asia-Pacifico, ordenar la economía e incrementar el autoabestecimiento energético de su país, quedó en claro durante el encuentro que mantuvo a comienzos de septiembre con una decena de renombrados académicos y especialistas en relaciones internacionales  de los EEUU.

Si bien no ha trascendido el listado completo, de los que se conoció quedó en evidencia la presencia de la crema innata de los especialistas de la escuela Realista. No casualmente dos referentes históricos de la misma y con amplia experiencia en combinar teoría y práctica en la función pública, tal son los casos de Henry Kissinger y Zbigniew Brzezinski, han sido voces por demás autorizadas y muy comprensivas con los cursos de acción (o de no acción en algunos casos) que ha venido llevando a cabo Obama frente a los casos de Siria e Irak. Asimismo, desde claustros puramente académicos, íconos realistas como J. Mearsheimer de la Universidad de Chicago y S. Walt de Harvard han salido en defensa del Presidente y han advertido que sus tácticas y estrategias están más en sintonía con la prudencia y visión de largo plazo que pregona el Realismo desde hace dos milenios que los excesos de liberalismo internacionalista del periodo Clinton en los 90 y la agenda neoconservadora de G.W. Bush tas el ataque del 11 de septiembre.

En la visión de estas mentes brillante, la actual Casa Blanca busca una postura distante tanto sea de fobias que tiendan al aislacionismo de EE.UU. así como de cruzadas inútiles y riesgosas, recordando siempre que los golpes más duros contra Al Qaeda se dieron durante la gestión de Obama y que la guerra de Irak en el 2003 fue altamente inútil a los intereses estratégicos de la superpotencia. Tampoco dejan de citar las posibilidades concretas, si bien aún no definitiva, de un acuerdo con Irán que evite tanto el desarrollo militar de su tecnología nuclear cómo también una escalada que derive en ataques sobre tierra persa del poder aéreo estadounidense e israeli.

En la visión de estos profesores, Obama dedica parte de sus fuerzas a resolver malas decisiones del pasado. En el caso de Clinton, el acercar demasiado la OTAN a la frontera rusa y con ello plantar la semilla de la actual crisis en Ucrania y la “guerra por opción” de Bush hijo en Irak, la cual solo derivó en un mayor desorden de la región y la toma del poder de élites políticas y armadas shiitas que responden más a Irán que al mundo Occidental.

Este mundillo de mentes brillantes dista de influenciar en el gran público americano, tal como lo atestiguan las encuestas que anuncian una muy probable mejora de los republicanos en el Congreso en las próximas elecciones legislativas de noviembre y el análisis de opinión pública del prestigioso Pew Research Center, que arroja que una mayoría de los ciudadanos americanos cuestionan la laxitud de Obama frente al desafío de Assad en Siria, de Irán y del ISIS en tierra iraqui y siria.

>Para un Presidente que está ya pensando más en su legado, no es un mal precedente que el milenario Realismo le extienda un manto de apoyo y comprensión. La historia muestra que los que desafiaron agudamente las enseñanzas de Tucidides, Maquiavelo, Hobbes, Bismark, Metternich, Morgenthau, Carr, Kennan, Lippmann y el mismo Kissinger, dejaron pesadas herencias a sus países y sociedades, que incontables veces se dejaron llevar por el exitismo, cálculos de corto plazo y jueguitos para la tribuna.
 

¿‎Del “momento unipolar” a la era BRICS? Los números no dicen eso por ahora

Un tema habitual en análisis periodísticos, académicos, y aun en conversaciones cotidianas en la Argentina y el mundo, es todo lo referido a la imagen de los Estados Unidos y las críticas o elogios a sus conductas en la arena internacional. Un fenómeno creciente es también hacer mención a China. Pero en este ultimo caso, la mayoría de las veces focalizando más bien en su ascenso económico y el impacto de su consumo en los precios de las materias primas que exportamos, como la soja, o el cobre de Chile o también la soja y el mineral de hierro en Brasil.‎

De más estar decir que la reciente cumbre de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) no ha hecho más que potenciar las proyecciones sobre el supuesto irrefrenable avance del sistema internacional hacia una estructura más claramente multipolar luego del “momento unipolar” post colapso de la URSS.

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Un vínculo clave

Una de las premisas básicas del milenario Realismo afirma que los Estados no tienen amistades sino intereses, los cuales son cambiantes dependiendo las relaciones de poder y amenazas percibidas en cada momento de la historia. Un saber convencional basado en hechos sólidos suele remarcar la histórica constructiva relación de Brasil vis a vis con los EEUU. Situación que se remonta al siglo XIX y que se extendió, consolidó y llegó a su cúspide entre 1940 y principios de la década de los 70.

Tanto los gobiernos monárquicos cómo luego los de la República -y ni que decir Getulio Vargas para comienzos de la Segunda Guerra Mundial o el gobierno militar brasileño que toma el poder en 1964- no dudaron en estar del lado de Washington en diversos momentos claves, ya sea las dos grandes conflagraciones mundiales del siglo pasado y uno de los tramos más calientes de la Guerra Fría entre 1946 y entrada la década del 60. La estrategia de largo plazo impulsada de manera clara e impecable a principios del 1900 por el entonces canciller, el Barón de Río Branco, se basaba en articular una relación estrecha y cooperativa con los EEUU cómo forma de apuntalar al Brasil en su búsqueda de superar a la potencia sudamericana de ese momento. O sea, la Argentina.

Cabría recordar que recién en 1955 la economía de nuestro gigantesco vecino logró equiparar el PBI argentino. De manera sutil, Río Branco buscaba lograr ese vínculo especial pero al mismo tiempo era muy prudente y cuidadoso de no generar una escalada militar en el Cono Sur y en especial con la poderosa Argentina. Su idea era crear un curso de acción sostenido en el tiempo que derivaría en poder desplazar a los rioplatenses como principal actor de la región sin que por ello se produjese un desembarco activo y hegemónico de Washington en la zona.

A mediados del siglo pasado, desde las escuelas geopolíticas y diplomáticas del Brasil se impulsó la idea de un “trato leal” entre Río de Janeiro (luego Brasilia) y la Casa Blanca. Consistía en una parcial pero no por ello menos amplia delegación de las responsabilidades “hegemónicas” de la superpotencia en sus confiables aliados brasileños. Mas aún después de las fuertes tensiones existentes entre Buenos Aires y Washington por la neutralidad en la Segunda Guerra Mundial y el posterior “Braden o Peron”. Todo ello, combinado por una recurrente inestabilidad política que se acentuará en la Argentina desde 1930, así como la fuerte erosión del poder politico-militar y ni que decir económico del Reino Unido a nivel global y en su condición de socio clave de nuestro país.

Las ahora tan mencionadas y actuales lógicas de “stop and go” y periodos de alta inflación y bajo crecimiento o directamente recesión (estanflación), erosionaban de manera lenta pero constante la diferencia de poder de Argentina vis a vis con el Brasil. La inestabilidad política y económica no se lograba alcanzar ni con gobiernos radicales, peronistas o militares. Ergo, sin esa gobernabilidad de largo plazo nuestro país pasaría ser visto por la élite decisoria de Brasilia como un Estado que había perdido definitivamente la carrera por la primacia regional de manera nítida al promediar los años 70.

En ese mismo momento, el entonces secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger hizo su famosa referencia al Brasil cómo “Estado llave” o clave. No obstante, esas agradables palabras se veían acompañadas por fuertes restricciones a la venta de tecnología nuclear de uso civil a  los brasileños y un creciente proteccionismo comercial de los EEUU. Ello, iría generando un gradual y poco estridente giro de la política exterior del Brasil y de su gobierno militar hacia una más orientada a buscar canales de interacción más fluidos con otras potencias ascendentes en ese momento como Alemania, Japón, etc. El ascenso en las capacidades materiales y simbólicas brasileñas se consolidarán entre los 80 y el presente siglo.

En esa tres décadas se irán sumando y combinando estabilidad democrática, luego control de la inflación y estabilidad macroeconomica en los 90 y finalmente, el boom de los precios de las materias primas cómo hierro, soja y petróleo y la llegada al poder de la izquierda con Lula y su demostración de moderación, prudencia y eficiencia en el manejo de la economía.  En este escenario de un Brasil con más recursos materiales y simbólicos que nunca, sin olvidarnos el ser elegido para organizar el Mundial de fútbol y los Juegos Olímpicos, y una superpotencia norteamericana afectada por la crisis financiera en Wall Street del 2008 y el trauma de dos guerras largas y sangrientas cómo Irak y Afganistán, es lógico que las tendencias neoautonomistas iniciadas por Brasil casi 40 años atrás tomasen más fuerza. Mas aún cuando los EEUU no ve la zona sudamericana cómo una zona clave y caliente para su seguridad nacional como las regiones Asia-Pacífico, Medio Oriente y Golfo Pérsico.

En este escenario los gobiernos bolivarianos fueron interpretados por la Casa Blanca de los últimos tres presidentes como una liturgia folclórica molesta más que como una amenaza a sus intereses vitales. No es para menos, cuando se asume el rol clave de los dólares entregados día a día desde EEUU a Venezuela por la venta de, ahora mismo, casi un millón de barriles diarios de petróleo (a más de 100 dólares cada uno), un Ecuador de Correa que convive sin mayor trauma con una economía con el dólar como moneda circulante y una Nicaragua que tiene un acuerdo de Zona de Libre Comercio con los EEUU. Así las cosas, la superpotencia no tuvo mayor inconveniente en contar con Brasil como un estabilizador y contenedor de conflictos en la zona. Las crecientes tensiones de Buenos Aires con Washington en los últimos años no hicieron más que potenciar esa parcial y condicionada “delegación”. Cualquier observador informado e interesado entre los decisores de los EEUU vería claramente el doble juego brasileño, o sea, consolidar su relación con los bolivarianos y por ende incrementar las retóricas anti norteamericanas en el sur de América Latina y al mismo tiempo mostrarse cómo garante de que los mismos no cruzarán algunas líneas rojas.

La escalada de conflicto, violencia y muertes en la Venezuela de los últimos meses no hacen más que poner en riesgo este juego inteligente, sencillo y pendular. Un desmadre de la situación en ese país caribeño y la continuidad y acentuación de la polarización y del deterioro económico (con una inflación esperada en torno al 60% anual)  y social, dejaría al Brasil en una difícil posición. La paciencia americana, y de amplios sectores sociales y políticos de América Latina, puede agotarse si la diligencia brasileña no asume que el liderazgo tiene beneficios pero también costos y que la situación venezolana requiere algo más que un nuevo capítulo del juego pendular y ya casi rutinario con Washington y Caracas. La Presidenta Rousseff ha dado algunas señales de haber comenzado a entender que zanahorias sin palos no será la mejor forma de poner en caja la situación en la tierra del difunto Chavez.

Una Venezuela signada por muertos y deterioro acentuado de algunas prácticas democráticas básicas es claramente una de las líneas rojas. Una de esas, que un pretendido estabilizador confiable cómo Brasil, no puede permitir que se traspasen. El proceso de diálogo entre el oficialismo y la oposición que tendrán a cargo los enviados de Bogotá, Quito y la misma Brasil así como los buenos, y claves,  oficios del Vaticano, será quizás la última oportunidad para evitar un trauma mayor para la región. El fracaso en encauzar en parte la explosiva situación política y socioeconomica (y quizás aun dentro mismo de sectores militares que no concuerdan con un exceso de injerencia cubana ni con muertes civiles) y una Brasilia más propensa a resguardar al gobierno de Maduro que a ser un interlocutor válido y confiable para todas las partes, tendría dentro del misma vida política de la potencia sudamericana un grave costo para el PT y la izquierda oficialista brasileña. Un sector que por no poder y, en muchos casos, también por un sabio y prudente no querer, dista de buscar emular a sus pares bolivarianos en el manejo de la economía, relación con el mundo y prácticas republicanas. Es por ello que un libero cómo Lula da Silva, ya no atado, a la responsabilidad de ser Presidente, podría y debería ser un sostén de Rousseff en este esfuerzo. A riesgo, de no lograrlo, de serios costos para el Brasil en general y para el Partido creado por el en particular.

Psicología de una larga relación

Mientras nuestros estadistas y próceres, con algunas excepciones, como Sarmiento, Zeballos y Alberdi, focalizaban su visión internacional en la pujante y poderosa Europa del siglo XIX, los mandos políticos del Brasil del Imperio portugués y luego la monarquía brasileña independizada de la metrópoli, pusieron siempre parte de su atención en esa ex colonia británica que conformaría los EEUU. Quizás por el histórico vinculo de Portugal con Inglaterra y de esta última, en una relación amor y odio, con sus ex dominios en América del Norte, las tierras brasileñas fueron más permeables a intuir o ver el fenómeno del ascenso del poder de Washington a escala hemisférica y luego a nivel mundial a comienzos del siglo pasado.

Ya a principios del 1900, el gran Canciller y ajedrecista de la política exterior de Brasil, el Barón de Río Branco, formulaba algunas de las directrices de la política de inserción regional e internacional de su país. En la visión del Barón, el desafío era equiparar y superar a la ascendente potencia argentina que, de la mano de una elite política con visión, la inserción virtuosa en el mercado como proveedor de materias primas al Imperio británico y receptor de grandes inversiones portuarias y ferroviarias de los ingleses, así como la llegada de millones de inmigrantes laboriosos de Europa, haría que Buenos Aires pasara a ser la capital de la principal potencia sudamericana para 1910.

Habría que esperar a mediados del siglo XX para que el PBI brasileño equiparase el argentino, para ser hoy cuatro veces más grande. La forma propuesta por Río Branco para concretarlo era tener un vínculo fuerte y privilegiado con los EEUU, pero sin que ello derivase en la vía libre a la intromisión lisa y llana de Washington en la zona así como tampoco motivar conflictos bélicos a gran escala con Buenos Aires. La decisión de Brasil de estar del lado de Gran Bretaña, Francia y los EEUU contra Alemania en la Primera Guerra Mundial y su participación directa en la Segunda Guerra Mundial junto a EEUU en Italia y en la concesión de bases en la costa sudamericana para que la Armada americana pudiese operar mejor contra los submarinos alemanes, fue parte de esa orientación. Vis a vis la neutralidad argentina en ambas guerras y algunas que otras simpatías hacia el Eje germano-italiano.

 

Una recorrida por la literatura politológica e histórica sobre la postura Argentina post 1945 muestra diversos autores que exploran las razones por las cuales nuestro país “no se subió” al tren de la hegemonía americana. Si bien dista de ser el propósito de este artículo abordar en detalle las razones, muy exhaustivamente abordadas por Carlos Escudé en sus escritos de la décadas de los 80 y 90, también es interesante ver como existe una corriente historiográfica en Brasil que se pregunta los motivos por lo cual su país “fue bajado” de ese tren post 45. Básicamente, por el menor interés de Washington en América Latina luego Segunda Guerra y su foco de atención en la contención a la URSS en Europa y Asia. Habrá que esperar a la revolución cubana en 1959 para que el temor de la penetración comunista y la difusión del foquismo guerrillero llevara a la superpotencia a retomar una agenda activa o “gran estrategia” en la zona, tal como la articuló a comienzos de los años 30 cuando existió la percepción de una penetración nazi-fascista en la entonces poderosa Argentina y en el Sur de Brasil. Cabe preguntarse si la reciente y creciente penetración comercial y económica de China, activará este mecanismo en Washington, pero esto es tema para otro artículo.

 

Para la década del 50, pensadores geopolíticos brasileños buscaban la forma de darle textura teórica a la relación con los EEUU. De ahí, en ámbitos militares y diplomáticos surgió el concepto de “barganha leal” de Golbery do Couto e Silva, o el intento de establecer un acuerdo implícito o explícito por el cual Washington delegaba la gestión del día a día de Sudamérica al Brasil y este ultimo garantizaría el núcleo duro de los intereses de seguridad de las barras y estrellas. Pero de hecho, ello jamás se concretó. Quizás por el viejo y siempre válido concepto que afirma que las grandes potencias no delegan el poder, solo lo ejercen o lo pierden.

Esta búsqueda de una relación estrecha y privilegiada con los EEUU seguiría y se profundizará en los 60 y en especial a partir del golpe de 1964. A comienzos de la década siguiente, Henry Kissinger, desde su posición clave en la política exterior del presidente Richard Nixon, hizo la famosa referencia a Brasil como “Estado llave” en América Latina. Esto, parecía ser el preludio de la concreción en los hechos de la deseada “barganha leal”. Pero la evolución posterior dio por tierra con esa expectativa. Washington seguía focalizando su interés en la Guerra Fría con los soviéticos, en abrir una puerta diplomática con la China de Mao crecientemente enfrentada a Moscú y en navegar las turbulentas aguas económicas posteriores a la crisis del petróleo de 1973 y la competencia económica de nuevos gigantes como Alemania y Japón.

Por ello, los años 70 comenzarían a mostrar un lento proceso de alejamiento hacia posturas más autonomistas, pero nunca contestatarias o erráticas (pasar de alineamiento a confrontación como la Argentina). Un Brasil que ya se sentía ganador de la carrera hegemónica que tuvo con la Argentina durante fines del siglo XIX y el XX, así como marginado del acceso a la tecnología nuclear estadounidense y afectado crecientemente por el proteccionismo comercial del mundo desarrollado, asumiría una estrategia que combinaría relaciones constructivas con Washington con espacios de debate y disputa así como el intento de consolidar su propia influencia al sur del Canal de Panamá.

La combinación de democracia estable (década del 80), economía estable (a partir de los 90) y boom de los precios de las materias primas que exporta el país (de 2003 en adelante) así como un liderazgo carismático y pragmático como el de Lula Da Silva y la institucionalización del PT y la izquierda del país como fuerza seria y realista, le daría renovadas fuerzas y espaldas a la aspiración de Brasilia de ser el interlocutor privilegiado del mundo en general y con los EEUU en particular en lo atinente a nuestro región. La aspereza de la relación de los países bolivarianos con la superpotencia, si bien nunca interrumpiendo la exportación de más de un millón de barriles diarios de Venezuela a la “potencia imperialista”, y la progresiva y persistente deterioro de la relación argentino-americana del 2005 en adelante, acrecentaba aun más la idea del Brasil como el país que combinaba masa crítica de poder y pragmatismo. Esa realidad, fue y es hábilmente utilizada por diplomacia de los herederos del Barón de Río Branco.

En este escenario, el caso Snowden y la difusión del espionaje de la NSA, una de las 14 agencias de inteligencia de EEUU y dotada de un presupuesto de 50 mil millones dólares, que tienen a Brasil, México y Colombia como los países latinoamericanos más vigilados (un verdadero golpe al ego del eje castrista-bolivariano) se da en momento en donde la presidencia de Dilma Rousseff enfrenta varios desafíos con vistas a su reelección. A las manifestaciones populares que se dieron meses atrás en Río, San Pablo y otras ciudades reclamando por la corrupción y la baja calidad de los servicios públicos, se le sumó la deserción de algunos sectores del PT hacia nuevas formaciones opositoras y la presencia de Lula merodeando y generando versiones sobre si pretende postularse a un nuevo mandato. Todo ello combinado por un enfriamiento de la economía en el 2013, lo cual parecería continuar en los próximos dos años así como un ascenso de la inflación al 6 por ciento anual; considerada amenazante y alta ya para los operadores económicos y amplios sectores de la sociedad.

Por todo ello, el caso Snowden le brinda a Rousseff una bandera para recuperar voluntades e intención de voto (hoy cercana al 35-36 por ciento) luego de haber llegado a tener 70 por ciento de imagen positiva el año pasado. Como comentábamos en un pasado artículo desde esta columna, todos los países dentro de sus capacidades económicas, tecnológicas y humanas llevan a cabo espionaje, contra espionaje y desinformación sobre otros Estados. Aun aquellos que por su subdesarrollo no lo pueden hacer a gran escala, tienden a concentrarse en inteligencia interior. Tanto sea respetando o no los marcos legales. Ni qué decir cuando se trata de no democracias o de democracias delegativas y no republicanas. Por ende, el levantar la voz en el caso Snowden tiene tanto de legítimo como de útil actuación. Por esas vueltas e ironías del destino, a pocas horas del reciente y duro discurso de la primera mandataria brasileña en Naciones Unidas, regresaba al Brasil un submarino de guerra de ese país que había pasado los últimos largos meses en maniobras, sólo reservadas para aliados, con la Armada americana en aguas internacionales. Al mismo tiempo, el gobierno de Obama daba el ok a transferir tecnología sensible de los aviones de combate F18 si Brasilia se inclinaba por comprar 36 de ellos en lugar de hacerlo a competidores franceses y sueco-británicos. También, otras voces diplomáticas y políticas en Brasil, en un sutil off the record, afirmaban que pasado el fragor de la tensión se concretaría una nueva cumbre Obama-Rousseff y que Brasilia usaría esta “cuenta pendiente” de Washington con la potencia sudamericana para buscar erosionar o quebrar la “amistosa negativa” de EEUU de dar el ok para que Brasil sea uno de los nuevos miembros con poder de veto en una futura reforma del Consejo de Seguridad de la ONU junto a otros como Alemania, Japón e India. En el mismo sentido, afirman que este pataleo más que justificado es además un modo con el que la elite brasileña se decide a transmitirle a sus pares americanos que esta es una relación que debe ser más valorada, cuidada y no vista como algo dado. En otras palabras, ser tratados y jerarquizados como una potencia internacional en toda su dimensión. Aun en sus enojos, los Estados Unidos del Brasil (como se denominó oficialmente el país entre 1889 y 1968) no pierde de vista su viejo sueño de un vínculo estrecho, de mutuo respeto y estratégico con su ex homónimo del Norte.