Tiempo atrás, una importante personalidad de la política y la sociedad colombiana contaba a su expectante audiencia una anécdota con mucho de enseñanza y consejo. El relato describía cómo hace unas décadas un más que famoso y ya abatido narco colombiano decidió un día “solicitar” ser admitido en uno de los clubes más exclusivos de ese país. Su argumento era bastante brutal y sencillo, él era un hombre de incalculable fortuna y poder y tenia diversos tipos de acuerdos económicos y emprendimientos con varios de los patricios miembros de la entidad. Cuando le comunicaron las dificultades y la negativa a aceptar su pedido, les habría advertido que no dudaría en volar por los aires las instalaciones del predio en cuestión así como a varios de sus miembros. El transfondo de lo que intentó transmitir el relator, fue cómo el narcotráfico avanza entremezclando sus influencias no sólo en donde impera la marginalidad y la desesperación, sino en las capas superiores de la políticas y la sociedad. Las cuales sólo reaccionan cuando ese poder, que en un primer momento se ve como tentador para establecer alianzas tácticas o usarlas a favor de proyectos personales de diverso tipo, se erige, desafía y busca penetrar en cotos que estos estratos consideran exclusivos de ellos. Colombia es un país dotado de una verdadera élite política y social, en donde las grupos políticos más importantes comparten la idea de que están sobre el mismo barco y buscan controlar el timón pero no con la ceguera de llevar al mismo contra el iceberg.
O, en el peor de los casos, si la nave ya chocó, se dan cuenta de la necesidad de una tregua sobre puntos básicos y se ayudan entre todos para que no se hunda. El reciente acuerdo en México, firmado por los principales partidos de la oposición y el oficialismo es también un reflejo en este sentido. Quizás nada diferencia más a los países que tienen élite de los que tienen meramente a “los que mandan”, de manera transitoria más o menos prolongada, como la tendencia de estos últimos a caer en la tentación de “incendios fundacionales” o “cuanto peor, mejor”. Es decir, el deseo y la acción para que el rival o el enemigo llegue a su máximo colapso a fin de que, una vez tomado el poder, la sociedad esté lo suficientemente golpeada como para contar con amplios márgenes de maniobra para las acciones a tomar. Si 1976, 1989 y el 2001 mostraron a la Argentina como un caso testigo típico de este patrón de conducta, la recuperación económica y social iniciada a partir del segundo cuatrimestre del 2002, así como el amplio consenso existente en la totalidad de los actores relevantes sobre las próximas elecciones presidenciales se den en tiempo y forma, es un signo más que alentador.