Por: Fabián Calle
Tiempo atrás, una importante personalidad de la política y la sociedad colombiana contaba a su expectante audiencia una anécdota con mucho de enseñanza y consejo. El relato describía cómo hace unas décadas un más que famoso y ya abatido narco colombiano decidió un día “solicitar” ser admitido en uno de los clubes más exclusivos de ese país. Su argumento era bastante brutal y sencillo, él era un hombre de incalculable fortuna y poder y tenia diversos tipos de acuerdos económicos y emprendimientos con varios de los patricios miembros de la entidad. Cuando le comunicaron las dificultades y la negativa a aceptar su pedido, les habría advertido que no dudaría en volar por los aires las instalaciones del predio en cuestión así como a varios de sus miembros. El transfondo de lo que intentó transmitir el relator, fue cómo el narcotráfico avanza entremezclando sus influencias no sólo en donde impera la marginalidad y la desesperación, sino en las capas superiores de la políticas y la sociedad. Las cuales sólo reaccionan cuando ese poder, que en un primer momento se ve como tentador para establecer alianzas tácticas o usarlas a favor de proyectos personales de diverso tipo, se erige, desafía y busca penetrar en cotos que estos estratos consideran exclusivos de ellos. Colombia es un país dotado de una verdadera élite política y social, en donde las grupos políticos más importantes comparten la idea de que están sobre el mismo barco y buscan controlar el timón pero no con la ceguera de llevar al mismo contra el iceberg.
O, en el peor de los casos, si la nave ya chocó, se dan cuenta de la necesidad de una tregua sobre puntos básicos y se ayudan entre todos para que no se hunda. El reciente acuerdo en México, firmado por los principales partidos de la oposición y el oficialismo es también un reflejo en este sentido. Quizás nada diferencia más a los países que tienen élite de los que tienen meramente a “los que mandan”, de manera transitoria más o menos prolongada, como la tendencia de estos últimos a caer en la tentación de “incendios fundacionales” o “cuanto peor, mejor”. Es decir, el deseo y la acción para que el rival o el enemigo llegue a su máximo colapso a fin de que, una vez tomado el poder, la sociedad esté lo suficientemente golpeada como para contar con amplios márgenes de maniobra para las acciones a tomar. Si 1976, 1989 y el 2001 mostraron a la Argentina como un caso testigo típico de este patrón de conducta, la recuperación económica y social iniciada a partir del segundo cuatrimestre del 2002, así como el amplio consenso existente en la totalidad de los actores relevantes sobre las próximas elecciones presidenciales se den en tiempo y forma, es un signo más que alentador.
El gran filósofo I. Kant solía definir a la guerra como el “maestro cruel” y agregaba que la sucesión de esas tragedias irían generando, de manera lenta y no lineal, algún nivel de enseñanza en el ser humano que reduciría sustancialmente estas grandes conflagraciones. En el caso argentino, podríamos readaptar ello y ver nuestras sucesivas crisis como “maestras crueles”. Ellas nos enseñaron la necesidad de aceptar la convivencia democrática por vía de elecciones periódicas y sustancialmente transparentes y la relevancia de contar con una macroeconomía relativamente sana para evitar hiperinflaciones cómo las del 89 y 90. La deflación y mega desempleo de comienzos del presente siglo, generó otros consensos sobre generar empleo y actividad productiva.
En este sentido, al menos hasta el 2006-2007, se logró combinar baja inflación, crecimiento de la masa laboral, aumento del salario real y un tipo de cambio competitivo. A partir de enero 2014, pareciera que se busca, de manera de por sí más que compleja, retomar esta senda. No obstante, desgraciadamente los próximos lustros argentinos no solo podrían estar signados por nuestro ya clásico desafío de no caer en precipicios económicos y financieros, sino que también por el trauma que esta vez podría surgir de la violencia. No ya con signos ideológicos contrapuestos como en los 70, sino por una de las actividades más darwinianas y capitalistas que se conozcan: el narcotráfico. Todo ello es un ambiente de pauperizacion de amplios sectores sociales y dificultades del Estado para controlar amenazas infinitamente menores a los Carteles de la droga como podrían ser barras bravas de fútbol y pandillas y- o “proto maras”. Dios no quiera que el tan mentado “círculo rojo” o el puñado de miles de Vip’s políticos (de todo signo), empresariales y sociales deba terminar asumiendo cabalmente la dimensión del desafío cuando asistan en Recoleta o en un comentario privado al entierro de uno de ellos o lo vean una y otra vez por TV. Ese día, el narcotráfico dejará de ser un tema, en el mejor de los casos, para discutir de manera más o menos superficial y hacer marketing o, peor aún, para intentar aprovecharlo y sacar provecho de él, o sea, el siempre tentador “pacto mefistofélico” en acción. En ese punto, de poco servirá ya hacer disquisiciones sobre aquellos decisores que fueron torpes, cómplices, cortoplacistas, equivocados, atrapados por taras ideológicas perimidas, perversos, negadores, etcétera. Será por ese temor más o menos subconsciente de millones de argentinos y por la fascinación que ejerce sobre otros, que tiene tanto éxito la serie televisiva sobre la vida de Escobar. La cual muestra una Colombia que ya quedó atrás luego de un esfuerzo a sangre, fuego, habilidad y consensos políticos y profesionalidad de las fuerzas de seguridad, pero que puede ser una descripción de lo que viven o vivirán otros países, obviamente con sus particulares y diferencias.