La verdad incómoda acerca del Estado Islámico

Sea por miedo o por recaudo a no estigmatizar a las comunidades musulmanas, es común que en los debates acerca del fenómeno del yihadismo suelan evadirse términos que son indispensables para comprender mejor la realidad, y que a lo sumo se los reemplace con eufemismos más en sintonía con el discurso políticamente correcto que con la búsqueda de la verdad. El signo más recurrente es la tendencia a evitar hablar de “terrorismo islámico” y, en cambio, aducir que grupos como el Estado Islámico (ISIS), Boko Haram, o Al Qaeda representan a una minoría que secuestra la religión que profesa una mayoría tolerante y pacífica. Esto es, por ejemplo, lo que hizo el presidente estadounidense Barack Obama durante un discurso algunos meses atrás. Ahora bien, ¿es esta una posición responsable ante la amenaza del extremismo religioso homicida?

De un modo u otro, ya sea para calmar ansiedades o para desalentar perjuicios, cuando se insiste directa o indirectamente en que los terroristas en cuestión no son musulmanes, al final de cuentas los yihadistas salen ganando y los valores democráticos salen perdiendo. Si bien desde ya es evidente que la mayoría de los musulmanes no son asesinos en potencia, existen muchísimos fieles que profesan versiones de la fe que no se correlacionan con la contemporaneidad y con la reflexión multiculturalista. Políticos, periodistas e intelectuales ponen axiomáticamente al islam en igualdad de condiciones con otras religiones, como si todos los individuos fuéramos criados con los mismos valores. El problema es que no se toman mucho tiempo para estudiar acerca de religión y política antes de emitir opinión. Continuar leyendo

Morsi, ¿un nuevo mártir del islamismo?

Mohamed Morsi, el ex presidente egipcio, depuesto por la junta militar liderada por Abdel Fattah al-Sisi en julio de 2013, ha sido sentenciado a muerte por un tribunal. Según las últimas noticias reportadas por los medios internacionales, más de cien islamistas compartirían su misma suerte bajo el crimen de haber confabulado con militantes del Hamás palestino y el Hezbollah libanes para escapar de la prisión de Wadi el-Natrun en 2011, durante el tumulto social de la naciente Primavera Árabe. El interrogante en boga esta jornada, entre analistas, funcionarios y periodistas, se traduce naturalmente en la expectativa de qué ocurrirá en las próximas semanas. ¿Se llevará a cabo la sentencia? Cabe preguntarse, tal vez más importante, ¿cuál será la reacción a nivel regional entre los islamistas si el cabecilla de los hermanos musulmanes es ejecutado?

Desde su llegada al poder, al-Sisi impuso una política de mano dura para tratar con la Hermandad Musulmana. Su Gobierno acusa a la misma de buscar socavar el espíritu de las protestas de la plaza Tahrir, de mermar la estabilidad del país, y de poner a Egipto en liga con organizaciones terroristas. En efecto, la junta militar le ha declarado la guerra a los islamistas, y al-Sisi, quien está al tanto del nivel de polarización en la sociedad, ha buscado legitimar su posición llamando a una reforma del islam, abogando por su despolitización; atacando precisamente al islam político o islamismo. En este sentido, Morsi está acusado por el Gobierno de facilitar información clasificada a organizaciones islamistas ideológicamente afines a su propia plataforma.

La condena a Morsi y a otros islamistas, muchos de ellos juzgados in absentia, incluyendo al notorio clérigo egipcio (residente en Qatar), Yusuf al-Qaradawi, considerado el líder espiritual de los hermanos musulmanes, responde desde luego a una decisión política. En el mundo árabe la pena capital es un castigo recurrente institucionalizado desde hace tiempo. Situado el caso en contexto, en Egipto no se registra semejante ofensiva contra la cúpula islamista desde la era de Gamal Abdel Nasser durante las décadas de 1950 y 1960. Hace un mes la fiscalía intentó condenar a Morsi a muerte, mas terminó condenándolo a veinte años de cárcel.

La revisión del fallo posiblemente se debe a la ansiedad del Gobierno, ratificado electoralmente en mayo de 2014, por cerrar un capítulo y poner coto definitivo a las aspiraciones del islamismo. Después de todo, la Hermandad Musulmana es la fuerza de oposición más antigua y mejor organizada, con la capacidad de movilizar a miles de manifestantes de un día para el otro. Ante futuras eventualidades, los islamistas, desde el punto de vista oficialista, no solo que resaltan como subversivos, sino que tienen el verídico potencial de desestabilizar el país.

Para sus detractores, la Hermandad Musulmana probó, como hicieran el Frente Islámico de Salvación (FIS) argelino, el Hamás palestino y el Hezbollah libanes, que el islamismo es un movimiento autocrático disfrazado de democrático. Morsi en algún punto selló su propio destino cuando a finales de 2012 impulsó una constitución y firmó decretos que le permitían al presidente posicionarse por encima de la ley, sometiendo el Poder Judicial a su discrecionalidad. Morsi se reservaba el derecho de administrar el presupuesto, promulgar leyes, y de formar la Asamblea constituyente, mostrando signos de querer supeditar el proceso político a la ley islámica. Al anunciar la medida, el islamista espetó a su pueblo declarando que sus decisiones no pretendían recortar libertades. Alrededor de la mitad de la población interpretó lo contrario, y a continuación siguieron las protestas masivas que culminaron en junio de 2013 y decantarían en su deposición.

Desde entonces los partidarios de Morsi vienen denunciando al Gobierno de al-Sisi por la presunta purga que viene llevado a cabo para erradicar la plataforma islamista. En este aspecto, vale recalcar que ven al rais (presidente) como una autoridad ilegitima por hacerse del mando mediante un golpe de Estado. Ilustrando la postura de la Hermandad Musulmana, Mohammad Soudan, prominente miembro y portavoz de la agrupación (exiliado en Reino Unido), en su momento sugirió que Morsi fue víctima de una conspiración que involucró a factores domésticos y externos, y que en esencia su mandato fue mucho más inclusivo y democrático que el del actual régimen castrense, siendo que el líder habría consultado a liberales, izquierdistas y cristianos para esbozar la polémica reforma constitucional que eventualmente precipito su caída. La violencia religiosa contra cristianos, dijo Soudan, fue una operación encubierta de los servicios de inteligencia para desprestigiar a la Hermandad Musulmana. Haciendo eco de los pretextos clásicos del populismo, Soudan opina, al igual que el grueso de sus copartidarios, que las protestas masivas en contra de Morsi fueron un “circo mediático” orquestado por las fuerzas reaccionarias del viejo régimen.

En concreto, la reacción a la condena de Morsi y sus allegados no se hizo esperar. Estados Unidos y la Unión Europea expresaron grave preocupación por este juicio, asumiéndolo como arbitrario y claramente sesgado. Amnistía Internacional y Ban Ki-moon, el secretario general de las Naciones Unidas, adoptaron la misma posición e insistieron en la nulidad e ilegitimidad de la sentencia. Por su parte, ideológicamente cercano a Morsi, el presidente turco Recep Tayyip Erdogan condicionó los vínculos bilaterales con Egipto a la liberación del islamista. “Si Morsi es sentenciado a muerte hoy, en verdad es un castigo contra la urna electoral”, dijo el mandatario, recalcando que se trata de un hombre que fue elegido (en 2012) con el 52% de los votos.

Además de fuertes presiones externas, el régimen de al-Sisi se enfrenta a importantes desafíos domésticos. Sobre Egipto, el país más populoso del mundo árabe, se estima que la pobreza alcanza a un cuarto de la población. Según los pronósticos más crudos, esta cifra englobaría a la mitad de los casi 89 millones de sus habitantes. En añadidura, la situación de los jóvenes, la fuerza motriz de las protestas sociales, es precaria, siendo que existe un altísimo nivel de desempleo (cerca de un 30 por ciento) que afecta principalmente a graduados que no pueden encontrar inserción laboral. Más de la mitad de la población egipcia tiene menos de 25 años, y sin embargo el Gobierno castrense últimamente ha mostrado signos de estar enajenándose de esta audiencia masiva.

En tanto se hace aparente que al-Sisi ha llegado para quedarse, el movimiento juvenil Tamarod (“rebelión”), instrumental en volcar la opinión publica en contra de Morsi, ha quedado disminuido frente a divisiones internas, y en definitiva se ha hecho irrelevante al lado de la sombra que proyecta el rais. Desde su posesión del poder en 2013, al-Sisi ha buscado estabilizar el país mediante la “regularización de la protesta” – eufemismo que para muchos implica directamente su prohibición. Como último eslabón en una serie de incidentes, el poder judicial falló hace un mes para despedir a los empleados públicos que se pusieran en paro, una medida sin duda destinada a desalentar la movilización del cuerpo asalariado.

De llevarse a cabo la sentencia de muerte que pesa sobre Morsi y la dirigencia islamista, Egipto podría despertar nuevamente ante un profundo tumulto social. Lo cierto es que si bien al-Sisi se revalidó ganando las elecciones del año pasado con un arrasador 96 por ciento de los votos, solo la mitad de la población acudió a votar. Por todo esto, la volatilidad del contexto egipcio indica que de morir Morsi, un elevado porcentaje de la población lo vería convertirse en un mártir que dio su vida por una causa noble. En la liturgia callejera del mundo árabe, el martirio, una dignidad imbuida de significación religiosa, suele concederse a todo quien da su vida en la lucha contra las fuerzas de las percibidas tiranías.

Por esta razón desde lo personal estoy convencido que de ser ejecutado, la breve gestión de un año de Morsi a la larga dejará de ser una nota a pie de página en la historia egipcia, y en cambio pasará a ser enaltecida y mistificada incluso por personas ajenas al movimiento islamista.

Por otra parte, así como la represión de la era nasserista repercutió en la radicalización del sector islamista, cabría la posibilidad de que la historia se repitiese. El capítulo egipcio de la Hermandad Musulmana, que en décadas pasadas se comprometió a no intentar llegar al poder por medio de la violencia, podría fragmentarse en posiciones más próximas a las que tienen los yihadistas más extremistas. Debe tenerse presente que a pocas horas de anunciarse el veredicto contra Morsi y compañía, tres jueces fueron asesinados, y uno resultó gravemente herido en el Sinaí del Norte. En esta región desértica y escasamente poblada, radicales islámicos de la familia del Estado Islámico (ISIS) vienen desarrollando desde 2011 una insurgencia contra la autoridad, la cual se ha intensificado luego de que Morsi fuera removido del palacio de Abdín.

De un modo u otro, el solo anuncio de la sentencia no hace más que perpetuar la marcada polarización de la sociedad egipcia, como así también perjudicar la imagen del régimen castrense a nivel internacional. El veredicto final llegaría el 2 de junio, fecha límite en la cual el gran muftí, la más alta autoridad religiosa egipcia, debe emitir su opinión jurídica sobre el castigo. Si bien su juicio valorativo es influyente, a fin de cuentas el clérigo no tiene discreción sobre la decisión final de la corte. En esta medida todo apunta a que la decisión final gravita en torno al poder político.

En vista del incremento en las actividades de grupos islámicos dentro y fuera de las fronteras de Egipto, cabe la posibilidad de que el juicio contra los hermanos musulmanes sea una maniobra para asentar miedo. El aparato castrense necesita “impartir justicia” para sentar el ejemplo y acertar un golpe de gracia contra la oposición islamista. La disyuntiva del régimen, autocrático mas secular, deviene de las lecciones de la historia reciente. Uno de sus desafíos consiste precisamente en cómo contrarrestar la influencia islamista sin crear mártires en el proceso, y – como quien dice – sin que el tiro le salga por la culata. Desde este punto de vista es realista argumentar que los militares les tienen tanto miedo a los islamistas como los islamistas a los militares.

Es de esperar que varios activistas islamistas sean procesados y ejecutados, pero dada la coyuntura doméstica y externa, es menos probable que la vida de Morsi este en riesgo. El hombre es un símbolo, y su ejecución podría desatar justamente aquello que se busca evitar, y Egipto, ante tales circunstancias, no puede permitirse la condena de las principales potencias. Ahora bien, sea cual fuera el resultado, al-Sisi ha comunicado a los cuatro vientos hasta dónde está dispuesto a llegar en su batalla contra el islamismo. De momento solo cabe esperar a ver cuál será el veredicto definitivo.

Al-Sisi: ¿un nuevo Nasser?

Desde que Abdel Fattah al-Sisi asumiera la presidencia de Egipto en junio del año pasado, analistas y comentaristas de distintos medios han jugado con la comparación entre su figura y aquella de Gamal Abdel Nasser. ¿Se ajusta el perfil de al-Sisi, militar de carrera, con el del icónico populista de la Guerra Fría, también militar convertido en Jefe de Estado? Y si lo hace, ¿en qué sentido, y hasta qué punto?

El contraste, para empezar, es precisamente a lo que apostó al-Sisi cuando dio a conocer su intención de ser presidente. Para su campaña, el entonces ministro de Defensa montó pancartas y gigantografías con su imagen, mostrándolo en un tono robusto y al mismo tiempo simpático. Buscaba transmitir seguridad y a la vez carisma. Quería convertirse en la personificación de las fuerzas armadas, la institución más respetada de Egipto, y acaso transmitir el legado de uno de sus mayores exponentes históricos. Simpatizantes ayudarían en este cometido elevando fotografías de al-Sisi y Nasser lado a lado.

En una de sus primeras entrevistas televisadas, se le preguntó a al-Sisi si se veía a sí mismo como un nuevo Nasser. Respondió:

“Desería ser como Nasser. Nasser para los Egipcios no era solamente un retrato en las paredes, pero una foto y una voz tallada en sus corazones”.

Posiblemente el empeño de al-Sisi por cubrirse con el aura de Nasser tiene que ver con el clima de profunda polarización en la sociedad egipcia. En mayo del año pasado, al-Sisi ganó las elecciones con un arrasador 96 por ciento de los votos. No obstante solo el 47.5 por ciento de un padrón electoral de 53 millones de votantes se presentó en las urnas. Lo que sucedió fue que millones de personas, simpatizantes del Gobierno islamista del expresidente depuesto Mohamed Morsi, boicotearon las elecciones con su notoria ausencia.

Lo cierto es que en Egipto solo dos plataformas políticas lograron echar raíces con el tiempo; ninguna de ellas connaturalmente democrática en espíritu o en práctica. La primera es aquella inaugurada por el golpe castrense de 1952 que derrocó a la monarquía, llevando a Nasser a la prominencia. La segunda, la fórmula islamista de los Hermanos Musulmanes, fue y es vetada al día de hoy por los herederos de la primera. Al-Sisi accedió a la presidencia poniéndole punto final a la breve experiencia de los Hermanos Musulmanes en el poder. Estos solo perduraron un año en el palacio presidencial de Ittihadiya, entre junio de 2012 y julio de 2013, cuando Al-Sisi y los militares los mandaron a echar.

Al-Sisi ha buscado consolidar su poder llevando a cabo un fuerte esfuerzo para reprimir y desprestigiar a los sectores islamistas dentro y fuera de su país. Como punto favorable para la comparación, Nasser también se caracterizó por emplear la mano dura con los islamistas. Como punto en contra, lo hizo en virtud de motivos diferentes. Quien supo ser el conductor del socialismo árabe mantuvo relaciones cordiales con dirigentes islamistas, empleando sus conexiones para acrecentar legitimidad en su camino a la popularidad. Bien, este acuerdo fue progresivamente deteriorándose dadas las irreconciliables diferencias entre un estilo político secular y otro religioso. Al final, se rompió definitivamente luego de que un islamista intentara asesinar al presidente en Alejandría en 1954.

Nasser y al-Sisi se parecen en que ambos colisionaron con el islamismo, necesitando denostarlo para ensalzar su propia reputación y legitimidad. Pero al-Sisi, producto de las dinámicas recientes de la Primavera Árabe, ha dado un paso más allá haciendo de la lucha contra el islamismo y el wahabismo elementos de su política exterior. El presidente busca un mandato internacional para combatir al Estado Islámico (ISIS) en Libia, y le ha destruido el apoyo político a Hamás. Nasser, por otra parte, también persiguió posicionar a su país en la cresta de un esfuerzo internacional de espíritu cruzado, aunque con un enfoque diferente. Apoyó militarmente a facciones socialistas en el mundo árabe, sobretodo en Yemen, en contra de la influencia de las monarquías conservadoras.

Por su socialismo y panarabismo, Nasser resultó un personaje antagónico para los reyes y jeques de Medio Oriente, que consideraban cual plataforma revolucionaria una amenaza directa al statu quo y a su posición entre los árabes. Al-Sisi en contramano ha encontrado aliados entre las monarquías árabes, que miran ahora con preocupación la gestación de movimientos islámicos dentro y fuera de sus fronteras. Téngase presente que por representar un bastión contra el islamismo, el Egipto de al-Sisi recibió el año pasado 10.6 billones de dólares de los pudientes Estados del Golfo.

Por supuesto, un punto de divergencia notorio pasa por el eje del conflicto árabe-israelí. Al-Sisi no expresa en público una retórica fulminante en contra de Israel, y de hecho prefiere evitar el tema. No obstante, con una agenda exterior antiislamista, y obligado por los compromisos del pasado y el presente con Washington, en este punto al-Sisi no refleja el legado de Nasser, mas sí el que construyera Anwar Sadat, (y que cuidara su sucesor, Hosni Mubarak). Nasser buscó unificar a su pueblo apelando a un pannacionalismo consumido por un discurso exasperadamente antiisraelí y anticolonialista. En 1956 nacionalizó el Canal de Suez, y supo sacar capital político –unidad– entre su pueblo, luego de la intervención militar tripartita (de Reino Unido, Francia e Israel) propuesta a abrir el canal al comercio internacional.

Nasser, como Al-Sisi, minimizaron el estatus del islam en la esencia nacional egipcia. Sin embargo, el último ha buscado fomentar la unidad haciendo énfasis en la situación de los cristianos. En un gesto de importante simbolismo, el presidente visitó una iglesia copta en nochebuena y dijo que los cristianos, discutiblemente los habitantes más antiguos de Egipto, son un pilar elemental de la nación. Evidentemente quedará por verse si el líder logra cosechar réditos políticos con su acercamiento a esta comunidad, la cual en los últimos tiempos ha sido devastada por el radicalismo islámico, y marginada de la atención del Estado. Si tiene éxito, y en efecto su Gobierno logra mejorar la situación de los coptos, al-Sisi habría contribuido en sanar una deuda pendiente de Egipto, sentando un importante precedente para el mundo árabe en general.

En última instancia, quizás el punto más relevante en la comparación entre las dos figuras tiene que ver con el estilo de Gobierno ¿Es al-Sisi una continuación de la tradición autocrática de sus predecesores? ¿O realmente es un demócrata? ¿Puede escapar de su investidura de militar y colocarse en la de un republicano? Su represión sobre manifestantes, la presión sobre periodistas, y su estilo de conducción en el presente, sugieren que es difícil cortar con el pasado. Por diestra o siniestra, el registro muestra que ambos líderes portan un perfil carismático, pero autocrático al fin.

Egipto ha sido históricamente gobernado por personalidades fuertes, con egos, complejos y estilos marcadamente unilaterales de conducción. Al-Sisi tiene en frente el desafío de convertirse en el eslabón de un Egipto en transición hacia un sistema con instituciones civiles funcionales. Sin embargo, para ello debe reunir el consenso de una población profundamente divida.

El país del Nilo presenta problemas sistémicos de pobreza y desafíos crónicos frente al desempleo juvenil. Por esta razón, podría ser que solo éxitos en la asignatura económica resulten clave a la hora de sanar las brechas sociales. Solamente encaminando a su país al pleno empleo, formando instituciones y alcanzando estabilidad, podrá al-Sisi convertirse en un autócrata mucho más digno y memorable que Nasser.

Revoluciones y batallas ideológicas

El 9 de noviembre se conmemora la jornada en la que cayó el Muro de Berlín en 1989, evento de suma importancia para la reunificación alemana, y hecho simbólico que entre otros condujo al quiebre de la Unión Soviética. Podría decirse que la destrucción del Muro, en algún punto, signó la apertura de la llamada cortina de hierro que dividía geopolíticamente a Europa en dos, en un área libre y abierta al mercado y al juego democrático, y en otra área comunista y restrictiva, caracterizada por Estados policiales represivos.

Desde que comenzara la llamada Primavera Árabe en diciembre de 2010, mucho se ha dicho sobre las repercusiones a futuro de las protestas masivas y la caída de algunos de los longevos regímenes que gobernaban en Medio Oriente. Consistentemente con estos eventos, está muy en boga preguntarse si la caída de Zine Ben Ali en Túnez, Muamar Gadafi en Libia, Hosni Mubarak en Egipto y Ali Saleh en Yemen traerá aparejadas reformas verídicamente democráticas y republicanas en el mundo árabe. Con el derrocamiento de cada dictador, ha reflotado la comparación entre las plazas tunecinas, libias o egipcias y las plazas húngaras, polacas o alemanas. ¿Pero tiene sustento la analogía? ¿Tiene sentido comparar, por ejemplo, a los berlineses orientales con los campistas egipcios que se asentaron en la plaza Tahrir de el Cairo?

La respuesta, en mi opinión, es que la comparación es en algunos aspectos válida, y en otros no. Para empezar este ejercicio de contraste, es necesario pasar revista a las coyunturas que posibilitaron las revoluciones mencionadas. En primer término, la caída de los regímenes comunistas de Europa no se explica solamente en el levantamiento afortunado de las barreras de Alemania Oriental, pero más bien en el devenir de una serie de importantes protestas civiles en los satélites soviéticos, y en las medidas de apertura política (Glasnot) y económica (Perestroika) impulsadas por el premier soviético Michail Gorvachov. De igual modo, la reunificación alemana no se produjo pese a Gorvachov, sino gracias a él. El líder de la entonces agonizante superpotencia podría haber mandado los tanques a Berlín, tal como hicieran Nikita Khrushchev con Budapest en 1956,  y Leonid Brezhnev en 1968 con Praga. Lo cierto es que antes que proteger al régimen comunista por la fuerza, Gorvachov prefirió soltarle la mano a Enrich Honecker, el regente de la DDR, y negociar la situación alemana con Estados Unidos.

Desde el otro escenario, los regímenes árabes no respondían directamente a ninguna potencia, de modo que los manifestantes no tenían a ningún Gorvachov a quien apelar; así como hicieran los europeos. Quienes se dieron cita en las plazas públicas a lo sumo podían clamar por la intermediación de Tayyip Erdogan, el mandatario turco, quien en su momento fue descrito como “el mimado de la calle árabe”. Erdogan, para varios analistas, encarna al día de hoy una suerte de síntesis entre el pensamiento islamista y una conducción gubernamental propia del sistema republicano. Combina, en otras palabras, los anhelos de tanto los musulmanes creyentes como los de aquellos más secularizados. Por otro lado, si bien los estadounidenses no hicieron nada en la región que no hicieran los soviéticos también, es destacable el hecho que Barack Obama le soltara la mano a los dirigentes que terminaron expulsados. En cambio, el ex presidente francés Nicolás Sarkozy nunca criticó a Ben Ali durante su represión de los manifestantes tunecinos en 2010 y 2011. El caso importa porque Francia es la veedora histórica de los asuntos de sus excolonias en el Magreb. 

Ambas revoluciones, la de 1989 y la que comenzara en 2010, ciertamente no se produjeron de la nada, sino que se explican como una implosión a partir de los agravios y resentimientos sociales generados durante décadas. Aquí es donde encontramos las similitudes entre ambos panoramas. Sucintamente, como causas de las movilizaciones populares en Europa y en Medio Oriente, podríamos citar las restricciones económicas, la represión política, la constante censura, y una situación de descontento generalizado frente a pocas expectativas de crecimiento a futuro, especialmente entre los jóvenes. Por otro lado, las revoluciones de 1989 y 2010 se asemejan en que ambas, viéndolas en retrospectiva, se han comportado como terremotos que han liberado longevas tensiones sectarias a la superficie – tensiones, que antes estaban comprimidas subyacentemente, mantenidas bajo control por la fuerza de la autoridad central.

En el caso europeo esta experiencia se limita a los Balcanes, donde con la disolución de la Unión Soviética en 1991, y a lo largo de toda esa década, se produjeron terribles matanzas entre católicos, musulmanes y cristianos ortodoxos. En Medio Oriente observamos, especialmente con la aparición del Estado Islámico (EI o ISIS), una conflictividad abierta entre sunitas y chiitas que rápidamente se está esparciendo por Mesopotamia y el Levante. Es muy temprano para hacer un pronóstico sobre el futuro de esta región, pero si nos basáramos en el ejemplo balcánico, encontraríamos que la solución a irreparables disputas sectarias ha sido la división territorial del Estado, en dicho caso Yugoslavia, para dar cabida a los distintos grupos étnicos y religiosos que allí habitaban. Con este antecedente, quedará por verse si las fronteras nominales de Siria e Irak terminarán mutando en los próximos años.

Toda revolución en algún punto se ha amparado de la religión para buscar legitimidad, o a lo sumo ha creado una nueva a partir de la instrucción de un nuevo culto, que frecuentemente resulta de los caprichos personalistas de sus líderes. Los patriotas norteamericanos del último cuarto del siglo XVIII esbozaron una “apelación al cielo” para reclamar por los derechos que los británicos les habían denegado; sus contemporáneos franceses dieron forma al “culto de la Razón y del Ser Supremo” para sustituir de tajo al catolicismo; y la revolución cubana de 1959, o la maoísta de 1966, impartieron, entre otras, inflexivas ideologías estatales basadas en el culto al líder, mitificándolo casi religiosamente. Durante los años ochenta, en la Europa gobernada por los regímenes soviéticos, los manifestantes solían reunirse y ampararse en las iglesias, debido a la relativa protección y anonimato que estas les ofrecían frente a los ojos punzantes del aparato represivo del Estado. Dentro de todo, este era reticente a entrar en los centros religiosos por miedo a causar un incidente internacional. El caso más conocido es aquel del movimiento polaco Solidaridad  encabezado por Lech Walesa, que recibió gran sustento moral de la Iglesia.

No obstante, hablando de religión, en Medio Oriente esta tiene un peso fundamental en la vida de todos los días, exista una crisis o no. Por supuesto, en los momentos de ruptura, la religión reenciende fervores más intensamente. Pero, en el mundo árabe, el islam ha estado siempre discursiva y simbólicamente emparentado con la política. Incluso los gobernantes considerados seculares como Bashar Al-Assad, Gaddafi o Mubarak, han intentado cubrirse con un manto islámico para así incrementar su legitimidad. Por descontado, el ISIS representa al campo más extremista dentro del abanico del pensamiento islámico, mas existen fórmulas que combinan la religión con una vocación política, a veces combativa, a veces no, a lo largo y ancho de la región. Que los grupos afiliados con la Hermandad Musulmana no sean necesariamente yihadistas, al menos no en una escala tan amplia como el ISIS, no significa que estos no persigan también objetivos religiosos a través de la política.

Aquí es donde yace la diferencia más importante entre los eventos que comenzaron dentro de los satélites de la Unión Soviética en 1989, y los que siguieron a la inmolación de un joven tunecino en 2010. En el primer caso, si bien la fuerza de la religión apadrinó las protestas, esta no acrecentó su poder tras la caída del orden comunista en relación a la dominación de la escena pública. Salvando la excepción de los Balcanes, en el siglo pasado la fisura mental entre los europeos era fundamentalmente de índole política e ideológica, no así religiosa. En Medio Oriente la política ha sido y es una importante fuente de fricción, pero así también lo es la religión, siendo que nunca se han terminado de resolver los conflictos sectarios, y que el islam no se ha integrado plenamente al positivismo que trajo consigo la Modernidad.

Los países musulmanes han llevado a cabo durante el siglo pasado procesos de modernización forzados desde arriba hacia abajo, los cuales para algunos autores han causado más daños que beneficios. La Revolución islámica iraní de 1979 representa tal vez mejor que ninguna este paradigma. Con ella los islamistas tomaron las riendas de una sociedad moderna, con altos niveles de desigualdad, y al mismo tiempo, debido a tal inequidad, se aprovecharon de un activismo religioso latente que instaba por alcanzar la justicia social.

Cuando el ahora depuesto ex presidente Mohamed Morsi se consagró en Egipto en 2012, lo hizo por intermedio de una plataforma religiosa que venía debatiendo una islamización del proceso de modernización árabe desde hace por lo menos ochenta años. Su victoria, y de hecho su vigente popularidad entre la mitad de los egipcios, habla de una trama que narra la fenomenal atracción de lo religioso en la actualidad.

Desde una perspectiva amplia, el gran desafío que tiene el mundo árabe por delante es alcanzar un balance óptimo entre un proyecto de Estado republicano, secularizado, y el mandato religioso tradicional, que aún resulta atractivo a tantas personas. En otras palabras, el desafío consiste en conciliar al islam con la democracia.

El país árabe más prometedor en relación a esta cuestión es Túnez. En el país donde estalló el grito revolucionario, existe un clima de moderación política, y un discurso laico bien aceptado. Véase por ejemplo, que en las últimas elecciones legislativas celebradas en octubre de este año, el partido de tendencia islamista Ennahda solo obtuvo el 30% de los escaños. Sin más, el modelo laico francés desde hace tiempo se ha arraigado en el seno de la sociedad, incluso a pesar de la dictadura del régimen anterior de Ben Ali. En este sentido, la Primavera Árabe de Túnez es completamente opuesta a aquella que vive Siria, por lejos mucho más fría.

En suma, la revolución que inició la caída del Muro de Berlín supuso el cierre de la contienda ideológica entre dos cosmovisiones políticas para comprender y organizar la sociedad. En contraste, y si bien el estallido se produjo por motivos similares relacionados con la represión política y económica, la Primavera Árabe no concluyó ningún debate, sino que todo por el contrario, dio vida nueva a uno que ya venía discutiéndose desde el siglo pasado, si no es que desde antes también. Quedará por verse si las flores sobreviven al invierno del cataclismo de las guerras intestinas árabes, y si las formas democráticas echan raíces a lo largo y ancho del jardín. Bien, no nos engañemos, pues para que esto ocurra no solamente deberán resolverse los problemas socioeconómicos estructurales de los árabes, sino que también deberá conciliarse que la religión queda mejor preservada cuando se la guarda en casa, conservándose en el ámbito de lo privado.