Por: Federico Gaon
El 9 de noviembre se conmemora la jornada en la que cayó el Muro de Berlín en 1989, evento de suma importancia para la reunificación alemana, y hecho simbólico que entre otros condujo al quiebre de la Unión Soviética. Podría decirse que la destrucción del Muro, en algún punto, signó la apertura de la llamada cortina de hierro que dividía geopolíticamente a Europa en dos, en un área libre y abierta al mercado y al juego democrático, y en otra área comunista y restrictiva, caracterizada por Estados policiales represivos.
Desde que comenzara la llamada Primavera Árabe en diciembre de 2010, mucho se ha dicho sobre las repercusiones a futuro de las protestas masivas y la caída de algunos de los longevos regímenes que gobernaban en Medio Oriente. Consistentemente con estos eventos, está muy en boga preguntarse si la caída de Zine Ben Ali en Túnez, Muamar Gadafi en Libia, Hosni Mubarak en Egipto y Ali Saleh en Yemen traerá aparejadas reformas verídicamente democráticas y republicanas en el mundo árabe. Con el derrocamiento de cada dictador, ha reflotado la comparación entre las plazas tunecinas, libias o egipcias y las plazas húngaras, polacas o alemanas. ¿Pero tiene sustento la analogía? ¿Tiene sentido comparar, por ejemplo, a los berlineses orientales con los campistas egipcios que se asentaron en la plaza Tahrir de el Cairo?
La respuesta, en mi opinión, es que la comparación es en algunos aspectos válida, y en otros no. Para empezar este ejercicio de contraste, es necesario pasar revista a las coyunturas que posibilitaron las revoluciones mencionadas. En primer término, la caída de los regímenes comunistas de Europa no se explica solamente en el levantamiento afortunado de las barreras de Alemania Oriental, pero más bien en el devenir de una serie de importantes protestas civiles en los satélites soviéticos, y en las medidas de apertura política (Glasnot) y económica (Perestroika) impulsadas por el premier soviético Michail Gorvachov. De igual modo, la reunificación alemana no se produjo pese a Gorvachov, sino gracias a él. El líder de la entonces agonizante superpotencia podría haber mandado los tanques a Berlín, tal como hicieran Nikita Khrushchev con Budapest en 1956, y Leonid Brezhnev en 1968 con Praga. Lo cierto es que antes que proteger al régimen comunista por la fuerza, Gorvachov prefirió soltarle la mano a Enrich Honecker, el regente de la DDR, y negociar la situación alemana con Estados Unidos.
Desde el otro escenario, los regímenes árabes no respondían directamente a ninguna potencia, de modo que los manifestantes no tenían a ningún Gorvachov a quien apelar; así como hicieran los europeos. Quienes se dieron cita en las plazas públicas a lo sumo podían clamar por la intermediación de Tayyip Erdogan, el mandatario turco, quien en su momento fue descrito como “el mimado de la calle árabe”. Erdogan, para varios analistas, encarna al día de hoy una suerte de síntesis entre el pensamiento islamista y una conducción gubernamental propia del sistema republicano. Combina, en otras palabras, los anhelos de tanto los musulmanes creyentes como los de aquellos más secularizados. Por otro lado, si bien los estadounidenses no hicieron nada en la región que no hicieran los soviéticos también, es destacable el hecho que Barack Obama le soltara la mano a los dirigentes que terminaron expulsados. En cambio, el ex presidente francés Nicolás Sarkozy nunca criticó a Ben Ali durante su represión de los manifestantes tunecinos en 2010 y 2011. El caso importa porque Francia es la veedora histórica de los asuntos de sus excolonias en el Magreb.
Ambas revoluciones, la de 1989 y la que comenzara en 2010, ciertamente no se produjeron de la nada, sino que se explican como una implosión a partir de los agravios y resentimientos sociales generados durante décadas. Aquí es donde encontramos las similitudes entre ambos panoramas. Sucintamente, como causas de las movilizaciones populares en Europa y en Medio Oriente, podríamos citar las restricciones económicas, la represión política, la constante censura, y una situación de descontento generalizado frente a pocas expectativas de crecimiento a futuro, especialmente entre los jóvenes. Por otro lado, las revoluciones de 1989 y 2010 se asemejan en que ambas, viéndolas en retrospectiva, se han comportado como terremotos que han liberado longevas tensiones sectarias a la superficie – tensiones, que antes estaban comprimidas subyacentemente, mantenidas bajo control por la fuerza de la autoridad central.
En el caso europeo esta experiencia se limita a los Balcanes, donde con la disolución de la Unión Soviética en 1991, y a lo largo de toda esa década, se produjeron terribles matanzas entre católicos, musulmanes y cristianos ortodoxos. En Medio Oriente observamos, especialmente con la aparición del Estado Islámico (EI o ISIS), una conflictividad abierta entre sunitas y chiitas que rápidamente se está esparciendo por Mesopotamia y el Levante. Es muy temprano para hacer un pronóstico sobre el futuro de esta región, pero si nos basáramos en el ejemplo balcánico, encontraríamos que la solución a irreparables disputas sectarias ha sido la división territorial del Estado, en dicho caso Yugoslavia, para dar cabida a los distintos grupos étnicos y religiosos que allí habitaban. Con este antecedente, quedará por verse si las fronteras nominales de Siria e Irak terminarán mutando en los próximos años.
Toda revolución en algún punto se ha amparado de la religión para buscar legitimidad, o a lo sumo ha creado una nueva a partir de la instrucción de un nuevo culto, que frecuentemente resulta de los caprichos personalistas de sus líderes. Los patriotas norteamericanos del último cuarto del siglo XVIII esbozaron una “apelación al cielo” para reclamar por los derechos que los británicos les habían denegado; sus contemporáneos franceses dieron forma al “culto de la Razón y del Ser Supremo” para sustituir de tajo al catolicismo; y la revolución cubana de 1959, o la maoísta de 1966, impartieron, entre otras, inflexivas ideologías estatales basadas en el culto al líder, mitificándolo casi religiosamente. Durante los años ochenta, en la Europa gobernada por los regímenes soviéticos, los manifestantes solían reunirse y ampararse en las iglesias, debido a la relativa protección y anonimato que estas les ofrecían frente a los ojos punzantes del aparato represivo del Estado. Dentro de todo, este era reticente a entrar en los centros religiosos por miedo a causar un incidente internacional. El caso más conocido es aquel del movimiento polaco Solidaridad encabezado por Lech Walesa, que recibió gran sustento moral de la Iglesia.
No obstante, hablando de religión, en Medio Oriente esta tiene un peso fundamental en la vida de todos los días, exista una crisis o no. Por supuesto, en los momentos de ruptura, la religión reenciende fervores más intensamente. Pero, en el mundo árabe, el islam ha estado siempre discursiva y simbólicamente emparentado con la política. Incluso los gobernantes considerados seculares como Bashar Al-Assad, Gaddafi o Mubarak, han intentado cubrirse con un manto islámico para así incrementar su legitimidad. Por descontado, el ISIS representa al campo más extremista dentro del abanico del pensamiento islámico, mas existen fórmulas que combinan la religión con una vocación política, a veces combativa, a veces no, a lo largo y ancho de la región. Que los grupos afiliados con la Hermandad Musulmana no sean necesariamente yihadistas, al menos no en una escala tan amplia como el ISIS, no significa que estos no persigan también objetivos religiosos a través de la política.
Aquí es donde yace la diferencia más importante entre los eventos que comenzaron dentro de los satélites de la Unión Soviética en 1989, y los que siguieron a la inmolación de un joven tunecino en 2010. En el primer caso, si bien la fuerza de la religión apadrinó las protestas, esta no acrecentó su poder tras la caída del orden comunista en relación a la dominación de la escena pública. Salvando la excepción de los Balcanes, en el siglo pasado la fisura mental entre los europeos era fundamentalmente de índole política e ideológica, no así religiosa. En Medio Oriente la política ha sido y es una importante fuente de fricción, pero así también lo es la religión, siendo que nunca se han terminado de resolver los conflictos sectarios, y que el islam no se ha integrado plenamente al positivismo que trajo consigo la Modernidad.
Los países musulmanes han llevado a cabo durante el siglo pasado procesos de modernización forzados desde arriba hacia abajo, los cuales para algunos autores han causado más daños que beneficios. La Revolución islámica iraní de 1979 representa tal vez mejor que ninguna este paradigma. Con ella los islamistas tomaron las riendas de una sociedad moderna, con altos niveles de desigualdad, y al mismo tiempo, debido a tal inequidad, se aprovecharon de un activismo religioso latente que instaba por alcanzar la justicia social.
Cuando el ahora depuesto ex presidente Mohamed Morsi se consagró en Egipto en 2012, lo hizo por intermedio de una plataforma religiosa que venía debatiendo una islamización del proceso de modernización árabe desde hace por lo menos ochenta años. Su victoria, y de hecho su vigente popularidad entre la mitad de los egipcios, habla de una trama que narra la fenomenal atracción de lo religioso en la actualidad.
Desde una perspectiva amplia, el gran desafío que tiene el mundo árabe por delante es alcanzar un balance óptimo entre un proyecto de Estado republicano, secularizado, y el mandato religioso tradicional, que aún resulta atractivo a tantas personas. En otras palabras, el desafío consiste en conciliar al islam con la democracia.
El país árabe más prometedor en relación a esta cuestión es Túnez. En el país donde estalló el grito revolucionario, existe un clima de moderación política, y un discurso laico bien aceptado. Véase por ejemplo, que en las últimas elecciones legislativas celebradas en octubre de este año, el partido de tendencia islamista Ennahda solo obtuvo el 30% de los escaños. Sin más, el modelo laico francés desde hace tiempo se ha arraigado en el seno de la sociedad, incluso a pesar de la dictadura del régimen anterior de Ben Ali. En este sentido, la Primavera Árabe de Túnez es completamente opuesta a aquella que vive Siria, por lejos mucho más fría.
En suma, la revolución que inició la caída del Muro de Berlín supuso el cierre de la contienda ideológica entre dos cosmovisiones políticas para comprender y organizar la sociedad. En contraste, y si bien el estallido se produjo por motivos similares relacionados con la represión política y económica, la Primavera Árabe no concluyó ningún debate, sino que todo por el contrario, dio vida nueva a uno que ya venía discutiéndose desde el siglo pasado, si no es que desde antes también. Quedará por verse si las flores sobreviven al invierno del cataclismo de las guerras intestinas árabes, y si las formas democráticas echan raíces a lo largo y ancho del jardín. Bien, no nos engañemos, pues para que esto ocurra no solamente deberán resolverse los problemas socioeconómicos estructurales de los árabes, sino que también deberá conciliarse que la religión queda mejor preservada cuando se la guarda en casa, conservándose en el ámbito de lo privado.