¿Por qué Obama despidió a Hagel?

La semana pasada se anunció que Chuck Hagel dejaría de ser el secretario de Defensa, por presuntos desacuerdos con el presidente Barack Obama. Por descontado, en los últimos días los medios norteamericanos han dado rienda suelta a la especulación que rodea a esta decisión, y han hablado de la posible lista de candidatos para suceder a Hagel en el cargo. Si bien en este punto solo es posible hacer conjeturas, siendo necesario esperar hasta que Hagel publique sus memorias para aclarar la historia, podemos argumentar algunas razones que posiblemente hayan tenido que ver con la decisión de Obama.

En primer lugar, es tentador suponer de entrada que las diferencias entre el Presidente y su Secretario de Defensa engloban principalmente la cuestión de Medio Oriente y Ucrania. Republicano, veterano de guerra y exsenador, es sabido que Hagel no era partidario de una política necesariamente más dura, en relación a los desafíos en materia de seguridad, pero que sí demandaba al presidente más transparencia y claridad en cuanto a los objetivos por delante. Se viene discutiendo que Hagel tiene diferencias con Obama y su equipo en lo que hace a la estrategia para contrarrestar a las fuerzas de tanto Bashar al-Assad como aquellas del Estado Islámico (EI o ISIS), como asimismo adoptar una posición más clara frente a la intransigencia rusa en Ucrania. Pero Hagel no representa al sector duro del ala republicana. Por el contrario, algunos analistas discuten que su asignación a la jefatura del Pentágono en febrero de 2013 respondía a una sensación de transición, de un modo de guerra a un modo de retrotracción, que comprendía que las guerras en Irak y en Afganistán estaban terminando. La situación ameritaba a un hombre con credibilidad entre los republicanos y entre los demócratas, suficiente para conducir un proceso de recorte en materia defensiva. Continuar leyendo

Las variantes politizadas del Islam

Cada vez que en los medios de comunicación se toca el tema de la situación de Medio Oriente, incluyendo las eventualidades de grupos como el Estado Islámico (EI o ISIS), Al-Qaeda o el Hamás palestino, generalmente se intercambian terminologías para etiquetarlos o describirlos. Está claro que todos ellos tienen como denominador común un fuerte discurso reivindicativo de la religión, el cual pretende, de un modo u otro, hacer política. Uno de estos modos está emparentado con la violencia. Ahora está de moda utilizar la palabra “yihadismo” para darle especial connotación al carácter combativo que estos grupos suelen demostrar. En añadidura, si usted mira o escucha los noticieros, se percatará que los periodistas frecuentemente llaman a los islamistas “salafistas”. En cambio, a veces hablan de “wahabitas” o (el menos correcto) “wahabistas”. Pero, ¿cuáles son las diferencias entre estos términos? Mediante un pequeño aporte académico, vale la pena esclarecer el significado de cada palabra, para de este modo poder ser más precisos como coherentes a la hora de hablar de los grupos islamistas y de los sucesos contemporáneos que llegan a la primera plana.

Para empezar, la misma definición de islamismo debe ser revisada. Hace pocos días estuve en Madrid, y vi que en una importante librería se utilizaba este rótulo – islamismo – para delimitar la sección de libros dedicada a la religión islámica. La anécdota viene al caso porque muchas veces, desafortunadamente, en la cotidianidad se utiliza islamismo casi como sinónimo de islam. En concreto, islamismo se refiere a las formas politizadas del islam; a los movimientos sociales que partiendo de la religión, buscan activar a la comunidad para profundizar una agenda que es política, y no obstante religiosa al mismo tiempo. La confusión naturalmente viene dada por los usos del lenguaje. Hablamos de cristianismo, judaísmo o budismo para nombrar religiones, todas ellas terminadas con la letra o. Por eso, a pesar de las apariencias engañosas, debe tenerse siempre presente que para hablar de la religión islámica utilizamos islam, y que islamismo solo sirve para hablar de sus expresiones politizadas.

Bien, hay distintos tipos de islamismo. Están aquellos que persiguen la islamización – o para ponerlo con una expresión acaso más familiar – la evangelización de la sociedad, desde “abajo hacia arriba”, y quienes por mano contraria buscan imponerla desde “arriba hacia abajo”. Los islamistas que suscriben a la primera vertiente priorizan la construcción de un movimiento y de una plataforma con amplias bases de apoyo, como paso previo a lanzarse en la competencia política. Podría decirse que quieren generar cierta cohesión, y darse a sí mismos la relevancia que ostenta todo movimiento de masas. En contraste, lo que caracteriza a quienes acompañan a la segunda tendencia, es que han decidido prescindir de la paciencia y del enfoque largo placista de los primeros. Más allá de que algunos de los grupos islamistas han llegado al poder por vía del sufragio, dado que a la larga ninguno ha probado aún ser democrático en un sentido republicano, en mi opinión, lo esencial de este segundo tipo de islamismo es que no se viene con obras de teatro, sino que muestra sus ulteriores objetivos tal como son, ninguneando la fachada más conciliadora y hasta a veces democrática que adoptan los islamistas de la primera tendencia.

Véase por ejemplo que Hamás se asemeja bastante al modelo de “abajo hacia arriba”. Llegaron al poder por vía democrática, pero solo luego de construir un movimiento con amplias bases de fondo a lo largo de veinte años de trabajo social. Sin embargo, ya en el poder, es difícil sostener que Hamás se comporte de forma democrática, puesto que no respeta a la oposición, y tampoco cuida garantías básicas del sistema republicano. Por otro lado, Hamás tiene una faceta que se asemeja más al segundo tipo. Justamente, siendo que ya se ha consolidado en el poder, sus activistas pueden darse el lujo de exponer su crudeza y vocación fanática sin reparo por la etiqueta o las formas.

El término yihadismo es empleado para describir a los grupos islamistas que utilizan la violencia en pos de una causa religiosa, porque dicen apelar a una yihad, a una “guerra santa” contra los enemigos, sean estos internos (apóstatas) o externos (infieles). Siguiendo con el ejemplo anterior, Hamás podría ser clasificado como yihadista en la medida que emplea la violencia enmarcándola en una contienda religiosa. Aunque, por otro lado, en comparación con Al-Qaeda, el yihadismo de Hamás ciertamente es mucho más restringido. Se limita pues a la Franja de Gaza y a la lucha contra Israel. Al-Qaeda, en cambio, ha probado operar en una escala global, la cual no necesariamente queda restringida a una región en particular. Por esta razón, yihadistas los hay de distinto calibre y grosor.

Para ser islamista no es menester ser yihadista. Para dar otro ejemplo, el capítulo egipcio de la Hermandad Musulmana responde al esquema que va desde “abajo hacia arriba”, y distinto a Hamás, en términos generales, no ha adoptado una actitud abiertamente belicista ni siendo oposición, o ni siendo autoridad – durante la acotada experiencia de Mohamed Morsi en el poder.

Por descontado, los islamistas esbozan una agenda política instruida en la religión, pero al fin y al cabo, valga la redundancia, operan dentro de un marco que reconoce a priori el contexto político. Lo que esto implica, en otras palabras, es que por más soñadores que sean, los islamistas reconocen que la sociedad es un campo de batalla que debe ser ganado, a veces de forma progresiva, y a veces de forma sucinta y violenta. Significa que aceptan a la modernidad como tal, y emplean sus herramientas, como lo es el sistema político o las instituciones, para ganar influencia.

Este reconocimiento de la realidad moderna es desde ya mucho más perceptible con los grupos que responden al modelo “abajo hacia arriba”. En contrapartida, muy a menudo quienes intentan imponer su voluntad por la fuerza desde “arriba hacia abajo” parecen estar más interesados en la realización instantánea de una utopía religiosa que en la construcción de una “Modernidad islamizada”. Hamás y la Hermandad Musulmana serán en muchos aspectos grupos fanatizados, pero el hecho de que no se comporten democráticamente no trae aparejado un rechazo por las instituciones del Estado moderno, como un sistema taxativo, un aparato represivo, o como una red de organismos burocráticos para gestionar la vida pública y dirimir los conflictos entre particulares. En contraste, grupos como Al-Qaeda o el ISIS que operan en una escala mayor, y que demandan a la población la impartición instantánea de sus recados de pureza, solo se interesan por los réditos propagandísticos o militares de la tecnología contemporánea, mas no así por las instituciones que se desprenden del Estado moderno. Los activistas y yihadistas del ISIS utilizan las redes sociales y las armas que los norteamericanos dejaron en Irak, pero reniegan de la idea de penetrar instituciones y organismos públicos para acaparar más espacios.

Esta razón hace que para algunos autores los islamistas que imparten de “arriba hacia abajo” no sean islamistas, pero más bien neofundamentalistas, fundamentalistas, o yihadistas a secas. En rigor, se trata de una zona gris dentro del campo académico que estudia el fenómeno islamista. Pero sean Al-Qaeda o el ISIS islamistas o no, el argumento consiste en señalar que sus militantes están más interesados en hacer triunfar lo netamente religioso por sobre lo cultural, y lo sagrado por sobre lo profano. Para ellos el Estado no es un fin en sí mismo, sino un instrumento por el cual dar renacimiento a prácticas religiosas ultraortodoxas. De este modo, para ellos la política queda completamente subyugada a un ideario imaginario. Siendo así, la ecuación entre lo político y lo religioso queda mucho más balanceada en los grupos del primer tipo, los cuales discutiblemente – observan y especulan los analistas – son más pragmáticos que los “fundamentalistas” salidos de Al-Qaeda, el ISIS, u otras agrupaciones.

A veces se utiliza “salafismo” como sinónimo de fundamentalismo. Este es un uso equivocado que confunde más de lo que aclara. La palabra salaf, “ancestro”, se refiere a las primeras tres generaciones de regentes y pensadores islámicos. Sin entrar en detalles, quienes se autoconsideran salafistas insisten en que buscan reinstaurar cierta originalidad o tradición religiosa perdida por el desarraigo de la identidad musulmana. Ahora bien, esta consiga de regresar a las bases puede ser empleada en un doble sentido. Por supuesto, están aquellos que defienden la tesis de que para volver a su esencia original, el islam debe modernizarse, compatibilizarse con el pensamiento racional, con las innovaciones y con el pensamiento humanista en boga hoy en día. Pero también existen quienes arguyen exactamente lo contrario. Los ejemplos mencionados recién responden a este último caso.

Con esta apreciación en mente, los diversos grupos islamistas debaten otro eje identitario que repercute en lo organizacional, entre una concepción progresiva del islam, y entre una regresiva. Quienes persiguen una islamización desde “abajo hacia arriba” por lo general se entienden a sí mismos del modo progresivo, y conceden cierta flexibilidad para condonar las innovaciones teológicas. Dado que estos intentan añadir sustento mayoritario a su plataforma, insisten en la unidad entre todos los musulmanes antes que distraerse en cuestiones sectarias. En contrapartida, quienes llevan el islam desde “arriba hacia abajo” casi siempre lo piensan como un modelo perfecto que fue descarriado a lo largo de las generaciones, de forma tal que sueñan con retrotraerse en el tiempo a la época inmediata a Mahoma para cumplir al pie de la letra sus recados.

Finalmente, “salafismo” es también utilizado como sinónimo de “wahabismo”. Este último sí adscribe mejor al significado que en lo cotidiano le otorgamos al término fundamentalismo. Los wahabitas históricamente eran los seguidores de Muhammad ibn Abd-al-Wahhab, un reformista del siglo XVIII, que inspiró a sus seguidores a purificar sangrientamente la península arábiga de todo quien fuese considerado un transgresor del mandato divino. En la actualidad, el wahabismo es considerado el ala más ortodoxa, fundamentalista si se quiere, dentro del islam sunita. En Arabia Saudita se le imparte un carácter de credo oficialista, cosa que se ve reflejada en el elevadísimo nivel de conservadurismo que rige la escena pública en dicho país. No obstante, en su versión militante, las campañas militares wahabitas del pasado se asemejan en demasía a los actos perpetrados por los hombres del ISIS.

En resumen, los islamistas no necesariamente son yihadistas, y todos dicen ser salafistas, aunque “progresivos”, “regresivos” o algún punto medio según lo reclame cada grupo. Solo aquellos salafistas marcadamente regresivos, con una actitud inflexible frente a las innovaciones, al estilo de vida moderno, y beligerantes en el estilo yihadista podrían llegar a ser wahabitas. Emplear estos términos conscientemente puede ayudarnos a lograr una mejor comprensión de este complejo fenómeno social, y al mismo tiempo incentivar un debate productivo como centrado sobre el desempeño, logros y fracasos de todas las formas politizadas del islam.

Kurdistán y el Gran Juego del nuevo Medio Oriente

Cuando en el siglo XIX los estrategas británicos hablaban del “Gran Juego”, se referían a la contienda imperialista entre Gran Bretaña y Rusia por la supremacía de Asia Central. Desde entonces, muchos analistas plantearon que el juego nunca acabó, sino que solamente se reinventó para dar cabida a nuevos jugadores. Esto así, porque tiene mucho sentido analizar la realidad a partir de esta mirada, pues sería muy difícil obviar que existen potencias en constante competencia por ganar mayores cuotas de influencia. Yendo desde Crimea, pasando por Irán y Pakistán, en la actualidad existe un claro tablero geopolítico que reúne, por un lado, a los poderes occidentales encabezados por Estados Unidos, y por el otro, a Rusia y a China. En cuanto a Medio Oriente, podemos apreciar las cosas a través de un prisma similar.

Tras la Primera Guerra Mundial, Francia y Gran Bretaña se dividieron Mesopotamia y el Levante en áreas de influencia, dando creación a nuevos Estados, e instaurando una era marcada por el tutelaje anglo-francés de los asuntos persas y árabes. Finalizada la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos y la Unión Soviética reemplazaron a la cordial alianza europea en el papel de veedores del Medio Oriente, aunque claro, en un rol abiertamente confrontativo. Luego, caído el imperio soviético a principios de los años noventa, las nuevas circunstancias forzaron a casi todos los Estados árabes a ponerse bajo la aegis de Washington. De particular interés, hoy en día, gracias a las insurrecciones que la llamada Primavera Árabe despertó, y gracias al vacío de poder que dejó Estados Unidos tras su retirada de Irak, comienza a deslumbrarse, siempre en términos geopolíticos, un nuevo eje de conflicto alrededor de Kurdistán, el territorio de la etnia kurda repartido entre Irak, Irán Siria y Turquía.

Violentamente reprimidos por los iraníes, y masacrados por los turcos y los iraquíes, los kurdos han tenido el grave infortunio de no conseguir un Estado independiente durante el siglo XX. Si bien en un comienzo, en 1920, los vencedores de la Primera Guerra habrían de asignar una estatidad a los kurdos, la rotunda queja de la entonces flamante República turca de Kemal Atatürk imposibilitó semejante concesión. De este modo, para dar formalmente por finalizada la guerra, en 1923, los aliados debieron ceder frente a las exigencias turcas y sacrificar la autodeterminación del pueblo kurdo. En breves cuentas, desde allí en adelante, se sucedieron y perecieron distintas revueltas orientadas a consagrar un grado de soberanía kurda. Su suerte política cambió decisivamente a partir de la Guerra del Golfo de 1991, la cual debilitó el férreo control de Sadam Hussein sobre el norte de su país, facilitando así la consecución de una zona fácticamente autónoma. Una década más tarde, la segunda intervención norteamericana en Irak reforzó dicha autonomía. La constitución iraquí de 2005 reconoció la existencia de iure del Kurdistán iraquí como una entidad federal, mas lo cierto es que esto ratificaba una realidad ya consumada; dado que en los hechos la región ya era virtualmente independiente. Sumado a esto, ese mismo año se llevó a cabo un referéndum informal, simbólico si se quiere, cuyo resultado reflejó que el 98% de los kurdos iraquíes estaban a favor de la independencia.

El último hito que ha reforzado al autogobierno kurdo situado en Erbil, en claro detrimento de la autoridad central de Bagdad, ha sido sin lugar a dudas el surgimiento del Estado Islámico (EI o ISIS) en el seno de Irak. Por esta razón, no solamente que una independencia formal kurda es posible, sino que hasta parecería ser algo ya inevitable. Irak es a la fecha un Estado fragmentado por la violencia sectaria entre sunitas y chiitas, y el ejército se muestra incapaz de hacer prevalecer el orden, aún con la asistencia logística y aérea provista por la coalición internacional contra el ISIS.

Si hay algo en lo que todos los actores estatales de Medio Oriente coinciden, es que ISIS es una grave amenaza al prospecto de estabilidad. Bien, si hay algo en donde no hay consenso y reina la incertidumbre, es en el análisis que las distintas capitales hacen sobre el mañana, sobre la situación posterior a la desintegración del ISIS, y a la plausible caída del régimen de Bashar al-Assad en Siria. Esta situación explica en gran medida la vacilación de Turquía en relación a la campaña en contra de los yihadistas. Tayyip Erdogan, el mandamás de la política turca, está obsesionado con ver derrocado a Al-Assad, y al mismo tiempo está preocupado por la plausible independencia del Kurdistán iraquí, sopesando que podría causar gran alboroto entre la importante minoría kurda que habita en Turquía, contada entre 11 y 15 millones de personas.

Condicionada por las inclinaciones islamistas de sus líderes, y empeñada en una política exterior que los analistas han acuñado como “neo-otomanista”, Turquía busca desde hace varios años consolidar una imagen positiva entre los musulmanes sunitas de su histórico patio trasero, y entiende que la caída de Assad es un paso indispensable para consolidar tal ansiado liderazgo. Hasta el año pasado, los oficiales turcos suponían que podrían contar con el ISIS para destrabar el conflicto sirio, inclinando la balanza en favor de los rebeldes, sean de la caña que sean. Pero hoy comprenden que el ISIS representa una barrera manifiesta a los expresos deseos de los kurdos por independizarse, de modo que siguiendo con esta trama, el Gobierno de Erdogan ha, por ejemplo, bloqueado el acceso a milicianos kurdos dispuestos a combatir al ISIS.

Podría decirse que Turquía está apostando a un juego peligroso, cuyo riesgo se justifica en evitar a como dé lugar fortalecer la posición kurda. El escenario es delicado, pero el mensaje que envía Ankara es claro: como potencia regional, Turquía debe cumplir un papel en la resolución de la debacle contemporánea.

Irán busca un rol semejante, y aunque dicho Estado actúa como garante y benefactor del régimen sirio, a decir verdad tampoco puede permitirse tener de vecino a un Estado kurdo. Además de que en Irán viven entre 6.5 y 7.9 millones de kurdos, el supuesto nuevo Estado podría representar una potencial amenaza para la seguridad iraní. Teniendo en cuenta que Israel ya ha asentado que reconocería la estatidad kurda, posiblemente los militares iraníes teman que, desde dicha hipotética entidad, puedan llegarse a lanzarse operaciones en su contra. Existen lazos históricos entre judíos y kurdos, y ambos pueblos comparten una larga historia de persecución y opresión. Así como opina Ofra Bengio, un especialista en el tema,  aunque lo más probable es que de declararse independiente, Kurdistán naturalmente priorice no antagonizar sin necesidad con sus vecinos por la cuestión israelí, podría ser posible que ambos Estados cooperasen militarmente entre las sombras.

Otra cuestión de crucial importancia es la beta energética, siendo que es una de las principales fuentes de tensión entre el Kurdistán iraquí y el Gobierno central en Bagdad. El norte del país regido por los kurdos es una región rica en petróleo, con gran potencial de explotación. De darse la separación, el disminuido Irak perdería una importante fuente de ingresos. Empero, siendo que no solo Bagdad se opone a la separación, sino que Ankara, Damasco y Teherán también, Erbil debe decidir entre un argumento pragmático que llamaría a conciliar intereses y a evitar la independencia, u optar sino por llevar a cabo y respetar el resultado de un referéndum que seguramente dictara la autodeterminación. En este sentido, siguiendo el argumento pragmático, Dlawer Ala’Aldeende, el presidente de un think tank de Erbil (MERI), reconoce que es factible que el Kurdistán iraquí termine incrementando su independencia económica, sacrificando su independencia, pero acomodándose de modo seguro con sus vecinos. Lo cierto es que proyectando a tal hipotético Estado, independiente o no, Kurdistán en esencia no dejaría de ser un enclave sin salida al mar. No obstante, de independizarse, sus vecinos podrían tomar represalias asfixiando al nuevo Estado, prohibiéndole el tránsito o bloqueando sus exportaciones petroleras.

Por otro lado, la posición de las potencias globales no alienta la independencia. Rusia y China se alinearían evidentemente en contra de un Kurdistán autodeterminado. Esto implica que si la dirigencia kurda decide perseguir sus históricos anhelos nacionales, su única esperanza sería el reconocimiento estadounidense. Sin embargo, Washington viene también oponiéndose a dicho proyecto. Reconocer a Kurdistán resultaría en una grave crisis con Turquía, una potencia regional, miembro de la OTAN, y significaría dar por muerto el proyecto de reconstrucción federada de Irak iniciado a duras penas tras 2003.

La única certeza es que la cuestión kurda será de ahora en más uno de los ejes principales del debate geopolítico mediooriental. Sean independientes o no, a la luz de los eventos recientes, no debería sorprendernos que al cabo de pocos años Hollywood glorifique la resistencia kurda contra el ISIS. En mi opinión, los kurdos merecen un Estado propio, y tal vez no tendrán mejor oportunidad para asegurarlo que esta. Su lucha contra el avance de los yihadistas ya constituye para muchos una fuente de inspiración que avala moralmente su derecho a la autodeterminación. Pero siendo realistas, quedará por verse finalmente si lo que primará será dicho principio de autodeterminación, o el principio más egoísta de integridad soberana, indicado por la postura pragmática de los políticos y estrategas.

ISIS dejará de existir, pero no será el fin del fanatismo islámico

En la columna de Iván Petrella publicada en este medio el 8 de octubre, el académico y legislador porteño afirma que los primeros en condenar el accionar del ISIS (Estado Islámico) son los exponentes del islam. Tal como presenta Petrella, la deslegitimación que pesa sobre el ISIS deriva de la durísima oposición de importantes referentes musulmanes, y de miles de creyentes alrededor del globo, quienes hacen escuchar su voz a través de las redes sociales. El autor correctamente argumenta que no hay que confundir a una minoría con la totalidad de la población musulmana. Sin embargo, hay ciertas cuestiones que considero conveniente debatir.

Antes que nada, tomando como punto de partida las manifestaciones musulmanas contra el ISIS que se citan en su artículo, Petrella sugiere que el conflicto no representa un enfrentamiento entre el Islam y Occidente, sino que en cambio es un conflicto entre una mayoría pacífica y una minoría violenta dentro del credo musulmán. Coincido con Petrella en esto último, pero difiero en lo primero. Si bien es cierto que la dicotomía Islam-Occidente es servicial a los intereses de los yihadistas, no por ello deja de ser verídica. Al analizar la historia, uno puede encontrarse que por regla general, los extremistas políticos y religiosos de toda rama y procedencia han optado por desquitarse primero con la oposición doméstica y luego con la externa.

En el caso del mundo islámico, el polo extremista del movimiento religioso revivalista siempre buscó imponer la purificación del creyente por la fuerza. Si uno no se purificaba bajo los rígidos parámetros ultraconservadores, entonces se era tan pagano o infiel como un no creyente, por más consideración que uno podía tenerse a sí mismo como musulmán devoto. En este aspecto, la purgación casera de los individuos descarriados siempre fue considerada un paso previo y necesario, por lo menos en términos discursivos, a la dominación mundial. La prueba está en que desde las primeras conquistas wahabitas en Arabia en el siglo XVIII, pasando por el Emirato Islámico de Afganistán en 1996, y la actual conformación del autoproclamado califato sirio-iraquí, los yihadistas han buscado fijar que los musulmanes que no se ajustan a una tradición dogmática no son musulmanes.

En términos abarcativos, este argumento es habitual en todas las corrientes totalitarias. Consiste en señalar que aquellos individuos que se han autoconvencido de ser algo que no son, terminan siendo más peligrosos que aquellos que reniegan abiertamente de la fe, la ideología, o el partido, por la mera razón de que propagan el mal ejemplo entre sus pares. El ISIS ejemplifica esta minoría totalitarista. Pero aunque existe una tendencia común entre los totalitarismos a aniquilar a los opositores internos, esto no minimiza el hecho que estos movimientos frecuentemente buscan antagonizar con terceros, no solamente por una cuestión de labia política, sino por un cuerpo de creencias enmarcado en una ideología bien establecida.

No debería sorprender que diversos comentaristas hablen de “islamofascismo” o incluso de “islamoleninismo”, lo que suena a oxímoron, para asemejar al islam político, es decir, al islam ideologizado, con los grandes totalitarismos del siglo pasado. Para ser claros, no es el islam per se como religión el que está enfrentado con Occidente, pero sí son sus formas politizadas, que en distintos tonos, más o menos extremistas, en definitiva persiguen la consecución de un Estado puritano, estrictamente basado en la práctica religiosa. Para los islamistas de toda denominación, el Estado no es un fin en sí mismo, sino un medio para llegar a un fin.

Basándonos en la columna de Petrella, analizar al ISIS puede convertirse en un ejercicio propio de la paradoja del vaso medio lleno o medio vacío. Para mi experimentado colega, el vaso está medio lleno porque hay indicios positivos de que los propios musulmanes están tomando cartas en el asunto; de que quieren defenestrar la inelástica, anticuada y violenta visión del islam que profesan los extremistas. En contraste, para mí el vaso está medio vacío. Aunque Petrella está en lo correcto en sostener que el islam debe ser parte de la solución, el islam que él cita no es exactamente un ejemplo de progresismo.

Ha habido protestas encabezadas por musulmanes contra las atrocidades del ISIS, pero no de forma multitudinaria, no de forma constante, y no así contra la noción de “yihad armada”. Por otro lado, decenas de miles de musulmanes de todo el mundo se movilizaron para condenar la incursión militar de Israel en Gaza entre julio y agosto de este año, y sin embargo, en términos relativos, los manifestantes prestaron poca atención a lo que venía sucediéndose en Siria y en Irak. Mientras que la guerra en Gaza se llevó la vida de alrededor de 2.000 palestinos, en Siria, según las últimas cifras, la guerra civil viene sumando la cantidad de 170.000 muertos, un tercio de ellos civiles. En cuanto al ISIS, según cifras de Naciones Unidas, hasta comienzos de septiembre, los yihadistas habrían matado ya cerca de 9.400 civiles.

Dicho esto, vale preguntarse con un espíritu crítico, ¿por qué no vemos tantas manifestaciones cuando los musulmanes matan musulmanes, y no obstante cientos de ellas cuando los judíos (israelíes), o los cristianos (norteamericanos) matan musulmanes?

Petrella destaca como positivo que varios países árabes hayan integrado la coalición contra el ISIS. Ahora bien, esta medida no se debe a una cuestión de discrepancia religiosa o rectitud moral, sino a la percepción estratégica de un peligro común, que amenaza, entre otras cosas, la posición de las monarquías en la región. Salvando las distancias, así como en los últimos años del siglo XVIII las casas reales europeas se aliaron contra la Francia revolucionaria (para contener la expansión de sus ideales radicales al orden imperante), hoy son los reales regentes conservadores del mundo árabe quienes han decidido romper la revolución yihadista para evitar que sus cabezas se exhiban en la plaza pública. Notoriamente al caso, si Arabia Saudita ha decidido enfrentarse al ISIS, es porque entendió que a razón de la Primavera Árabe, seguir financiando a los grupos islamistas para promover la versión religiosa ortodoxa que prima en dicho Estado se convirtió en algo contraproducente, algo que podía poner en jaque la supervivencia del régimen. Por eso, tal como lo ha notado un analista, “controlar el discurso religioso se ha convertido en un requisito de seguridad y en una necesidad social, antes que en un redundante llamado a la reforma”.

El hecho de que prominentes clérigos musulmanes hayan decretado al ISIS como un ente ilegitimo es claramente una buena noticia, pero debemos tener sumo cuidado antes de catalogar a estas figuras como “moderados” –un error que a mi juicio los medios repiten bastante seguido. Petrella cita por ejemplo al prestigioso jeque Abdallah bin Bayyah. Como dato de color, es curioso notar que hasta no mucho tiempo atrás, el órgano del cual el jurista era vicepresidente, la Unión Internacional de Juristas Musulmanes (IUMS por sus siglas en inglés), dictaba que la resistencia armada contra los israelíes en Palestina y los norteamericanos en Irak era un deber religioso. Bin Bayyah se distanció de esta esta línea y ha renunciado a su cargo en dicho organismo el año pasado, pero sospecho que esto se debería más a presiones sauditas que a un pleno cambio de corazón. Hoy en día apoyar a un grupo islamista, o peor aún, a un grupo yihadista, se ha vuelto políticamente incorrecto a los ojos de los regímenes árabes, por la razón discutida recién.

Otro clérigo de renombre internacional como lo es Yusuf al-Qaradawi, presidente del IUMS, se mantiene un fiel allegado a los brazos de la Hermandad Musulmana que proliferan en la región. Qaradawi también se expresó en contra del ISIS, mas eso no quita que sea un extremista en potencia, si es que no lo es ya, a punto tal que Estados Unidos le prohíbe el ingreso al país.

¿Es entonces el mundo islámico la solución al fenómeno del ISIS? Afirmar prestamente que sí es una concesión al discurso políticamente correcto que manda en las sociedades libres y pluralistas como la nuestra. En efecto debería serlo, pero en el terreno, salvando algunos casos puntuales, no parece ser así. Pese a su excepcionalísimo, creo que en muchos sentidos el ISIS es solamente la punta de un iceberg. Si existe una tendencia destructiva entre los musulmanes, esa sería la severa aplicación de la tradición religiosa en las sociedades modernas. Sin ser ellos los enemigos declarados de Occidente, esto se ve reflejado en la estricta aplicación de la ley islámica en los países del Golfo, y luego, en las plataformas islamistas que proliferan desde Libia hasta Siria, o de India hasta Indonesia.

El ISIS posiblemente dejará de existir eventualmente, pero su destrucción no signará el final del fanatismo religioso islámico, en tanto las comunidades musulmanas, sobre todo aquellas fuera de Occidente, no se expresen con suficiente vigor en contra de la politización de la religión, sea para el fin que sea, pero especialmente para justificar luchas armadas. Cuando la religión haya medidamente pasado a un segundo plano en la esfera cotidiana, entonces a mi criterio podrá descartarse a lo religioso como un catalizador de violencia y conflicto en Medio Oriente.