En 2010, ante una audiencia de jóvenes de su partido, Ángela Merkel pronunció algunas palabras que ya son parte de la sabiduría convencional. Expresó que los intentos de crear una sociedad multicultural en Alemania habían fracaso estrepitosamente. Un año más tarde, David Cameron y Nicolás Sarkozy sumaban sus voces a esta posición. Los inmigrantes de otros entornos culturales —argüían los líderes— no habían logrado integrarse a la idiosincrasia occidental, esto es, a la vida comunitaria, social y cívica del continente europeo.
Este discurso, que algunos etiquetan como una maquinación racista, ha dejado de representar exclusivamente a las plataformas conservadoras o derechistas. Con justa razón, los europeos están cada día más alarmados por el embate cultural que se está produciendo en el seno de sus comunidades. En Europa se habla de zonas liberadas, en donde las fuerzas de seguridad tienen prohibido el paso. Se habla de barrios en donde la ley de facto es la sharia, la ley islámica, y se habla de escuelas y centros comunitarios que instan a atentar contra las instituciones seculares del Estado.
Hoy el último fenómeno que está sacudiendo el Viejo Continente es uno que ha ganado terreno en las calles de Egipto y Magreb. Se trata de las violaciones grupales, el llamado juego de taharrush gamea, “acoso colectivo”. Si bien no está emparentado con el islam per se, es un subproducto derivado de la religión. Concretamente, viene de una herencia cultural tradicionalista que reacciona violentamente frente a la emancipación de la mujer. Continuar leyendo