Por: Federico Gaon
En 2010, ante una audiencia de jóvenes de su partido, Ángela Merkel pronunció algunas palabras que ya son parte de la sabiduría convencional. Expresó que los intentos de crear una sociedad multicultural en Alemania habían fracaso estrepitosamente. Un año más tarde, David Cameron y Nicolás Sarkozy sumaban sus voces a esta posición. Los inmigrantes de otros entornos culturales —argüían los líderes— no habían logrado integrarse a la idiosincrasia occidental, esto es, a la vida comunitaria, social y cívica del continente europeo.
Este discurso, que algunos etiquetan como una maquinación racista, ha dejado de representar exclusivamente a las plataformas conservadoras o derechistas. Con justa razón, los europeos están cada día más alarmados por el embate cultural que se está produciendo en el seno de sus comunidades. En Europa se habla de zonas liberadas, en donde las fuerzas de seguridad tienen prohibido el paso. Se habla de barrios en donde la ley de facto es la sharia, la ley islámica, y se habla de escuelas y centros comunitarios que instan a atentar contra las instituciones seculares del Estado.
Hoy el último fenómeno que está sacudiendo el Viejo Continente es uno que ha ganado terreno en las calles de Egipto y Magreb. Se trata de las violaciones grupales, el llamado juego de taharrush gamea, “acoso colectivo”. Si bien no está emparentado con el islam per se, es un subproducto derivado de la religión. Concretamente, viene de una herencia cultural tradicionalista que reacciona violentamente frente a la emancipación de la mujer.
Aprovechándose del bullicio de las concentraciones multitudinarias, los violadores van en grupo y atacan mujeres. El último incidente que mediatizó dicha práctica sucedió en la ciudad alemana de Colonia (Köln) durante la víspera de Año Nuevo. En Hamburgo ocurrió algo similar, y en total se registraron alrededor de cinco centenas de denuncias policiales. Los testimonios son similares: grupos de hombres de apariencia árabe o magrebí, algunos de ellos aparentemente enojados, acosando, robando y atacando sexualmente a mujeres. Mientras algunos de ellos cometen el crimen, otros se quedan en círculo vigilando para opacar lo sucedido en el medio de la algarabía.
Lo que ocurrió en Colonia no es un hecho aislado. Algo similarmente terrible viene aconteciendo en centros preparados para refugiados y migrantes. Abundan las querellas vinculadas con abusos sexuales cometidos incluso contra menores. En su defensa, los perpetradores aducen que no están obrando mal. Violar a una mujer que viaja desacompañada sería legal y, en todo caso, la culpa la tendrían ellas por ser impúdicas e incitar una provocación. La crisis ha llegado a tal punto que, parece ser, con habilitar centros para acoger a los desposeídos que huyen de la guerra en Medio Oriente no alcanza. En este sentido, el Estado alemán se plantea dividir a los refugiados cristianos (atemorizados de los musulmanes) del resto.
Lo sucedido durante las festividades ciertamente reavivó la aversión que sienten muchos europeos contra los refugiados y migrantes en cuestión. Sin embargo, no hay que perder de vista que el problema de las violaciones cometidas por migrantes viene desde antes que estallara la pólvora en Siria. En Inglaterra, por ejemplo, es conocido el caso de una larga racha de abusos sexuales contra menores cometidos por pakistaníes, entre 1997 y 2013. En Francia, se cree que, en las zonas liberadas, las llamadas “zonas urbanas sensibles” (SUZ), los ilícitos, la violencia familiar, y las violaciones son cosa de todos los días. Allí también se cometen violaciones en grupo, especialmente para castigar a las mujeres que no se cubren la cabeza. El “juego” se llama tournante, “turnate”.
Pero donde el clima es realmente dramático, en lo que a violaciones y migrantes confiere, es en los países escandinavos, acaso los más liberales y progresistas del continente, si no del mundo. En 2009 la Policía de Oslo presentó un informe que indicaba que el 65% de las violaciones cometidas en la capital noruega fueron protagonizadas por inmigrantes no occidentales. Incluso si la cifra fuese discutida, lo cierto es que ahora Noruega ofrece a los migrantes musulmanes la posibilidad de tomar clases “para aprender a tratar bien a las mujeres”. En Dinamarca, los inmigrantes somalíes representan el grupo poblacional más problemático del país. Entre 2008 y 2012, los ciudadanos provenientes de la convulsionada región del cuerno de África cometieron la gran mayoría de los crímenes reportados. Estadísticamente hablando, los musulmanes son procesados por la Justicia danesa diez veces más que los nativos oriundos del país. En 2010, más de la mitad de los violadores sentenciados por la Justicia de Dinamarca venía de un contexto musulmán. No sorprendentemente, cuando un muftí en Copenhague dijo públicamente en 2004 que las mujeres que se rehúsan a usar el velo “están pidiendo ser violadas”, comenzaron a sonar las alarmas.
Suecia está aún peor; está segunda en la lista de los países en donde se cometen más violaciones. Gracias a la inmigración proveniente de países musulmanes, Suecia es el país de mayor crecimiento poblacional de Europa y, aunque el Gobierno sueco se esfuerza por ocultar un dato evidente, existe una relación entre el número de crímenes y el origen de los perpetradores. Por ejemplo, en 2002, el 85% de los sentenciados por una Corte sueca o habían nacido en el extranjero, o eran hijos de inmigrantes. En línea con estos datos, tampoco sorprende que el “juego” de taharrush gamea se haya difundido, pues las violaciones grupales —según lo reportado— se han elevado exponencialmente en los últimos veinte años.
Lamentablemente son muy pocos los políticos o los periodistas que están dispuestos a hablar sin pelos en la lengua acerca del tema. En efecto, señalar la existencia de una relación entre el número de crímenes y violaciones, y el origen o la identidad de los perpetradores es visto con malos ojos. Tal como concluía Julián Schvindlerman, Europa está siendo silenciada por los zares de la corrección política. Por esta razón, se hace muy difícil dar con estadísticas actualizadas y con portavoces dispuestos a cantar lo que está ocurriendo. En este aspecto, a propósito de Suecia, hace pocos días se desató un escándalo mediático a raíz de que la Policía ocultara deliberadamente una serie agresiones sexuales cometidas por inmigrantes (musulmanes) durante un festival juvenil en Estocolmo.
El quid de la cuestión radica en que, para la tradición islámica, la mujer que no se ajusta a las reglas es impura y, como tal, debe ser castigada. Lo que es más, si la mujer no es musulmana, ningún castigo se vuelve demasiado severo. No por poco los violadores buscan reducir sus penas, sino directamente zafarse de ellas, apelando al principio (muy occidental) de relativismo cultural: “Así es nuestra cultura”. En rigor, el tradicionalismo islámico, patente en lugares como Afganistán y Somalia, inculca que los deseos terrenales son distracciones peligrosas. Bien, dado que es “legal” castigar a las mujeres que “muestran su cuerpo impúdicamente”, la violación se convierte en un medio para desahogarse.
Trágicamente, en Europa aún reina un sentimiento de condescendencia hacia el violador, cuyas acciones quedan justificadas en el marco de sus referencias culturales. Situados entre la espada y la pared, para los políticos es preferible ceder ante el relativismo cultural antes que arriesgarse a ser etiquetados como islamófobos, racistas o xenófobos. Volviendo a los ataques en Colonia, la alcaldesa, Henriette Reker, aconsejó a las mujeres “mantener cierta distancia, de más de un brazo”; “no acercarse a personas extrañas” y no irse “con uno o con otro”. Reker no es la única que piensa así. El jefe de Policía de Viena, Gerhard Pürstl, dijo: “Las mujeres, en general, no deberían salir a la calle solas a la noche. Deberían evitar áreas que parecen sospechosas, y en los pubs y clubes, sólo deberían aceptar tragos de gente que conocen”.
De más está decir que no todos los violadores son de origen musulmán. Para nada. Tampoco todos los musulmanes son violadores en potencia. No obstante, existe una clara correlación entre el crecimiento de acontecimientos criminales en el continente europeo y el aumento de la población proveniente de un contexto islámico, con una idiosincrasia diferente a la predominantemente secular que rige entre los europeos. Si el toro no se toma por las astas y el problema no es atribuido a los verdaderos culpables —como los predicadores religiosos que llaman a atentar contra el modo de vida occidental—, el “juego” de taharrush seguirá siendo noticia en el futuro.