Salí de Brasil después de que las manifestaciones populares habían causado un tsunami en la evaluación de los principales dirigentes políticos. En Europa, los noticieros repiten hasta la saciedad la crisis egipcia, el regreso de la incertidumbre en Túnez, el trágico desarrollo de la guerra civil siria, los atentados sin fin en Pakistán y Afganistán. En fin, una rutina de tragedias anunciadas que, vistas de lejos, parecen “cosas del tercer mundo”.
En cuanto a eso, la economía china se está encogiendo, Estados Unidos confía en la recuperación y Europa se contorsiona en ajustes sin fin. De Brasil resuenan apenas los pasos del papa Francisco, a veces tocando el suelo lodoso de los yermos a los que lo lleva su predicación.
De nuestras aflicciones financieras, los mercados externos hablan ocasionalmente, pero siempre se cuidan de ellas, retirando sus inversiones a la primera señal de alarma. Del colapso político hay pocas referencias. Aunque hasta ahora ninguna crisis de legitimidad haya sido el gatillo del torbellino popular, éste terminó por mostrar que existe algo parecido.
Si los medios occidentales se preocuparan más por nuestra política, tal vez verían que no es sólo en África y en el Medio Oriente donde hay un desencuentro entre el poder y el pueblo. Hay algo que no está funcionando bien en la política, incluso en los rincones más distantes de Occidente, como América del Sur. Hay un nexo en ese desarreglo: las sociedades urbanas de masas, ahora hiperconectadas por Internet, se sienten mal representadas por quienes las gobiernan. Eso vale tanto para nosotros como para Italia, España, Grecia, Portugal, así como valió para Islandia y puede llegar a valer en otras regiones en las que, además de la crisis de legitimidad política, los choques culturales y religiosos alimentan otra crisis, la de identidad.
En nuestro caso, como en los demás países occidentales, el factor general más evidente que condiciona y posibilita el surgimiento del malestar político se deriva de la crisis financiera de 2007-2008. Pero sería engañoso pensar que basta con retomar el ritmo de crecimiento de la economía para que se arregle todo. Es mejor tener cautela y reconocer que, una vez visto desnudo al rey, su magia se deshace o por lo menos engaña a menos incautos.
Las nuevas formas de sociabilización creadas por los medios directos de información y comunicación están exigiendo una revisión profunda en el modo de hacer política y en las instituciones en las cuales se ejerce el poder.
La desconfianza hacia los partidos y los políticos es generalizada, aunque no alcance el mismo grado en todos los países, ni todas las instituciones se estén derrumbando o sean incapaces de mejorar. Hasta ahora, los efectos constructivos de la presión popular sobre las instituciones –salvo en Islandia– están por verse. Pero basta que haya elecciones para que caigan los gobiernos, de izquierda, de derecha o de lo que sean. Como caería el nuestro si las elecciones fueran en breve.
La cuestión es compleja y hay responsables políticos en mayor o menor grado. Para empezar, el gobierno del presidente Luiz Inacio Lula da Silva se burló de la crisis: Era una “olita” y siguió funcionando amablemente como si no se necesitara hacer nada para ajustar el rumbo. Hubo, no obstante, una evaluación errada de la coyuntura.
Pero hubo otras ineptitudes. La arrogante política de Lula y del Partido de los Trabajadores colocó la linterna en la popa del barco y, dirigiéndose hacia el pasado, retomó las políticas de los tiempos militares del presidente general Ernesto Geisel (1975-1979) como si avanzara intrépida hacia el futuro. Tomó subsidios para pobres y ricos, más para éstos que para aquellos, pero sin razón al ayudar a los ricos como a los pobres. Tarde se dieron cuenta de que la cobija era demasiado corta: faltaba dinero. Si hay problemas, viene el maquillaje. La Tesorería se endeudó, prestando dinero en el mercado, pasándolo al Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social, que proporciona los mismos recursos a los empresarios amigos del rey. Se toma dinero digamos a 10 % y se otorga a cinco. El que paga la fiesta es usted, soy yo, somos todos los contribuyentes y los consumidores, pues algo de esa magia se convierte en inflación.
El maquillaje fiscal ya no engaña a nadie. El mismo gobierno dice que su deuda líquida no aumenta, pero los que saben leer los balances ven que la deuda bruta aumenta y los que invierten o prestan –nacionales o extranjeros– han aprendido muy bien a leer las cuentas. Dejan de darle crédito al gobierno, pero todavía observan sus piruetas para fingir que es austero y mantiene su superávit primario.
No es solo eso. En vez de preparar a Brasil para un futuro más eficiente y decente, con reglas claras y competitivas que incentiven la productividad, el “modelo” retrocedió al clientelismo, al proteccionismo gubernamental y a la injerencia creciente del poder político en la vida de las personas y las empresas.
Y no apenas gracias a las características personales de la presidenta Dilma Rousseff: la visión del Partido de los Trabajadores desconfía de la sociedad civil y la unce al gobierno y al partido, convirtiendo al Estado en la rueda única de la economía. Peor e inevitable, la corrupción llega, independientemente de los deseos de quien esté en la cumbre. Ese sistema no es nuevo; fue coronado hace tiempo, todavía en el primer mandato de Lula, cuando se armó el escándalo de las ”mensualidades’’ (el uso ilícito de fondos públicos para comprar votos en el congreso). También en ese caso hubo responsables políticos y no todos están en la lista del Tribunal Federal Supremo.
Con o sin conciencia de sus yerros, la política del PT es responsable de mucho de lo que existe. No por casualidad su líder supremo, después de un prolongado silencio, al hablar fue claro: se identificó con las instituciones que la calle critica y, como el mítico Macunaima (de la novela homónima del escritor brasileño Mario de Andrade, 1893-1945), le aconsejó a la presidenta que se hiciera oposición a sí misma, como si no fuera el gobierno.
Si las oposiciones pretenden sobrevivir al cataclismo, el momento es ahora. Brasil quiere y necesita cambiar. Llegó el momento de que las voces de la oposición se comprometan con un nuevo estilo de política y de que procedan de ese modo. Escuchando e interpretando el significado de la protesta popular. Siendo directas y sinceras.
Basta de corrupción y de falsas manías de grandeza. Enfrentemos lo esencial de la vida cotidiana, desde los transportes hasta la salud, la educación y la seguridad social, no para prometer el milagro de la solución inmediata sino la transparencia de las cuentas, de las dificultades y de los propósitos.
Y no nos engañemos más: o nos capacitamos para participar y competir en un mundo global áspero y en crisis o nos condenamos a la irrelevancia.