Ya se ha dicho todo, o casi todo, acerca de los actos públicos en marcha. A quien haya seguido las transformaciones de la sociedad contemporánea no le sorprenderá la forma repentina y espontánea de las manifestaciones.
En el artículo publicado en esta columna hace dos meses, resumí los estudios del sociólogo español Manuel Castells y de Moisés Naím, asociado sénior del programa de Economía Internacional de la Fundación Carnegie para la Paz y columnista internacional para el diario español El País, sobre las manifestaciones en Islandia, Túnez, Egipto, España, Italia y en Estados Unidos. Las causas y los detonadores que provocaron las protestas varían. En unos casos, la crisis económico-social dio ánimos a la reacción de las masas; en otros, el elevado desempleo y la opresión política fueron los motivos que dieron pie a las protestas.
Las consecuencias tampoco fueron idénticas. En aquellas sociedades que tenían el propósito específico de derribar gobiernos autoritarios, el movimiento consiguió contagiar a la sociedad entera, alcanzando el éxito. Resolver una crisis económico-social profunda, como la que aqueja a los países europeos, resulta más difícil. En ciertas circunstancias, incluso se consiguió modificar las instituciones políticas, como fue el caso de Islandia. En todos los casos mencionados, las protestas afectaron la coyuntura política y, aunque no hayan logrado sus propósitos inmediatos, sí acentuaron la falta de legitimidad del sistema de poder.
Los hechos que desencadenaron esas protestas son variables y no necesariamente se deben a la motivación tradicional de la lucha de clases. Incluso en movimientos anteriores, como la “revolución de mayo” de 1968 en Francia, que se originó por la protesta juvenil en favor de “un mundo mejor”, se trataba más de una reacción de los jóvenes que alcanzó a otros sectores medios de la sociedad, sobre todo los relacionados con las áreas de la cultura, el entretenimiento, la comunicación social y la enseñanza, aunque después haya apoyado las reivindicaciones sindicales.
Algo del mismo tipo se dio en la lucha por las “Directas, ya”, el movimiento civil para exigir elecciones presidenciales directas en Brasil, en 1983-1984. Aunque precedida por huelgas laborales, ésta también se desarrolló a partir de sectores medios e incluso altos de la sociedad, presentándose como un movimiento ”de todos’’. Por lo tanto, no hay que extrañarse ni descalificar las actuales movilizaciones en Brasil por el hecho de estar organizadas por jóvenes, sobre todo de las clases media y media alta, ni mucho menos considerar que sólo por eso vienen “de la derecha”.
Es más factible que haya una mezcla de motivos, desde los relacionados con la mala calidad de la vida en las ciudades (transportes deficientes, inseguridad, delincuencia) que afecta a la mayoría, hasta los procesos que corresponden especialmente a los más pobres, como la dificultad del acceso a la educación y la salud y, sobre todo, la baja calidad de los servicios públicos en los barrios donde viven y en los transportes urbanos.
En el lenguaje actual de la calle, es el ‘‘patrón FIFA’‘ para unos y el patrón burocrático-gubernamental para la mayoría. Es decir, desigualdad social. Y, en el contexto, un grito detenido en el aire contra la corrupción (las preferencias de los manifestantes por Joaquim Barbosa, el magistrado actualmente presidente del Supremo Tribunal Federal de Brasil, no significan otra cosa). El detonador fue el costo y la deficiencia de los transportes públicos, con el complemento siempre presente de la reacción policíaca más allá de lo razonable. Pero si la chispa provocó un incendio es porque había mucha paja en el pañol.
La novedad, en comparación con lo que ha ocurrido en el pasado de Brasil (en eso, nuestro movimiento se asemeja a los europeos y norafricanos), es que la movilización se organiza por Internet, a través de los ”tuits en Twitter’’, por los teléfonos celulares, sin intermediación de partidos ni organizaciones y, consecuentemente, sin líderes visibles, sin manifiestos, panfletos, tribunas ni tribunos. Correlativamente, los blancos de las protestas son difusos y por lo pronto no ponen en el banquillo al poder constituido ni abordan cuestiones macroeconómicas, lo que no quiere decir que esos aspectos no permeen la irritación popular.
Una complicación de naturaleza inmediatamente política fue la forma en que reaccionaron las autoridades federales. Un movimiento que era “local! –que agitó más bien a los prefectos y gobernadores– se volvió nacional en el momento en que la presidenta Dilma Rousseff se atrajo la cuestión y la calificó básicamente, a decir de Joaquim Barbosa, como una cuestión de falta de legitimidad. A tal grado que el Planalto pensó en convocar a una asamblea constituyente y ahora, ante la imposibilidad constitucional de hacerlo, piensa resolver el estancamiento a través de un plebiscito. Estancamiento que, no obstante, no vino de la calle.
A partir de ahí, el enredo se volvió otro: el de la relación entre el Congreso, el Poder Ejecutivo y el Judicial, y la disputa por ver quién dirige la solución del estancamiento institucional. O sea, quién y cómo se hace una ”reforma electoral y partidista’’. Asunto importante y complejo que, si tan solo desviara la atención de la calle hacia los palacios de Planalto Central y no desnudara la fragilidad de éstos, tal vez sería un buen golpe de mercadotecnia.
Pero no. Los titubeos del Ejecutivo y las maniobras en el Congreso no resuelven la carestía, la baja calidad de los empleos creados, la reducción de las industrias, los cuellos de botella en la infraestructura, las chapuzas en materia de energía y así sucesivamente. La atención en los aspectos políticos de la crisis, sin que se niegue la importancia de éstos, antes agrava que soluciona el ”malestar’’ generado por las “fechorías” en la política económica y en la gestión del gobierno. La contracción de todo en una crisis institucional (que todavía en ciernes no madurará en la conciencia de la gente) puede aumentar la crisis, en lugar de superarla.
Ya veremos. Todo dependerá de la conducción política del proceso en curso y de la paciencia de los ciudadanos ante las carencias prácticas, a las cuales el gobierno federal prefirió no dirigir la atención de manera preferente. Y también dependerá de la evolución de la coyuntura económica.
Esto revela a cada paso las insuficiencias ocurridas por el mal manejo de la gestión pública y la falta de una estrategia económica consecuente con los desafíos de un mundo globalizado.