Hemos abordado en la columna anterior la tan particular decisión del ministro de defensa Agustín Rossi de movilizar a 4500 militares a la frontera norte del país para reemplazar a los gendarmes traídos al Gran Buenos Aires para intentar mejorar la irrecuperable performance electoral del Frente para la Victoria frente al imparable Sergio Massa y su promesa de más seguridad en la provincia.
El ministro ha respondido a ésta y a otras notas periodísticas similares afirmando rotundamente que en ningún momento el personal militar hará tareas policiales: “si ven algo avisarán a la policía e inmediatamente se retirarán; se alejarán… perderán el contacto…”(sic). Palabras más palabras, palabras menos, el ministro reduce al personal militar al rol de vigilantes privados de cualquier empresa de seguridad. Aunque éstos, si usted osara por ejemplo robar en el supermercado o en un shopping, lo retendrían hasta que llegue la policía.
En el particular mundo que parece rodear el confortable despacho del ministro en el piso 11 del Edificio Libertador Gral. San Martín se debe respirar algún aire un tanto extraño que induce a pensar que un encuentro entre un uniformado de una fuerza militar, pertrechado y con ropa de combate, y un delincuente, narco, contrabandista o inmigrante ilegal se puede dar en términos tan risueños como éste:
“Señor presunto contrabandista o narcotraficante, soy el coronel Pérez del Ejército Argentino, por favor como no estoy autorizado a actuar frente a su flagrante delito (a pesar de que cualquier ciudadano puede al ver un ilícito proceder a un arresto civil) le pido que se quede quieto (si quiere, claro) mientras el sargento García va a buscar a la policía. Una vez que ellos arriben al lugar nos retiraremos, con lo cual ni siquiera seremos testigos del operativo policial que seguramente se llevará a cabo. Sea bueno: no me la complique que si le pongo una mano encima vamos en cana los dos juntos”.
Dios quiera, por su bien, señor ministro, y, por sobre todo, por el bien de las tropas destacadas en la frontera, que no tenga que lamentar en pocos días una o varias víctimas uniformadas que prefieran no usar su arma ante un peligro inminente ante el temor de ser luego tildados de represores.
Mientras tanto, en el Gran Buenos Aires, miles de gendarmes, mal comidos, mal dormidos y peor equipados, lucharán primero contra sus necesidades básicas insatisfechas y luego -con las pocas fuerzas que les queden- contra el delito organizado, para el que tampoco están preparados. Lo de ellos es la frontera y el monte, no los núcleos urbanos. ¿Cómo hará un gendarme recién llegado a este difícil territorio para patrullar una calle sin deber luego tener que pedir ayuda para que alguien le indique cómo regresar al destacamento? ¿No es acaso que quien vigila debe ser un experto conocedor del terreno asignado antes que nada?
Será pues cuestión de imitar a nuestra Presidente, que encomendó a Dios el éxito del fallo judicial de la Suprema Corte de Justicia de EEUU frente a los bonistas que no entraron al canje y pedirle otra gauchadita al Señor: proteja a esos argentinos que estamos mandando como carne de cañón a la frontera.
Si a pesar de ello algo malo ocurriera, al menos ya sabemos lo que piensa el ministro de Defensa de la Nación sobre el valor de mercado de la sangre militar derramada en acción: nada, cero, apenas una formal condolencia a algún deudo. Al menos así se desprende de la negativa del ex diputado Rossi y algunos otros venerables miembros de la Cámara de Diputados de la Nación, cuando se manifestaron abiertamente en contra del pedido de familiares de militares (muchos soldados conscriptos) caídos durante el intento de copamiento del Regimiento de Infantería de Monte 29 de Formosa ocurrido en 1975 en pleno gobierno constitucional en manos de la primer mujer presidente de la Nación, María Estela Martínez de Perón. En tales particulares circunstancias, los militares de aquel regimiento no habían salido a reprimir ilegalmente a jóvenes idealistas, por el contrario muchos se encontraban durmiendo y murieron sin la menor posibilidad de defenderse, mientras los familiares de sus agresores cobraron una suculenta indemnización para ellos nada.
Parece mentira que el mismo gobierno que tuvo la plausible deferencia de reconocer el derecho a cobrar una pensión de guerra a los militares de carrera que marcharon a Malvinas en 1982 niegue algo tan básico como un reconocimiento al familiar de un soldado conscripto caído y que obviamente no estaba allí por su voluntad.
Si bien es cierto que la coherencia no parece ser la mayor virtud de las actuales autoridades, en algunas cuestiones de básico sentido común uno podría esperar decisiones un tanto diferentes.
Pero con la mira puesta en el presente y el futuro inmediato, sería bueno que las autoridades de nuestro Ministerio de Defensa prevean (aunque suene feo decirlo, es su deber hacerlo) qué tipo de protección se ha de brindar a miles de familias de hombres que acaban de ser enviados con ordenes poco claras a un destino incierto en el que no solo pondrán en acción su amor por la patria sino además una infinita capacidad de resignación para no ejercer el elemental derecho a pedir la baja, ante un Estado Nacional que día a día los degrada no solo como soldados sino además como ciudadanos.