Cuando en 2003 Néstor Kirchner asumió la Presidencia de la Nación, Argentina inició un camino de profunda revisión de su pasado cuyos verdaderos límites aún se desconocen; nos realineamos respecto a nuestros anteriores aliados y adversarios; reescribimos la historia de los -por aquel entonces- 20 años de democracia; y fundamentalmente establecimos una política de culto a los derechos humanos, reabriendo un capítulo negro de nuestro pasado reciente, llevando a la Justicia a una enorme cantidad de miembros de las fuerzas armadas y de seguridad involucrados en la llamada “guerra sucia”, “lucha antisubersiva”, “represión ilegal” o como se lo quiera denominar de acuerdo con la íntima convicción de quien se refiera al tema.
Digo que los límites de esta revisión se desconocen, porque día tras día nos sorprendemos con nuevos alcances y consideraciones, que no han dejado afuera ni a José Gervasio de Artigas, Juana Azurduy y lógicamente la más reciente que incluye a Cristóbal Colón.
Al sólo efecto de priorizar la reflexión antes que la polémica, permítame el lector aclarar, que más allá de lo que personalmente pueda yo pensar de cada una de las acciones antes descriptas, no se puede negar que han sido inspiradas por un gobierno legítimamente elegido por la ciudadanía y que las medidas que han llevado -por ejemplo- al pasar de la obediencia debida y el punto final, al procesamiento de centenares de uniformados, gozan de plena legalidad de forma y de fondo; y que en democracia todos tenemos libertad de pensamiento y opinión pero además tenemos obligación de aceptar lo que los organismos de la democracia disponen.
Asimismo es una realidad innegable que al margen del proceso democrático local, toda América Latina parece haberse alejado del riesgo de interrupciones democráticas con militares como protagonistas. El dudoso triunfo de Nicolás Maduro en Venezuela, y el desplazamiento de Fernando Lugo en Paraguay son cuestiones que pueden ser discutidas pero que no se comparan a la vieja asonada militar.
Así las cosas, quienes vivimos como jóvenes o adolescentes los gobiernos militares de la Revolución Libertadora de Aramburu y Rojas, la Revolución Argentina de Onganía, y el Proceso de Videla y Massera nos fuimos imbuyendo de la nueva y sana costumbre de la democracia perpetua- a la que cualquier argentino sub 30 concibe naturalmente como la única forma válida de gobierno
Pero como ocurre cada vez que una sociedad afronta procesos que imponen cambios de paradigma, la coexistencia de diferentes formas de pensamiento forjadas en circunstancias históricas distintas trae aparejados duros enfrentamientos (gracias a Dios retóricos en la mayor parte de las veces) que crean antagonismos entre los adherentes a alguna de estas clásicas posturas: “teoría de los dos demonios”, “genocidio unilateral contra jóvenes idealistas”, “guerra contra la subversión” y alguna que otra variante de ellas.
Como el hombre es un animal de costumbre y como además la acuciante realidad deja cada vez menos tiempo para el análisis histórico, los militares fueron desfilando hacia las cárceles, las marchas en su defensa fueron desapareciendo del paisaje urbano y el tema militar -para ser honestos- pasó a estar último en la tabla de posiciones de la actualidad nacional (casi al punto de irse a la “B”).
El incendio del Irizar, el embargo de la Fragata Libertad, el papelón antártico de Puricelli, el fallecimiento de Videla y algún que otro hecho aislado, devolvieron el mundo de los uniformados a las pantallas de televisión y primeras planas de los diarios, de forma muy puntual y acotada.
Hasta ahora… Desde hace un par de semanas, políticos, periodistas, analistas militares de primer nivel, senadores, organismos de DDHH y hasta programas de chimentos han vuelto a colocar en lugar protagónico no sólo a un general de nuestro ejército sino a la razón de ser de la actividad militar argentina.
Y es aquí donde necesariamente corresponde “parar máquinas” y atreverse a repensar si todo lo que con el ya nombrado amparo legal y consenso político hemos revisado en los últimos años no nos ha colocado en una paradoja que nos obligue a desandar en parte nuestros pasos, para justificar nuestros actos del presente.
En una columna anterior, he señalado que a diferencia de lo ocurrido en países como Chile, Brasil o Uruguay, la Argentina -al margen del castigo impuesto a los militares condenados por hechos relacionados con los ’70- pareció “colocar en penitencia” a todo el aparato militar de la Nación y, más aún, la Defensa de la Nación pasó a ser una especie de tabú para la clase política de casi todos los signos. Es sabido que en las apetencias de los “ministeriables” de 1983 hasta el presente, difícilmente el Ministerio de Defensa haya sido considerado algo más que un premio consuelo para quien fue “honrado” con esa cartea. Baste con indagar cómo tomó el actual ministro su designación para el cargo.
Presupuesto casi nulo (mayormente destinado al inevitable pago de salarios), inversión inexistente, presencia pública cercana al cero, desplantes muchas veces innecesarios y reformas legales y reglamentarias hechas más bien para limitar al máximo la actividad militar que para adecuarla al presente, han sido una constante.
Sí. Es verdad, estamos en Haití y en algunas otras misiones de paz. E intentamos armar algún que otro radar, un vehículo gaucho (más bien gauchito) y mostramos la decadencia militar en Tecnópolis, pero creo que todos sabemos en donde estamos parados en materia de defensa.
Y de la mano de ese coto a las “ínfulas uniformadas” renunciamos para usar a nuestros militares y a sus medios y capacidades para cualquier cosa que tenga que ver con la seguridad interior a diferencia de lo que hacen casi todos los países del mundo cuando la situación lo amerita . También (respecto a aquel pasado tenebroso) determinamos que un cabo, un teniente de fragata o un general eran exactamente lo mismo a la hora de rendir cuentas ante la justicia por los “excesos cometidos” en aquella lucha o como cada uno de nosotros guste llamarla.
Y de nada valieron los argumentos de más de uno de los jerarcas procesados cuando se declaraban absolutamente responsables por las ordenes por ellos dictadas, pretendiendo desligar a jóvenes oficiales o suboficiales de cualquier responsabilidad. En virtud de aquel viejo axioma militar (vigente al menos hasta la actual revisión de la historia) sobre que “las ordenes no se discuten, se cumplen”.
Así fue que marcharon presos, almirantes y generales pero también quienes por aquellos años eran tenientes y cabos. Sin chistar o chistando poco, sin fugarse hasta que alguna cámara de apelaciones se apiadara de ellos y sin esperar ni pretender que las nuevas generaciones de uniformados se aparten de sus deberes para salir en su defensa.
Todos recordarán que el ex comisario Luis Patti, siendo ya diputado electo, terminó preso porque alguien lo reconoció por su voz a pesar del tiempo transcurrido y del hecho de haber sido un muy joven oficial por aquellos días. Hubo un caso de un oficial naval que al parecer bromeó ante un detenido con el nombre de una conocida avenida de la zona norte de Buenos Aires, colocado en honor a un antepasado suyo y al que luego su apellido coincidente con el nombre de esa avenida lo delató; y así mil historias.
Y llegó un día en el que cuando todo parecía hacernos creer que esta forma de haber “resuelto nuestro pasado” estaba totalmente cerrada a discusión alguna, la realidad se empeña en colocarnos en una especie de “segundo tiempo” de un partido de fútbol en el que los protagonistas han cambiado de arco. Y los que antes se erigieron en severos fiscales y custodios de la democracia, la república y los derechos humanos, tratan ahora de justificar algo que -en opinión de muchos que fueron condenados y tildados de fascistas defensores de genocidas- era una verdad de manual. Los jefes ordenan, los subordinados obedecen.
Ahora -según nos dicen-, no siempre está mal echar mano a los aparatos de inteligencia militar para espiar un poquito para adentro y no se siempre se puede dejar sin trabajo y menos aún condenar a una persona adulta y llena de galones, por lo que tal vez pueda haber hecho cuando era sólo un humilde subordinado con inescrupulosos superiores.
Y no parecería ilógico imaginar ahora; a algún encumbrado funcionario nacional, rodeado de asesores, sobre un escritorio repleto de discursos de campaña, de copias de expedientes judiciales, de fotos de marchas y escraches, hojeando el famoso Nunca Más en su versión riojana y exclamando, totalmente desorientado, “Y ahora… ¿qué hacemos?