El sueño de la generala propia

Al solo efecto de abstraerlo por un rato, querido amigo lector, de los avatares de la política, la inseguridad y la maltrecha economía nacional y popular, lo he de entretener durante unos pocos minutos con una bonita historia que no ha de cambiar su vida ni la mía, pero que pinta de cuerpo entero la racionalidad que impera en los máximos niveles de la conducción nacional.

Una de las tantas luchas que nuestra jefa de Estado ha comandado desde su llegada al trono (perdón, quise decir al poder) es la causa de la igualdad de género. En cada acto público o privado, la mandataria se ocupa de dejar bien en claro (y con razón) lo mucho que le ha costado al género femenino ir escalando en todos los órdenes para afianzar sus derechos. La tarea no les ha sido fácil, pero nadie con dos dedos de frente podrá hoy sostener que deberían existir diferencias de género en cuestiones laborales, sociales, familiares o la que se nos ocurra. Continuar leyendo

Ejemplo de convivencia para aspirantes al gobierno

Hace poco más de una semana, mientras me “calzaba” mi uniforme naval para oficiar de moderador de un seminario de intereses marítimos en el auditorio del Congreso Nacional, un sentimiento de profundo temor cruzó por mi mente. ¿Estaba seguro de lo que iba a hacer? Una decena de gremios movilizados, en su mayoría enrolados en la CGT opositora al Gobierno, estarían atentos dentro y fuera del recinto a las palabras que pronunciarían otros gremialistas, empresarios, marinos y, como broche de oro, el secretario de la Comisión de Intereses Marítimos de la Cámara de Diputados, Gustavo Martínez Campos (Frente para la Victoria, Chaco), que presentaría dos leyes que, de aprobarse, incidirán de manera superlativa en la actividad marítima y en la industria naval de la Nación.

Llegar al Congreso no fue fácil, cientos de trabajadores del sector marítimo con bombos, banderas y petardos ofrecían el típico paisaje de las movilizaciones gremiales. Una vez dentro del auditorio, el paisaje no era menos pintoresco: Ingenieros navales se mezclaban con hombres luciendo las pecheras verdes de ATE (Asociación de Trabajadores del Estado), empresarios con pinta de serlo charlaban amistosamente con legisladores y muchos colegas de la Armada Argentina, más precavidos que yo, vestidos de civil, compartían la previa totalmente distendidos.

Y déjeme contarle, querido amigo lector, que me tocó conducir tres maravillosas horas de convivencia amistosa, amable, civilizada y alegre entre gente que no piensa de la misma manera, pero que se unió en torno a una idea que simplemente les insinúa un futuro mejor. Continuar leyendo

Popeye y Pinocho

Aunque  despotriquemos cada mañana con la dura realidad que nos toca vivir; aunque una y otra vez apreciemos según nuestro sano saber y entender que el país no transita por un buen camino, y aunque a diario intercambiemos con mayor o menor grado de vehemencia nuestras opiniones contra las de quienes piensan todo lo contrario, seguramente todos coincidimos en que la democracia seguirá siendo por y para siempre el mejor método para trazar, mantener o modificar el rumbo de nuestra Patria.

Podríamos también inferir que, al menos en teoría, socialistas, liberales, conservadores, humanistas, más a la derecha, más a la izquierda o mantenidos en el centro, los hacedores de la política deberán tener la sana convicción de que los ideales que abrazan son, en cada caso, los mejores para el futuro de la sociedad frente a la cual realizan sus promesas electorales al tiempo que solicitan el ansiado voto que los coloque en la cúspide del poder.

Siguiendo esta línea de pensamiento, no sería descabellado suponer que con sus más y sus menos, radicales y peronistas (estos últimos en sus infinitas configuraciones dogmáticas y pragmáticas) no hicieron lo que hicieron a propósito; es decir, si estamos como estamos a tres décadas de beber el jarabe democrático cada día, es porque las cosas salieron mal, no fue adrede, digamos que…. tuvieron mala suerte.

Podemos también ser malpensados y concluir que en realidad los que tuvimos mala suerte fuimos nosotros y que la Patria fue cayendo sucesivamente en las manos de grupos de incapaces primero, deshonestos luego, desorientados más tarde, bomberos apaga incendios a los postres y, finalmente, un selecto grupo de hábiles mentirosos. Pero, claro, para llegar a tan tremenda y devastadora conclusión habría que ser francamente muy escépticos o demasiado mal pensados.

Y entonces, abocado a la tarea de “ponerle onda” y “darle la derecha al relato”, me pregunto a mí mismo, por qué no creer que, a pesar de que todos mis amigos, familiares, vecinos, camaradas y conocidos (lo de todos es literal) han sido víctimas de hechos delictivos, la cosa no es tan grave como la pintan los medios. Por qué no aceptar que, así como algunos precios se “corren” con tendencia a la suba, otros muchos se mantienen e incluso bajan, desvirtuando categóricamente ese mito urbano llamado inflación. Por qué no reconocer que los miles de turistas internos que se desplazan frenéticamente en los cada vez más frecuentes fines de semana XXL son un producto exclusivo de la década ganada y que los millones de ciudadanos que no van ni a la esquina, no lo hacen porque disfrutan más en sus mansiones equipadas con plasmas, aires acondicionados y microondas nacionales y populares, fabricados íntegramente en nuestro país para envidia de Corea y Japón, y adquiridos merced a la cada vez mayor inclusión social.

Por qué no ser un poco más patriota (como le gustaría a Axel) y aceptar que Aerolíneas Argentinas es un modelo empresario digno de imitar y que los pocos cientos de millones de dólares que pierde mensualmente en sus operaciones, son producto de lo mal que dejaron las cosas sus anteriores dueños. Cómo no darle la derecha al Vicepresidente, que declara a quien quiera oírlo que quiere que su situación se aclare de una vez por todas, aunque extrañamente no hace más que plantear recursos y nulidades para que el juicio nunca llegue.

Por qué pensar que no hacen otra cosa que no sea mentirnos, engañarnos, ocultar la realidad bajo un descarado manto de palabras vacías, de promesas incumplidas, de proyectos tan estridentes como impracticables, de actos públicos montados con coreografías y estribillos estudiados, con militancia prepaga  portadora de cotillón provisto por el escenógrafo oficial.

¿Quiere realmente – amigo lector- que le diga por qué?

Porque, cuando con total desparpajo un señor se para frente a cientos de marinos profesionales y les asegura sin sonrojarse ni un poquito que en cualquier parte del mundo reparar un rompehielos como el Almirante Irízar puede insumir siete años o tal vez más, se me cruza por la cabeza pensar que nos está tomando el pelo.

Cuando intenta justificarse diciendo que los más de mil millones de pesos gastados hasta la fecha en una reparación tediosa y con final abierto incluyen los gastos de combustible insumido por los buques extranjeros que reemplazan al siniestrado, se me da por creer que realmente nos subestima de una manera supina.

Y qué decir cuando asegura con vehemencia por décima vez, que se ha de repotenciar a nuestra flota militar con sofisticadas construcciones integradas por remolcadores y cuatro lanchas en nuestro eficiente astillero estatal al que siempre conocí como un taller de reparaciones navales, hasta que por decreto lo ascendimos así como hicimos con Juana Azurduy. Dios quiera que, con el ritmo que le imprimen a todo lo que construyen, esos jóvenes cadetes que escuchaban ilusionados, las puedan ver a flote antes de pasar a retiro dentro de 35 ó 40 años.

Entonces, sucede que uno puede tener fe e intentar ser positivo, cuando prometen más y mejor seguridad implementado planes y cuadrículas que uno no entiende del todo por no ser policía; o cuando nos auguran que ahora sí tendremos mejor educación siendo que no somos maestros. También cuando nos apabullan con cifras multimillonarias detalladas hasta los centavos y no calificamos como economistas idóneos para formular objeciones; incluso hasta cuando nos esclarecen sobre las ventajas de convenios diplomáticos con Estados terroristas siendo que uno sólo conoce la Cancillería por haber dejado el auto en los parquímetros de la zona.

Pero cuando se nos “ilustra” sobre nuestras respectivas profesiones, artes u oficios, y se nos miente sin tener cuidado, más bien con descaro, mantener la fe cuesta un poco más. Cuando lo malo de lo que pasa es que se sepa lo que pasa, la esperanza de un futuro mejor se resiente. Cuando se elimina de los discursos oficiales cualquier frase que signifique reconocer un error, o una falencia o una promesa incumplida o aunque más no sea un mínimo pedido de perdón por la tarea aún no realizada, uno no sabe bien si se está frente a un incompetente o un sádico, tampoco cuál de las dos cosas es peor.

Magistralmente;  mientras hacía junto a algunos colegas la inevitable catarsis por los dislates escuchados el pasado sábado en el puerto metropolitano en ocasión de celebrarse el bicentenario de la Armada Nacional, el mozo que nos atendía me dijo: “Tranquilo Popeye, Pinocho es así”. Lástima que a mí no me gusta la espinaca y más lástima que a él no le crezca la nariz.

Granaderos y granaderas

Teresa de Calcuta y Adolf Hitler, Kennedy y Lee Harvey Oswald, José de San Martín y el comandante realista Antonio Zabala (quien lo enfrentó en San Lorenzo), tuvieron al menos dos cosas en común: fueron personas de existencia real, hecho que no admite el menor margen de duda y, para bien o para ma,l marcaron con sus acciones los destinos de parte de la humanidad de forma indeleble.

El Llanero Solitario y el Zorro, el Hombre Nuclear ySuperman, también tienen su denominador común. Son fruto de la fantasía, de la creación de mentes imaginativas las que por intermedio de artilugios, maquillaje y efectos especiales cinematográficos los tornaron tan reales que todos nosotros creímos en algún punto de nuestra existencia que eran absolutamente verdaderos. ¿No sintió acaso – amigo lector- un poco de desilusión al ver postrado en una silla de ruedas al actor Christopher Reeve? Con lo bien que volaba…

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La paradoja de los ’70

Cuando en 2003 Néstor Kirchner asumió la Presidencia de la Nación, Argentina inició un camino de profunda revisión de su pasado cuyos verdaderos límites aún se desconocen; nos realineamos respecto a nuestros anteriores aliados y adversarios; reescribimos la historia de los -por aquel entonces- 20 años de democracia; y fundamentalmente establecimos una política de culto a los derechos humanos, reabriendo un capítulo negro de nuestro pasado reciente, llevando a la Justicia a una enorme cantidad de miembros de las fuerzas armadas y de seguridad involucrados en la llamada “guerra sucia”, “lucha antisubersiva”, “represión ilegal” o como se lo quiera denominar de acuerdo con la íntima convicción de quien se refiera al tema.

Digo que los límites de esta revisión se desconocen, porque día tras día nos sorprendemos con nuevos alcances y consideraciones, que no han dejado afuera ni a José Gervasio de Artigas, Juana Azurduy y lógicamente la más reciente que incluye a Cristóbal Colón.

Al sólo efecto de priorizar la reflexión antes que la polémica, permítame el lector aclarar, que más allá de lo que personalmente pueda yo pensar de cada una de las acciones antes descriptas, no se puede negar que han sido inspiradas por un gobierno legítimamente elegido por la ciudadanía y que las medidas que han llevado -por ejemplo- al pasar de la obediencia debida y el punto final, al procesamiento de centenares de uniformados, gozan de plena legalidad de forma y de fondo; y que en democracia todos tenemos libertad de pensamiento y opinión pero además tenemos obligación de aceptar lo que los organismos de la democracia disponen.

Asimismo es una realidad innegable que al margen del proceso democrático local, toda América Latina parece haberse alejado del riesgo de interrupciones democráticas con militares como protagonistas. El dudoso triunfo de Nicolás Maduro en Venezuela, y el desplazamiento de Fernando Lugo en Paraguay son cuestiones que pueden ser discutidas pero que no se comparan a la vieja asonada militar.

Así las cosas, quienes vivimos como jóvenes o adolescentes los gobiernos militares de la Revolución Libertadora de Aramburu y Rojas, la Revolución Argentina de Onganía, y el Proceso de Videla y Massera nos fuimos imbuyendo de la nueva y sana costumbre de la democracia perpetua- a la que cualquier argentino sub 30 concibe naturalmente como la única forma válida de gobierno

Pero como ocurre cada vez que una sociedad afronta procesos que imponen cambios de paradigma, la coexistencia de diferentes formas de pensamiento forjadas en circunstancias históricas distintas trae aparejados duros enfrentamientos (gracias a Dios retóricos en la mayor parte de las veces) que crean antagonismos entre los adherentes a alguna de estas clásicas posturas: “teoría de los dos demonios”, “genocidio unilateral contra jóvenes idealistas”, “guerra contra la subversión” y alguna que otra variante de ellas.

Como el hombre es un animal de costumbre y como además la acuciante realidad deja cada vez menos tiempo para el análisis histórico, los militares fueron desfilando hacia las cárceles, las marchas en su defensa fueron desapareciendo del paisaje urbano y el tema militar -para ser honestos- pasó a estar último en la tabla de posiciones de la actualidad nacional (casi al punto de irse a la “B”).

El incendio del Irizar, el embargo de la Fragata Libertad, el papelón antártico de Puricelli, el fallecimiento de Videla y algún que otro hecho aislado, devolvieron el mundo de los uniformados a las pantallas de televisión y primeras planas de los diarios, de forma muy puntual y acotada.

Hasta ahora… Desde hace un par de semanas, políticos, periodistas, analistas militares de primer nivel, senadores, organismos de DDHH y hasta programas de chimentos han vuelto a colocar en lugar protagónico no sólo a un general de nuestro ejército sino a la razón de ser de la actividad militar argentina.

Y es aquí donde necesariamente corresponde “parar máquinas” y atreverse a repensar si todo lo que con el ya nombrado amparo legal y consenso político hemos revisado en los últimos años no nos ha colocado en una paradoja que nos obligue a desandar en parte nuestros pasos, para justificar nuestros actos del presente.

En una columna anterior, he señalado que a diferencia de lo ocurrido en países como Chile, Brasil o Uruguay, la Argentina -al margen del castigo impuesto a los militares condenados por hechos relacionados con los ’70- pareció “colocar en penitencia” a todo el aparato militar de la Nación y, más aún, la Defensa de la Nación pasó a ser una especie de tabú para la clase política de casi todos los signos. Es sabido que en las apetencias de los “ministeriables” de 1983 hasta el presente, difícilmente el Ministerio de Defensa haya sido considerado algo más que un premio consuelo para quien fue “honrado” con esa cartea. Baste con indagar cómo tomó el actual ministro su designación para el cargo.

Presupuesto casi nulo (mayormente destinado al inevitable pago de salarios), inversión inexistente, presencia pública cercana al cero, desplantes muchas veces innecesarios y reformas legales y reglamentarias hechas más bien para limitar al máximo la actividad militar que para adecuarla al presente, han sido una constante.

Sí. Es verdad, estamos en Haití y en algunas otras misiones de paz. E intentamos armar algún que otro radar, un vehículo gaucho (más bien gauchito) y mostramos la decadencia militar en Tecnópolis, pero creo que todos sabemos en donde estamos parados en materia de defensa.

Y de la mano de ese coto a las “ínfulas uniformadas” renunciamos para usar a nuestros militares y a sus medios y capacidades para cualquier cosa que tenga que ver con la seguridad interior a diferencia de lo que hacen casi todos los países del mundo cuando la situación lo amerita . También (respecto a aquel pasado tenebroso) determinamos que un cabo, un teniente de fragata o un general eran exactamente lo mismo a la hora de rendir cuentas ante la justicia por los “excesos cometidos” en aquella lucha o como cada uno de nosotros guste llamarla.

Y de nada valieron los argumentos de más de uno de los jerarcas procesados cuando se declaraban absolutamente responsables por las ordenes por ellos dictadas, pretendiendo desligar a jóvenes oficiales o suboficiales de cualquier responsabilidad. En virtud de aquel viejo axioma militar (vigente al menos hasta la actual revisión de la historia) sobre que “las ordenes no se discuten, se cumplen”.

Así fue que marcharon presos, almirantes y generales pero también quienes por aquellos años eran tenientes y cabos. Sin chistar o chistando poco, sin fugarse hasta que alguna cámara de apelaciones se apiadara de ellos y sin esperar ni pretender que las nuevas generaciones de uniformados se aparten de sus deberes para salir en su defensa.

Todos recordarán que el ex comisario Luis Patti, siendo ya diputado electo, terminó preso porque alguien lo reconoció por su voz a pesar del tiempo transcurrido y del hecho de haber sido un muy joven oficial por aquellos días. Hubo un caso de un oficial naval que al parecer bromeó ante un detenido con el nombre de una conocida avenida de la zona norte de Buenos Aires, colocado en honor a un antepasado suyo y al que luego su apellido coincidente con el nombre de esa avenida lo delató; y así mil historias.

Y llegó un día en el que cuando todo parecía hacernos creer que esta forma de haber “resuelto nuestro pasado” estaba totalmente cerrada a discusión alguna, la realidad se empeña en colocarnos en una especie de “segundo tiempo” de un partido de fútbol en el que los protagonistas han cambiado de arco. Y los que antes se erigieron en severos fiscales y custodios de la democracia, la república y los derechos humanos, tratan ahora de justificar algo que -en opinión de muchos que fueron condenados y tildados de fascistas defensores de genocidas- era una verdad de manual. Los jefes ordenan, los subordinados obedecen.

Ahora -según nos dicen-, no siempre está mal echar mano a los aparatos de inteligencia militar para espiar un poquito para adentro y no se siempre se puede dejar sin trabajo y menos aún condenar a una persona adulta y llena de galones, por lo que tal vez pueda haber hecho cuando era sólo un humilde subordinado con inescrupulosos superiores.

Y no parecería ilógico imaginar ahora; a algún encumbrado funcionario nacional, rodeado de asesores, sobre un escritorio repleto de discursos de campaña, de copias de expedientes judiciales, de fotos de marchas y escraches, hojeando el famoso Nunca Más en su versión riojana y exclamando, totalmente desorientado, “Y ahora… ¿qué hacemos?

El almirante y la general

Libertarios contra realistas; federales contra unitarios; peronistas contra radicales; azules contra colorados; y como broche de oro… Colón y Juana Azurduy convertidos seguramente contra su voluntad en los nuevos protagonistas de una contienda post mortem que se desarrolla en la “arena” de una Nación devaluada no sólo en su moneda y en sus valores, sino además en los temas en los que centran su atención nuestros dirigentes, quienes día a día enmarcan sus relaciones oficiales y oficiosas en una estéril y destructiva batalla de pros contra progres.

Hacer el resumen de lo que la ciudadanía porteña ha presenciado en vivo y directo y el resto del país ha seguido a través de los medios resulta tan divertido como vergonzoso.

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