El almirante y la general

Fernando Morales

Libertarios contra realistas; federales contra unitarios; peronistas contra radicales; azules contra colorados; y como broche de oro… Colón y Juana Azurduy convertidos seguramente contra su voluntad en los nuevos protagonistas de una contienda post mortem que se desarrolla en la “arena” de una Nación devaluada no sólo en su moneda y en sus valores, sino además en los temas en los que centran su atención nuestros dirigentes, quienes día a día enmarcan sus relaciones oficiales y oficiosas en una estéril y destructiva batalla de pros contra progres.

Hacer el resumen de lo que la ciudadanía porteña ha presenciado en vivo y directo y el resto del país ha seguido a través de los medios resulta tan divertido como vergonzoso.

La Plaza Colón, esa que realmente en una época era de todos y todas, fue “privatizada” para uso presidencial en virtud a un convenio suscripto entre la Ciudad y el PEN en épocas de Jorge Telerman como jefe de gobierno porteño.

Analizados los fundamentos racionalmente, deberíamos convenir que pocas sedes presidenciales en el mundo estaban tan expuestas por su frente y contrafrente al clamor o la ira popular, en una clara falencia de seguridad para sus ocasionales y sólo una vez reelegibles ocupantes.

El convenio de marras estableció algunas prebendas lógicas para que, en caso de necesidad del gobierno nacional, la plaza pueda ser restringida al uso público para la realización de actividades de Estado; como contrapartida el Estado nacional atendería la conservación y mantenimiento del predio.

Pero llegó el momento en que el “relato” que todo lo cubre, abarca y contiene, consideró oportuno bajar a Colón primero del pedestal de la historia iberoamericana y luego literalmente hablando del pedestal en el que reposaba su estatua.

A partir de allí y hasta el presente, asistimos a una lucha sin cuartel en la que desde funcionarios públicos, jueces, fiscales, operarios, y técnicos hasta (peligrosamente) las fuerzas policiales de la Nación y la Ciudad de Buenos Aires, malgastan su tiempo y nuestro dinero en un patético despliegue de “talento político” que por ahora arroja como resultado a un Colón marmolado tirado sobre el césped de la plaza que por ahora mantiene su nombre; atado de pies y manos; amordazado y custodiado por efectivos federales de seguridad (que buena falta harían a pocas cuadras de allí, donde la inseguridad se cobra a diario vidas y bienes) en una suerte de parodia que busca evitar su fuga o, lo que es peor, que formule declaraciones a algún medio de prensa de la corpo.

Del otro lado de la verja, los nóveles agentes de la policía metropolitana apostados estratégicamente parecen estar dispuestos a batirse a sangre y fuego si -solo o acompañado- el ilustre almirante osara traspasar el gueto federal y poner un pie en territorio porteño.

Mientras en una desconocida guarida cercana, doña Juana Azurduy, otrora “Flor del Alto Perú” y ahora general (así sin “a”) de la nación, acomoda sus charreteras, lustra su sable y sus botas y se apresta para tomar por asalto el territorio de la plaza y habitar por el resto de la eternidad, en lo alto del pedestal abandonado por el “genocida genovés”.

Y ante tanto despliegue estratégico, táctico y logístico, ante tanto alarde de espíritu combativo que emula por lo exagerado y tragicómico a las viejas contiendas de Titanes en el Ring, cualquier atento turista que frecuente por más de un día las inmediaciones del corazón político de la república podría válidamente preguntarse: ¿A estos tipos que les pasa?

Y podría ser esa simple pregunta realizada de buena fe por algún observador ajeno a nuestras miserias cotidianas la que quizás nos debería golpear con una fuerza tal que nos haga salir de una buena vez de la ruta de autodestrucción por la que tanto nos gusta circular.

¿Qué nos pasa para que cada mañana despertemos bombardeados con andanadas de denuncias cruzadas de los más variados tipos y colores, sin que a los responsables de conducir los destinos de la patria se les mueva ni un músculo de la cara? Nos sometemos a su majestad la justicia, pero si ésta no falla como nos gusta o nos conviene, blandimos amenazantes alguna pesquisa impositiva que haga entrar en razones a los magistrados díscolos.

¿Qué nos pasa que aunque no intentamos aún cumplir con la Constitución que los mismos actores del presente aprobaron en una película anterior, queramos reformarla a como dé lugar? Y mientras tanto los máximos responsables de los tres poderes nacionales, los principales jefes de gobiernos provinciales y comunales y los más conspicuos actores sociales, gremiales y empresariales juegan sin medir las consecuencias a la ruleta rusa, todos contra todos con los 40 millones de argentinos y argentinas como atónitos espectadores.

Vamos por más, vamos por todo. Después de Colón, deberemos reconsiderar las sospechosas conductas de Américo Vespuccio y Vasco Da Gama (ni que hablar de Magallanes que algo habrá hecho seguro).

Y podríamos seguir, podríamos procesar a toda la cadena de mandos que envió a Jesucristo a la cruz; revisar el procesamiento de Barrabás o abolir de una buena vez la ley de la gravedad y volar con nuestros cuerpos para estar a la altura de las mentes voladoras de nuestros líderes.

Pero lamentablemente la cruda y cruel realidad está golpeando a nuestra puerta cada vez con más fuerza. En un mundo que nos mira desde afuera sin entendernos, cada vez somos más los que miramos desde adentro intentando encontrar donde está la ventana, la luz o la señal que nos indique el rumbo correcto.

Y como hablamos de rumbo, y como la columna es “marinera”, tengamos presente que mientras timoneamos desde el twitter, mientras las orquestas y cantantes nac & pop suenan en la cubierta del poder y los nubarrones de tormenta parecen más lejanos de lo que realmente están, la sala de máquinas de la república está comenzando a hacer agua. Tengamos presente que al igual que en el Titanic, nunca los botes salvavidas alcanzan para todos (y todas). Hagamos algo antes de tener que abandonar la nave.