¡Es una orden! Tres cortas palabras bastan para resumir magistralmente algo más que simples empleos o un grupo de particulares profesiones. Esas tres nada democráticas palabras encierran, al ser pronunciadas y acatadas, la síntesis perfecta de un estilo de vida.
Una orden es un compromiso indelegable por parte de quien la da de asumir las consecuencias totales por las derivaciones -inmediatas y mediatas- que la orden pueda acarrear tanto al subordinado como a terceros involucrados en ella. Una orden es una garantía para quien la cumple de que un superior se hará formalmente cargo de todo cuanto ocurra a partir del acatamiento por parte del ejecutor, quien lo hará confiado sabiendo que su superior dará si es necesario la vida por defenderlo en todo lo relativo a su leal subordinación.
Así de simple, así de autoritario, así de “tiránico” y de repudiable para progres tímpanos y revisionistas paladares nacionales y populares. Así de castrense, así de policíaco pero también así de científico cuando el cirujano pide “bisturí” y no espera que le den “tijera”; así de mercante, como cuando el capitán del crucero ordena “diez babor” y no quiere ni cinco ni quince. Ni tampoco quiere que el timonel le consulte si está seguro de lo que le está pidiendo.
Aunque tal vez no todos lo hayan percibido, en las últimas jornadas hemos comenzado a asistir a la mayor degradación institucional jamás vivida por organizaciones comúnmente denominadas “fuerzas de seguridad” o “instituciones armadas” o en general “uniformados”. Un peligroso virus incubado a partir de la “refundación nacional de 2003” maduró pacientemente durante diez años, y a partir de un foco de erupción en Córdoba, rápidamente se comenzó a diseminar por todos los rincones de la patria, sin que ningún experto pueda a la fecha dar un diagnóstico certero sobre cuál será la vacuna que lo pueda neutralizar.
Oportunamente, cuando se originó la protesta de gendarmes y prefecturianos, dijimos desde esta columna que ver uniformados enarbolando otra cosa que no sea el pabellón nacional en un desfile era al menos tristísimo. Ni que decir del no menos triste espectáculo de ver a un cuadro policial semiuniformado gritando a viva voz en una asamblea policial cuáles son las nuevas escalas salariales que le “arrancaron al gobernador de Buenos Aires” e imaginar que comisarios mayores y generales estarán con lápiz y papel en mano escuchando qué es lo que consiguió el sargento X. En realidad, más que triste es dramático.
Uno podría razonablemente imaginar a un alto jefe policial explicando a su ministro o a su gobernador la inquietud salarial de su gente y volviendo luego al cuartel a comunicar los beneficios obtenidos. Pero el estado de asamblea permanente donde la pirámide jerárquica se subvierte llega a límites tan ridículos que hemos visto en Córdoba a un abogado devenido en “representante legal” de las tropas acuarteladas firmando con el gobernador un acta, sin que nadie a la fecha pueda explicar qué poderes legales llevó ese jurista a negociar como contraparte nada menos que del jefe de Estado provincial.
Bastante patético resultó por cierto el papel del gobernador Daniel Scioli firmando un decreto salarial ante dos o tres agentes de policía y entregándoselos para que lo lean ante la muchachada a ver si están de acuerdo. Mientras tanto, el jefe formal de la fuerza estaba negociando por su lado con otra muchachada en Mar del Plata.
La necesidad tiene cara de hereje
Varios ministros -jefe de Gabinete incluido- cumplieron con la formalidad de denunciar una “asonada policial”, un “intento desestabilizador”, justo a 30 años del fin de la salvaje dictadura militar o, como dijo el “Coqui”, una caricatura de revolución. Obvio que ninguno de los ilustres oradores estaba convencido de nada de eso. Los polis no quieren el gobierno, quieren que les blanqueen el sueldo, ganar un mango más y no tener que hacer ocho horas adicionales por día para poder llegar a fin de mes.
Lo particularmente perverso de esta situación es que hace diez años que esta porción uniformada de la sociedad es obligada asistir casi a diario a las más variadas protestas, marchas, piquetes y cortes de calles efectuados por variopintos reclamantes, a veces pacíficos, a veces agresivos pero todas la veces intocables, indetenibles, inimputables e irreprochables. Son los uniformados los que reciben la piedra, el escupitajo, el insulto y muy probablemente algún oportuno pedido de procesamiento porque a algún manifestante le apareció un rasguño en la cara.
Y resultó ser que, un buen día, esta misma porción ciudadana a la que hasta el cansancio los modernos reformadores de estructuras militares y policiales les explicó que no hay ninguna diferencia entre ellos y el resto de los mortales y que son simples ciudadanos de uniforme, se autoconvenció de que la mano venía por ese lado y no hizo ni más menos que aquello que todos los días ven hacer al resto de la sociedad a la que sirven, y con muy buenos resultados por cierto.
Y obviamente, al compás de los vidrios rotos y de los plasmas robados, gobernantes varios cayeron en la cuenta de que no es lo mismo que Moyano no junte los residuos o no mande nafta a las estaciones de servicio a que la “poli” libere las calles. Cualquier gil tiene medio tanque de reserva o guarda la bolsita de residuos en la casa. Pero una turba arrasando comercios no resiste muchas horas sin que la estabilidad política se haga añicos.
Si la valiente muchachada de la Armada, del Ejército o de la Fuerza Aérea osara tan sólo pedir “Aspirinas para todos”, tenga por seguro, amigo lector, que los pasan a degüello (y con razón, claro está) en cinco minutos. Como usted bien sabe, por estos días un general, un brigadier o un almirante más o menos no es algo que modifique un ápice al gran proyecto nacional y popular. Si los tanques, aviones y barcos no andan, no hay que preocuparse demasiado por aquellos que en teoría los tienen bajo su control.
Pero la poli… la poli es otra cosa; aunque más no sea para la protección de los funcionarios y sus cuantiosos bienes terrenales, por ahora los necesitamos.
Y a pesar del ya tradicional desprecio hacia lo castrense, al parecer se han impartido discretas órdenes para un no menos discreto acuartelamiento de personal militar en algunas unidades linderas con áreas sensibles, por si las moscas…
Lamentablemente, a partir de ahora cuando los muchos sargentos X, negociadores ante las máximas autoridades de las provincias, “conseguidores” de mejoras salariales para sí mismos, para sus compañeros y hasta para sus propios jefes y autoproclamados “capangas policiales”, reciban un directiva de parte de un joven oficial para salir a patrullar algún sector caliente de sus provincias y no les guste, aquella frase inicio de esta columna (¡Es una orden!), se pondrá en evidencia que algo se ha roto para siempre en la cadena de mandos policiales y comenzaremos a ver que el remedio fue mucho peor que la enfermedad. Sólo es cuestión de sentarse a esperar cuál será la próxima rebelión policial y cuáles los reclamos a satisfacer; ya quedó demostrado que serán atendidos sin dilaciones.
Así las cosas, y ante lo irreversible de la situación, sería mejor que al menos para los cuadros subalternos de las fuerzas policiales se establezca la representación gremial. De tal manera que se evite la repetición de los estados deliberativos y que exista una estructura que pueda hacer llegar orgánicamente a las autoridades políticas del Estado las necesidades más o menos sensatas de la tropa policial.
Para muchos viejos cuadros castrenses, leer esta afirmación deberá ser seguramente más “escandaloso” que la aprobación de la Ley de Divorcio, el matrimonio igualitario o la libre adopción de la identidad de género. Pero nos guste o no, algo comenzó a quebrarse en la nación, y digo que comenzó porque el final de esta película aún es incierto.
Rápidos de reflejos, los mandos de las fuerzas federales han hecho saber a la conducción política que será muy difícil que un agente bonaerense con un básico de $ 8.500 pueda coexistir con un marinero o gendarme de $2.800. ¿Dónde habría quedado entonces el viejo axioma sindical “a igualdad de tarea, igualdad de remuneración”? Con rapidez aún mayor, la política acaba de anunciar a la ciudadanía que se dispuso un “premio” a las fuerzas federales por su actuación en la represión de los saqueos. En la volteada cayó también la policía aeronáutica, que obviamente no reprime saqueo alguno pues no tiene ni elementos, ni personal apto para esa tarea.
En realidad en lo que se trabaja contra reloj es en una rápida adecuación de los valores salariales federales a sumas equivalentes a las obtenidas por los “díscolos provinciales” como única forma que la próxima orden que reciba un “federal” no sea respondida con un irreproducible epíteto.
La situación es mucho más grave de lo que puede imaginarse y no sólo por una mera cuestión salarial. El problema es filosófico; una extraña mezcla de mala paga, mal trato y ninguneo, con un generoso condimento “civilizador” que destruye a cualquier estructura verticalista.
La fabulosa máquina igualadora puesta en marcha desde hace una década, está funcionado a la perfección: hemos igualado gracias al modelo a policías con piqueteros. Misión cumplida. Un visionario del siglo pasado lo explicó magistralmente:
No pienses más, echate a un lao,
que a nadie importa si naciste honrao.
Que es lo mismo el que labura
noche y día como un buey
que el que vive de las minas, que el que mata o el que cura
o está fuera de la ley.