Generales nuevos, tanques viejos

Fernando Morales

La noticia del recambio de las cúpulas de las tres fuerzas armadas y del Estado Mayor Conjunto, anunciada recientemente, movió algunas décimas el amperímetro de la actualidad nacional, muy por debajo por cierto de los grandes temas que hoy por hoy ocupan la atención de la ciudadanía y la dirigencia.

En parte es muy bueno que el país no tiemble ante una renovación de mandos militares. Desde hace muchísimos años (muchos antes de la llegada de la actual gestión K al poder) los militares aprendieron la lección y se convencieron de que su rol no es la política sino ser el instrumento armado de la Nación al servicio de la conducción civil del país.

Puertas adentro de las instituciones militares, algunos de estos cambios eran esperados y hasta podríamos afirmar que estaban demorados. En diciembre el Poder Ejecutivo ascendió a dos decenas de nuevos generales, almirantes y brigadieres y no les asignó destino, con lo cual tuvimos una importante cantidad de altos oficiales de las tres fuerzas varios meses “haciendo banco” a la espera de que alguien les indique qué sillón ocupar.

Todo el funcionamiento de las fuerzas armadas se vio en parte resentido por la indefinición general de los pases en los puestos más altos de la conducción militar y en los correspondientes a buena parte de los comandos y direcciones de segunda línea; muchos oficiales, aun sabiendo que su próximo destino sería el retiro, continuaron durante largos meses ejerciendo funciones en una suerte de letargo administrativo que transformó sus mandos en simples sellos de goma sin poder real de decisión.

Lo extemporáneo (para la tradición administrativa de las FFAA) de estos relevos a mitad del año militar no hará sin lugar a dudas mella en el funcionamiento general de la Nación, pero tendremos una gran cantidad de funcionarios del Estado (que sean militares no los hace menos funcionarios que los que ocupan cargos civiles en la administración pública) que asumirán sus tareas, sabiendo que en pocos meses deberán abandonarlas.

Seguramente en este punto del relato la mayoría de los lectores percibirá a este tema como de poca o nula relevancia para el devenir de sus preocupaciones cotidianas -salarios, seguridad, cepo, servicios públicos, elecciones, presión fiscal, etcétera-. Son sin lugar a dudas los temas que ocupan mayoritariamente nuestra capacidad para deglutir la dura realidad nacional. Pero curiosamente, y aunque no lo percibimos, lo que ocurre con el funcionamiento de las Fuerzas Armadas de la Nación nos afecta de una u otra manera, por el sólo hecho de que su funcionamiento es financiado ni más ni menos que con nuestros impuestos, por lo que al margen de tener derecho a saber cómo funcionan, tenemos el deber como sociedad de asegurarnos que funcionen adecuadamente, como cualquier otro aspecto de las actividades a cargo del Estado nacional.

La relación del gobierno con las FFAA en los últimos años no ha sido ni peor ni mejor que la de las anteriores gestiones democráticas iniciadas a partir de 1983. Siempre ha existido en estos 30 años un mensaje para la tribuna teñido de cierta dosis de hostilidad, matizado con la inevitable necesidad de coexistir con esa porción de ciudadanos de uniforme a los que también hay de administrar y de los que (al menos por ahora) la Argentina no ha de prescindir.

Desde el Juicio a la Juntas hasta el “baje el cuadro” hemos visto desfilar decenas de generales, y sus equivalentes de otras fuerzas, quienes con mejor o peor suerte han administrado las “armas de la democracia” con cada vez menos recursos, con material más viejo, con personal menos incentivado y con un futuro cada vez más incierto. Y cada tanto reciben en público algún reto -cada vez son menos frecuentes, hay que reconocerlo-, donde se los arenga por los crímenes y desaciertos cometidos por otros y se los exhorta a ser democráticos e integrarse a la sociedad, cuando en realidad desde hace años lo son y si no se integran más a la sociedad es porque no los dejan. De hecho en cada oportunidad que un cuartel, un buque o un avión es abierto a la visita pública, miles de argentinos concurren gustosos a conocer un poco más cerca la actividad militar.

Tal vez la mística actual no considere propicio organizar un desfile cívico militar en una fecha patria y sea mejor que Fito Paez envuelto en la bandera bolivariana o músicos extranjeros nos traigan sus foráneos acordes. Pero la realidad es que a la gente ambas cosas le gustan; si no, recordemos los cientos de miles de personas que hicieron horas de cola para visitar a la fragata Libertad en Mar del Plata.

Ahora bien, podremos renovar las cúpulas castrenses una y cien veces, y de hecho nadie podrá negar el legítimo derecho del presidente como comandante en jefe de las FFAA de hacerlo. Pero va siendo hora de plantear seriamente qué fuerzas armadas queremos y para qué las queremos. Y si bien desde esta columna lo hemos dicho varias veces, no está de más aprovechar estos tiempos de cambio de conducción para refrescar las ideas.

Salud, seguridad, defensa y educación son las tareas indelegables del Estado. Luego podremos discutir quién explota Vaca Muerta (ahora resucitada por mandato presidencial), podremos analizar si debemos tener aviones, buques mercantes, teléfonos celulares, transporte público, tarjetas de crédito populares, fábricas de ropa para todos y todas, y una larga lista de actividades a las que el Estado pretende acceder (en algunas de ellas me verán como entusiasta adherente).

Salud, seguridad, defensa y educación, sin embargo, son las cuatro grandes asignaturas pendientes de la democracia; aunque nos revoleen estadísticas y datos, ninguna de las cuatro está a la altura de lo que nuestro país merece. Acabamos de perder por goleada una compulsa internacional sobre nivel de educación. La salud pública (y la privada) están paradójicamente muy enfermas, la seguridad ha llegado a niveles tan alarmantes que cada día somos más conscientes al salir de nuestras casas de que tenemos un alto grado de probabilidades de no volver, o al menos de no volver en las mismas condiciones en las que salimos.

Por último, la Nación está indefensa, sujeta sólo al devenir pacífico de la región en la medida en que todas nuestras acciones legítimas en resguardo de nuestros intereses no colisionen jamás con los intereses de terceros. El alto grado de decrepitud de los medios de la defensa nacional no es una realidad por la que se pueda culpar a la actual gestión de gobierno; al menos no únicamente.

Tal vez, como pasa muchas veces en nuestra propia vida, la prioridad lo tenga lo urgente sobre lo importante. El único problema es que cuando algún hecho inesperado torna urgente a lo importante, indefectiblemente ya será tarde para actuar.